OpiniónMartes, 17 de enero de 2023
Una vez más no sabemos contar la historia, por Alfonso Baella Matto

Desde el pasado 7 de diciembre, el Perú viene siendo el centro de atención de la política sudamericana. La llegada de diversos corresponsales de agencias extranjeras a la capital, la cobertura y análisis en medios europeos, y los puestos destacados en la redacción web de los grandes diarios de la prensa yanqui definen el interés global por la situación que afronta el país. Sin embargo, el espectador extranjero, tan lejano y ajeno a nuestra realidad, está siendo víctima de medias verdades e información parcializada.

Para entender la situación con los medios extranjeros es necesario definir lo que es un ‘caviar’. En los últimos 10 años, este término —cumpliendo una función de adjetivo y sustantivo a la vez— se ha utilizado en el ámbito político como una suerte de etiqueta para cierto grupo de poder. El origen y su popularización dentro de la escena política nacional no tiene mayor relevancia en el presente texto; sin embargo, es importante hacer una clara puntuación en su definición.

El caviar se define, políticamente, de centro-izquierda. Es progresista en lo social, mostrándose siempre a favor de las exigencias de ciertos grupos minoritarios como el movimiento LGBTIQ. Son feroces críticos del modelo capitalista, lo consideran injusto e inmoral. Sin embargo, les gusta formar parte de los altos círculos sociales, vacacionan en los mejores hoteles de Miami y compran lujosas casas en el sur. Quizás la característica caviar más definida sea su irracional antifujimorismo, producto del desmantelamiento del modelo velasquista. Estas personas perciben la realidad como mejor les convenga. Juzgan y critican las decisiones de los demás, sintiendo que son moral e intelectualmente superiores; sin embargo, la verdad es que actúan por conveniencia, sin seguir ningún tipo de línea ética. Sus posturas, comentarios y análisis tienen un precio.

El panorama que hoy afronta el país es sumamente complicado. Las cifras de fallecidos y el descontento nacional van en aumento. Los caviares han logrado copar los medios extranjeros, desde los más progresistas hasta los que se caracterizan por estar al centro. Orgullosos corresponsales de los diarios más importantes del mundo comparten medias verdades. Cuentan a detalle las muertes que son causadas por las fuerzas del orden, pero cuando un subversivo quema vivo a un oficial o apedrea una ambulancia, ahí se quedan callados. Son especialistas en conseguir fotos en alta resolución de policías reduciendo a los delincuentes, pero cuando los revoltosos queman comisarías, de pronto la memoria de la cámara se les llena. El término ‘terrorista’ les causa fastidio. A pesar de que los violentistas asesinan efectivos, prenden fuego a medios de comunicación y disparan contra las fuerzas del orden, ellos los llaman protestantes. La represión policial y el supuesto atropello a derechos fundamentales —como la libertad de expresión— es una historia atractiva, entendible y familiar para el público internacional luego de lo ocurrido con el movimiento Black Lives Matters en 2020.

Pero, ¿a qué se debe todo esto?

Cabe preguntarnos si acaso esta proliferación caviar es responsabilidad de la derecha. Si es que el abandono de las universidades y de las calles, de la historia y la cultura, condujo a todos esos estudiantes de periodismo y comunicaciones, seducidos por el progresismo moderno y lo “políticamente correcto”, a tomar el camino banal del caviaraje. Quizás fue nuestra culpa por nunca habernos tomado el tiempo de recordar y volver a popularizar figuras como Manuel D’Ornellas, Pedro Beltrán, Arturo Salazar, Luis Miró Quesada o Baella Tuesta. Dejamos solo a César Hildebrandt convirtiéndolo en el padre del periodismo moderno, siendo admirado por jóvenes que no conocieron más. Jóvenes que no encontraron textos alternos al Informe Final de la Comisión de la Verdad o que no consiguieron una segunda perspectiva académica que desdiga a Vergara. Quizás la derecha cometió el error de pensar que la batalla ideológica terminó el 12 de septiembre de 1992, cuando cayó Abimael. Nos olvidamos de la parte más importante de todo triunfo, saber contar la historia.

“Los vencedores cuentan la historia, pero el paso del tiempo también da voz a los vencidos”, decía George Orwell. Parte de lo que vivimos hoy es gracias a que dejamos que los vencidos la cuenten primero, dejamos que construyan museos e instruyan profesores para meterlos en universidades y colegios. Con todo lo que está pasando, ¿dejaremos que esta historia también la cuenten los vencidos? Aún estamos a tiempo de cambiarlo, de instruir a una nueva generación contándoles la verdad. Contandoles lo que se vivió durante la pandemia con el oxígeno de Vizcarra, con las vacunas de Sagasti y con el terrorismo de Pedro Castillo. No perdamos la batalla una vez más.

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