En esta selecta lista no entra cualquiera. Los viajes no son de un punto geográfico a otro: son, según su lenguaje, de un destino siniestro a uno paradisíaco. Nuestro personajes, que tal vez ya intuyen, cogen el timón y no son propiamente conductores: son brújulas, antídotos, fuerzas redentoras. Un buen viaje a precio módico, pero con desenlaces turbulentos. Una buena música para provocar erecciones mentales, pero para afiliarnos a la promoción tácita de una oferta sin pies ni cabeza. Una conversación mayormente hospitalaria, pero con una intención de domesticación. Sí, hay muchos ensayos de estos elementos, pero no todos llegan a calar. Esto no significa que los que llegan son siempre los mejores. Ni tampoco los que quedan. Son lo que son porque somos parte del juego y así lo hemos permitido. Somos esa gran licencia.
Sí, nuestros chóferes son esos que llegaron al poder y también los que no. Tenemos por ejemplo a Alejandro Toledo, Pedro Castillo, Keiko Fujimori, Pedro Pablo Kuzcyinski, Verónika Mendoza, Vladimir Cerrón y un largo etcétera. Todos llegaron a la palestra política como los impulsores de una transición, los justicieros de un país que se cae a pedazos. Las promesas, que son su capital, era para estacionarnos lo más rápido posible en esa idea predeterminada de que ellos iban a darnos lo que creemos merecer. Alimentaron ese típico puente de los que piensan que debemos tener más derechos que deberes, más premios que sacrificios. Y así dejamos que el ejercicio se amplifique, como pasajeros eufóricos por estas mentes maestras de la persuasión o de la abducción. Aún siendo testigos de los anticuerpos, de que enrutarnos podría representar una complicidad de la que se no retorna, ahí estábamos, o estamos, depositando nuestro futuro hasta volverlo gaseoso. Y lo peor es que a veces viajamos sin ver.
Lo más divertido de esta maratón es que todos estos personajes piensan que son distintos, que uno es mejor que otro. Todos creen tener los mejores atajos. Su estado psicológico es de sobrehumanos con capa. El itinerario, más allá del movimiento, es de expectación, y esto lo sabe sobre todo la izquierda. Un botón: amplifican problemas como la pobreza —escenario innegable— hasta volverlo un asunto de revolución. Reeditan nuestra percepción con hechos concretos para encandilarnos. Ya lo diría Kapuscinski: “Es necesaria la toma de conciencia de la miseria y de la opresión, el convencimiento de que ni la una ni la otra forman parte del orden natural del mundo (...) Es imprescindible la palabra catalizadora, el pensamiento esclarecedor”. Por otro lado, la derecha política también tiene sus desfases. Aún no encuentran la fórmula para recortar las distancias y sintonizar, y, tal vez lo más perjudicial, están progresivamente cayendo en el círculo vicioso de la demagogia.
No hay que hacer una gran radiografía para darnos cuenta de lo que simbolizaron nuestros últimos pilotos. Tres que fueron presidentes están hoy en el penal de Barbadillo: Alejandro Toledo, Alberto Fujimori y Pedro Castillo. Uno ya pasó por ahí: Ollanta Humala. Y otro podría estar a puertas de volver al encierro: Pedro Pablo Kuczynski. Los nombres de dos que nunca llegaron al trono, ambas antípodas, son la antesala del escozor emocional: Verónika Mendoza y Keiko Fujimori. Ni qué decir del último episodio de nuestro último colectivero: un golpe de Estado que casi nos costó el país. Y si hablamos del Congreso, estamos ante uno que al cuidar mucho sus espaldas roza casi la inexistencia.
Ahora estamos en un momento casi indefinible: no sabemos si es el clímax o el colofón de una mala racha. Lo cierto es que ahora, conscientes de la tragicomedia, somos una gran masa corriendo en distintas direcciones al ritmo de Flight of the Bumblebee. La verdad nos estalló en la cara. Nuestra intransigencia fue como un anillo al dedo. En algún momento dejamos de ser exigentes. Hasta con nosotros mismos.
Las elecciones son en el 2026. La gran pregunta es: ¿Volveremos a tomar ese taxi? ¿Caeremos en las mismas estratagemas? Un error más y podríamos ser la fotografía de un caos irreversible.