“El poder no es un recurso, sino una forma de relacionarse con la gente”, me respondió el politólogo y escritor argentino Agustín Laje, el pasado fin de semana, cuando tuve la dicha de conocerlo y llevar un curso de casi 9 horas bajo su dictado. De cierta manera discrepo con él, pues creo que el poder sí es cuantificable en una unidad de medida no tan distinta al Kelvin o al Amperio, solo que alejándose de las ciencias exactas y entrando en un plano más subjetivo. Donde sí coincido con él, es que el poder se transfiere en el plano interpersonal.
Esto me llevó a pensar en la falsa promesa democrática de la izquierda y cómo es que la etimología misma de la palabra contradice su visión. La patria grande democrática es un oxímoron. Democracia quiere decir, literalmente, poder del pueblo. Soberanía y mando del demos. “El problema siempre ha sido de qué modo y qué cantidad de poder transferir desde la base hasta el vértice del sistema potestativo”, dice Giovanni Sartori. El demagogo que más promete es, entonces, el que más poder está esperando cosechar.
Lo que antes era revolución, hoy es victimización. Ese político debe convencer a su base de que está oprimida, desolada y desterrada de oportunidades. Y luego convencerlos, también, de que sólo es él el capacitado por razones providenciales de solucionar los problemas que azotan a la población. Siempre, claro está, con un enemigo en común, generalmente económico o social. Ese es un contrato para vender un producto que el usuario no sabía que necesitaba. Y el costo: el poder.
¿Quién tiene más poder sobre sí mismo? La palabra “empoderar” ha cobrado valor en la última década y significa al proceso de fortalecer y proporcionar poder, autoridad y control a un individuo. Ese individuo se vuelve más libre, porque no necesita de la aprobación de un tercero para actuar. Mientras tanto, el “desempoderado” existe porque empoderó a otro, haciéndolo propietario de su propio poder, porque desconfió de sí mismo para obrar y prefirió atribuirle las responsabilidades del poder a alguien más. Alguien presuntamente más capacitado.
¿Cómo pueden, entonces, las dictaduras de izquierda latinoamericanas hablar de democracia? ¿Cómo podemos tener en el Congreso bancadas de izquierda que ostentan la palabra “democrático” en su nombre? Se habla mucho de la “apropiación cultural”, pero poco se habla de apropiación conceptual. Se adueñan de las palabras, las hacen suyas y las usan a su favor. Un país verdaderamente democrático es aquel que limita el poder que le otorga a la autoridad porque confía en el poder que tiene sobre sí mismo.