OpiniónMiércoles, 3 de mayo de 2023
Canadá y la era del socialismo erudito, por Patricio Krateil
Patricio Krateil
Comunicador

El pasado viernes 28 de abril el Senado de Canadá dio la aprobación final del proyecto sobre la regulación de los servicios de difusión continua en línea, formalmente conocida como la ley C-11. Esta nueva ley, pronto en ejercicio, plantea mayor vigilancia e incrementar los poderes regulatorios del Consejo de Radiodifusión y Telecomunicaciones de Canadá (CRTC) sobre las diferentes plataformas de streaming y servicios de redes sociales, como Amazon Prime o Spotify, con el aparente fin de garantizar la promoción de la cultura canadiense (haciendo fuerte hincapié también en las comunidades indígenas), regular los contenidos que van en contra de los principios nacionales contemporáneos y prevenir la difusión de las fake news. Un dato resaltante es la obligación que la C-11 establece a las plataformas online de reportar los datos personales de sus usuarios. Además, establece la posibilidad de que se implemente un impuesto sobre los servicios de transmisión online.

Bajo la misma línea, existe otro proyecto de ley muy similar (C-10), el cual únicamente deja de lado a los servicios de redes sociales y no menciona sanciones por hate speech o discurso de odio; pero plantea una “participación igualitaria” de los medios extranjeros con los canadienses tanto en la producción como distribución con el propósito de equipararlos en el mercado, algo que podría salir muy mal.

¿Dónde quedo la libertad?

Sin lugar a dudar esta nueva ley trae muchas críticas tanto de los actores políticos contrarios y de las comunidades cibernéticas. Existe una preocupación sumamente legítima en pensar que estas leyes podrían llegar a arbitrariedades burocráticas, dada su ambigüedad y puntos inconexos presentados, otorgándole poderes autoritarios sobre los contenidos y cercenando la libre expresión. Además, considero preocupante e irrelevante el reportar datos personales al gobierno, una intromisión que nos hace recordar a los Estados totalitarios de Corea del Norte o China y no al mundo libre occidental. Se puede recalcar también el desincentivo a la inversión de tiempo y dinero que generaría el uso de las plataformas online para las diferentes formas de remuneración dada esta ley.

Sin embargo, considero que lo más preocupante es cómo se ha tergiversado culturalmente ciertos valores y principios políticos. El izquierdismo esnob ha logrado que la intromisión a la libertad de expresión y el acaparamiento de las nuevas actividades económicas sean no una irrupción a la acción humana, sino una ofrenda paternalista. Cada día el primer mundo occidental se ve más obstruido por los gobiernos y las sociedades van cayendo en una relación de sumisión. Bajo palabras bonitas y conjunciones apoteósicas nos inculcan una idea errónea de los políticos. Ya no son estos los que deben garantizar nuestros derechos mediante un mínimo común de leyes, sino los que asumen la superioridad moral de guiarnos y disponer de estos como más les convenga haciéndonos cómplices de un estado de derecho en decadencia amparado en interminables reminiscencias a la democracia.

John Stuart-Mill en su tratado de 1859, “Sobre la Libertad”, defiende ferozmente la libertad de expresión bajo dos puntos fundamentales, considerables de tratar dada su relevancia específica en nuestro mundo tecnológico tan conflictuado por el tráfico de información.

En primera instancia, especifica que únicamente en una sociedad libre, capaz de poder opinar, divulgar, debatir y hacer uso total de nuestra capacidad de expresión es que la verdad se valida constantemente como tal y la falsedad siempre podrá revelarse, dada nuestra inclinación natural al debate surge la contrastación.

En palabras de Stuart-Mill: “La verdad sólo puede determinarse permitiendo que compitan las distintas versiones, y que ésta jamás se alcanza definitivamente, por lo que el proceso de confrontación entre las diferentes posturas no debe cerrarse nunca”.

Por consiguiente, hace también mención que hay momentos históricos, en donde si no fuera por la libertad misma el ser humano no podría haber encontrado nuevas formas de expresarse y con ello nuevas tecnologías para poder simplificar o agilizar el proceso comunicativo. Si el Estado canadiense y muchos otros cultores de la planificación comienzan a limitar nuestra capacidad de creación definitivamente la consecuencia será también la reducción de medios para su difusión.

Textualmente Stuart-Mill expone: “La diversidad de formas de expresión permite el dinamismo de la sociedad, anticipándose a una uniformidad decadente que asfixia la capacidad de crear y progresar”

Este nuevo método de pasos progresivos y constantes de parte del academicismo estatal, para atribuirse como buenismo el control de nuestras actividades privadas, no constituye más que petulancia académica y moral, desentendimiento del cuerpo social como productor del desarrollo y el resentimiento socialista moderno por no obtener lo que consideran le corresponde a su erudición socialdemócrata. “La fatal arrogancia” hubiera sentenciado Friedrich Hayek.

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