Se ha vuelto común que los liberales, especialmente los (ex) derechistas liberales, renieguen del presente y elogien el pasado. El trabajo de la Sociedad Mont Pelerin, los Chicago Boys, los gobiernos de Thatcher o Reagan, la candidatura de Vargas Llosa, entre otras gestas, son parte de un pasado añorable y una muestra de un presente funesto. Este presente está dominado por una supuesta “ultraderecha”, que, desde posturas nacionalistas y/o populistas, comienza a ganar elecciones y se mantiene en los gobiernos con alta (o altísima) aprobación.
Ya sean presidentes en actividad, como Viktor Orban en Hungría o Bolsonaro en Brasil, o candidatos presidenciales como Abascal en España o López-Aliaga en Perú, lo que representan, a vista y paciencia de los liberales, es el reaccionarismo, el nativismo, el populismo, inexplicable para ellos luego de los años de bienestar económico que trajeron las ideas liberales en la economía durante el fin de la centuria pasada.
Pero esa lectura de la realidad, ese reniego de los liberales en la actualidad, se produce por una profunda falta de conexión con los parámetros ideológicos y las batallas geopolíticas contemporáneas. Y también por una desconexión de sus propias concepciones y tradiciones ideológicas.
Para empezar, si no es en el tema económico, el liberalismo contemporáneo casi no tiene agenda. Se suma a los progresistas y a los comunistas en gran variedad de tópicos, como el género, que a simple vista podría parecer una propuesta loable, pero que, aplicada en las políticas públicas, llega a la insania. Y lo mismo ocurre con todas las propuestas supuestamente a favor de las “minorías”. Incluso, vemos a liberales fomentando la regulación en temas ambientales, en lugar de diseñar nuevas soluciones (la excepción es Elinor Ostrom, por eso ganó un Nobel, pero es extraño que no se la mencione más en círculos liberales).
Este proceso en el cual los liberales se subyugan bajo los parámetros del progresismo muestra bastante más que su falta de renovación ideológica. Es la constatación de su falta de lectura geopolítica del presente. Y es que ya es más que evidente que la izquierda ha renovado completamente su discurso y ha suplantado las ideas económicas por las culturales en el centro. Así, la lucha contra la izquierda ya no se centra en la economía, sino en la cultura, que se configura como el renovado caballo de troya en la conquista de las mentes después de las elecciones y, por supuesto, en acto seguido, de los recursos económicos.
Entonces, tenemos que la otrora derecha liberal se ha desentendido del presente ideológico y, por lo tanto, no ha entendido el totalitarismo blando que ha creado el progresismo internacional. Hablamos de la dictadura de lo políticamente correcto, de una lectura maniquea de la humanidad en la cual quiénes no están con su discurso representan todo lo malo, mientras quiénes están con ellos todo lo bueno. El progresismo ha creado un meta-populismo que va más allá de los populismos individuales de cada sistema político, sino que es un populismo antropológico que pretende cambiar la concepción del cuerpo humano y de su historia.
La falta de renovación ideológica, sumada a un desentendimiento del nuevo juego geopolítico de la izquierda internacional, ha llevado a que los liberales sean progresistas que tan solo apoyan el libre mercado. Nada más. En cuestiones políticas, terminan siendo funcionales a la izquierda, dada su sumisión o su temor de entrar en la batalla cultural.
Y es precisamente por estas razones que la derecha más dura, populista en algunos casos, nacionalista en otros, ha comenzado a ganar espacio. Esta derecha moderna, aunque no sea moderna en los términos que le gustan a los liberales y a los progresistas, ha entendido la lucha política del presente: la gran batalla por los valores fundacionales de nuestra civilización. Y, por supuesto, para batallar de forma eficiente, prefiere largamente el discurso popular al tecnocrático, el mensaje corto y controversial al refinamiento conceptual. Lo que no saben los otrora liberales es que estos nuevos derechistas son sus verdaderos aliados.
Lo dijo claramente Friedrich Hayek en Constitution of Liberty (1969). El premio Nobel señaló que los liberales y conservadores se unían en contra del cambio político deliberado, el cual pugnan los izquierdistas y progresistas. Los cambios se producen espontáneamente en base a la libre acción humana, tanto económica como cultural. Y un punto sobre el que remarcó Hayek, en el último capítulo del libro mencionado, es que el liberalismo está a la derecha, no a la izquierda. Sin embargo, el liberalismo es una derecha que empuja el cambio, no lo detiene. Además, el liberalismo debe ser una derecha con agenda y pensamiento propio. Hayek, por supuesto, no cree que deban ser un socio menor y "pro libre mercado" del progresismo y el izquierdismo renovado. Al contrario, señaló hasta el cansancio que la alianza táctica con los conservadores es necesaria para enfrentar al mal mayor: el socialismo en todas sus formas, las viejas o las nuevas.