La semana pasada, en Nanterre, ubicada en Francia, Nahel Merzouk, un joven de 17 años, murió a manos de un policía después de saltarse un control policial. El muchacho tenía un historial de incidentes similares y, dado el contexto sociocultural de ciertos barrios franceses, existe la autorización para abrir fuego. Actualmente, el policía se encuentra bajo custodia por homicidio y el caso está siendo investigado.
Lo que podría haber sido interpretado como un error debido al contexto o, en todo caso, como un acto de abuso de autoridad que se resolvería en el tribunal, se convirtió en una violenta revuelta nacional. Después de dos días del incidente, el disgusto comprensible se transformó en una ola de violencia y criminalidad. Hasta la fecha, se han registrado más de 3,000 detenciones, 300 policías heridos, 250 comisarías atacadas, 3,000 vehículos incendiados y una gran cantidad de saqueos.
El presidente Macron ha declarado el estado de emergencia debido a los incendios. Las localidades francesas han enviado un total de 45 mil efectivos policiales. Incluso se han implementado toques de queda y se ha cerrado el transporte público. Cabe destacar, además, que casi un tercio de los detenidos son menores de edad y casi la mitad tiene antecedentes policiales. También es importante señalar que las revueltas están conformadas principalmente por grupos de inmigrantes.
A nivel político, la izquierda rápidamente se subió al coche generando el discurso de apañamiento al crimen y culpando como siempre a esas estructuras invisibles que van creando desde la academia con el hígado en la mano. Haciendo que Europa pida perdón por los crímenes del ayer cometidos en las colonias o citando, a mi juicio muy pobremente, Desobediencia Civil de Thoreau para justificar cualquier barbarie ante una injusticia institucional, cuyo caso no es este.
Para los que vemos en las instituciones herramientas civilizatorios perfectibles pero capaces de lidiar con los conflictos cívicos, no nos resultara extraño esta clase de manifestaciones, que ya se han vuelto parte del modus operandi izquierdista. En un mundo donde la lucha armada y las guerrillas urbanas dejaron de ser vistas por la amplia mayoría como una solución al problema social, la izquierda proclama nuevas formas, con arraigos similares, que le son de momento igual de fructíferas y viables a su careta democrática.
Desde mi perspectiva, cualquier fenómeno social de esta índole, puede interpretarse desde causas, procesos y consecuencias. Donde la causa es el detonante y el proceso es el acto deliberado para direccionar ciertos resultados, cuya eficiencia se verificará en las consecuencias.
La causa, pocas veces de índole institucional, generalmente es algo que podría no fomentar nada más que una pequeña molestia social o un proceso jurídico digno, mas no una razón que ponga en duda la democracia, la constitución o los derechos humanos. Recordemos el caso de Black Live Matters, hace un tiempo, que fue muy similar a este. Hubo un conflicto y un policía disparo a un afroamericano. Sin embargo, políticamente se usó para ligarlo erróneamente a un caso de decadencia institucional, alegando que la policía como órgano facultado por la nación es inherentemente racista. Similar ocurrió en Chile, donde una subida de pasajes del metro se dibujó como un atentado contra los derechos humanos. En Perú, paso lo mismo, cuando constitucionalmente asume el cargo de presidencia Merino, pero segundos después se divulgó en la opinión publica que fue un atentado contra la democracia.
En estos casos, y faltan muchos más, vemos como la causa, el detonante, no es en si lo que genera el ardor colectivo sino el corolario que se gesta a través del hecho mediante panfletarias narrativas.
El proceso, el acto seguido, se configura como una serie de atentados policiales, incendios, bloqueos de carreteras y tomas de plazas que van siendo justificados y no tienen cara visible como representación. Esto último es muy importante, pues configura la principal fuente de poder para anular la negociación y adjudicar a la revuelta un carácter apolítico, cuando verdaderamente no lo tiene. Se disfraza de sensibilidad popular la organización de las turbas.
Así, a través de incendios y agresiones, se genera una crisis que lleva al ciudadano común a exigir orden. El poder político, atrapado entre una crisis sin rostro y una sociedad que busca una resolución, se ve obligado a ceder. Es en ese momento cuando los líderes pseudo guerrilleros salen a la luz con documentación detallada de sus demandas. Se produce una formalización del reclamo justo cuando el poder de negociación ya no está en manos de la fuerza política oficial.
Como consecuencia, muchas de estas revueltas terminan solicitando demandas mucho más ambiciosas que la causa original, convirtiendo la primera narrativa en un trampolín hacia algo más grande, que es puramente político, obviamente. Dejando de lado las consecuencias que este modus operandi está generando en el lado occidental del mapa, debemos analizar las consecuencias que estos grupos de izquierda revolucionaria pretenden lograr.
En la mayoría de los casos, implica una reagrupación en un escalón considerablemente superior al que ya tenían, llegando incluso a tomar un poder estatal o factico. Aunque en muchos casos, también se busca evitar que su adversario adquiera más fuerza o simplemente que pierda un poco. En última instancia, esta triada de causa, proceso y consecuencia se ha convertido en una herramienta utilizada por la izquierda para acceder al poder fuera de las urnas. Por lo tanto, no resulta sorprendente que cuando las papas queman en las calles, no sea precisamente el mejor momento político de la izquierda en el estrado.
“Mas repulsivo que el futuro que los progresistas involuntariamente preparan, es el futuro con el que sueñan”. – Nicolas Gómez Dávila.