Como tantos ejemplares políticos, Pedro Castillo apeló a los mecanismos de defensa de siempre: el palabreo, la labia, no necesariamente el de una lumbrera, o también a la antítesis, el silencio, ese silencio por momentos hablador, denominador común de su círculo íntimo. Todo esto para camuflar ciertas verdades, los rastros de una conjura errante y radical.
El profesor chotano llegó a Palacio autopercibiéndose como el instrumento de la estabilidad nacional. Con esto se sintió no solo con la licencia para encarrilar los sueños eróticos de sus ancestros y contemporáneos ideológicos —dar trabajo a exsenderistas, usar dinero público para reinstalar la lucha de clases, pisotear a las fuerzas policiales, etc— sino también para usar irrisorios estratagemas orales, evidenciados sin mayores filtros tras la tragicomedia del 7 de diciembre: la contradicción (dijo que no recordaba el golpe de Estado), la negación (dijo que no fue un golpe de Estado), la desviación (dijo que esto es una persecución) y varias tretas más. Pero claro, el silencio era una categoría superior, una arma tan contundente como contraproducente.
Esta ruta nos lleva a un caso a inicios de noviembre del 2022: la filtración del plan homicida contra la fiscal de la Nación, Liz Patricia Benavides; el coronel PNP Harvey Colchado y todo el Equipo Especial contra la Corrupción (EFICCOP). Fue la primera vez que saltó en el tablero el nombre de Jorge Fernández, alias El Español.
El entonces presidente no solo no dijo nada. Todo lo contrario: esos días prefirió pedir permiso al Congreso para viajar, entre el 24 y el 29 de noviembre, a México (para recibir la presidencia Pro Tempore de la Alianza del Pacífico) y a Chile (Encuentro Presidencial y IV Gabinete Binacional). Adiestrado para el amague, puso por encima una agenda de corte escapista. Solo le dieron la venia para que esté aquícito nomas, en Chile. Al México de AMLO, una especie de zona franca para investigados por corrupción, no.
El ruido por esta filtración, en ese entonces, lo terminaron haciendo sus adlátares. La izquierda, ese industrioso bastion de la irrealidad, y también ese frente ciudadano proclive a mimetizar con todo fabricado prospecto de buenismo, esos que se sienten acongojados cuando se trata con severidad a un mara salvatrucha.
Pero bueno. Pasaron los meses y la verdad ya no se pudo postergar más. La intención de eliminar a fiscales y policías no era una odiosa falacia contra la eminencia cajamarquina como rezaban sus feligreses. De esto dio fe el mismo el EFICCOP. Con pruebas de distinta índole (fotografías, chats, colaboradores eficaces), detuvieron al Español el pasado 7 de marzo y con este personaje, ahora colaborador eficaz, empezó a drenar toda la secuencia. Esta suerte de maniática profilaxis a sangre fría solo era un extracto del plan. También querían armar un grupo de contraespionaje para interceptar las comunicaciones de todos los detractores del régimen. Incluso se destapó que en este circuito estaba vinculado el ahora ex comandante general PNP, Raúl Alfaro. Y más, y más.
Con esto quedan claro dos frentes.
Pese a sus dificultades para articular ideas, Castillo pudo narcotizar un poco más de un año y medio a un sector de la ciudadanía con su postiza inocencia, que se desmoronó tras el acto final: el golpe. Debajo de ese sombrero había una especie de interventor, uno como en El Mundo Feliz de Aldous Huxley. Necesitaba forzar un sistema a la altura de sus proverbios divisionistas y para eso, una de sus tantas salidas, había sido arrasar a sus principales anticuerpos.
Esto me recuerda a las palabras del reconocido periodista Jon Lee Anderson en una entrevista para el portal La Gran Aldea, que podría ser un eco sobre la llegada del ahora reo en Barbadillo: “Un revolucionario nunca es un ser democrático. Es la antítesis. Puede que encuentres uno buena gente, carismático o que intente hacer el bien, pero nunca son democráticos. La democracia es la debilidad, es la antepuerta a la burguesía, el capitalismo, los vendepatria, a juicio del revolucionario”.
Por otra parte, se expuso la fragilidad de una parte del electorado. La suma de crisis consecutivas los puso a merced de una oferta reactiva. Ahora las fuerzas políticas tienen la obligatoria tarea de bajarle el volumen al escepticismo para evitar el misarquismo. Con perfiles aterrizados y abordando las urgencias respectivas, no repitiendo la fórmula paternalista-populista que genera dependencia.
La historia no se puede repetir. Nuestro pasado inmediato es un botón y también una discusión zanjada: ya sabemos qué hacer y qué no hacer.