El 29 de octubre de 1929, el viernes negro, la Bolsa de Valores de Wall Street cerró sus operaciones con un desplome monumental de las acciones, afectando de manera irreparable a la economía mundial. Con ese Crack financiero el Perú, país mimado por la diplomacia del dólar, vio esfumarse las inversiones e inflarse sus deudas al tiempo que el mítico prestigio de Augusto B. Leguía como mago de la administración se empezó a opacar.
Esta crisis también esfumó el optimismo de las ascendentes clases medias urbanas que se reunían en el céntrico Club de la Unión, y que desde el final de la Gran Guerra habían logrado una vertiginosa prosperidad al ritmo del Foxtrot. El debilitamiento y descontento de esta fuerza social determinó el fin del oncenio de Leguía al producirse la revolución de Arequipa que encabezó el comandante Sánchez Cerro.
El cuadro sociopolítico que apareció en el Perú a partir de 1930 quedó representado por tres fuerzas o poderes fácticos. Las incipientes masas obreras, a las que se sumaría la empobrecida clase media en ese conjunto manual e intelectual que dio origen al “Aprismo”. Las élites provincianas y los remanentes de la burocracia que se reunieron tras el “Ejército” como expresión del único poder nacional. Y, en tercer lugar, una preeminente “Oligarquía” que aglutinó los intereses del comercio urbano y de los grandes terratenientes.
Como se puede apreciar, a lo largo de treinta años la escena política del Perú (1933-1968) estuvo determinado por la actuación de tres grandes protagonistas: un “partido” (El Apra), un “super-partido” (El Ejercito) y un “extra-partido” (La Oligarquía). El primero, desde la llamada Casa del Pueblo, en Alfonso Ugarte; el segundo deliberaba desde el Ministerio de Guerra en la Avenida Arequipa y los terceros reunidos en el Club Nacional de la Plaza San Martín.
Pero, de ellos tres, fue la Oligarquía la que pudo consolidarse en el vértice de la pirámide del poder y en razón a dos hechos: el fracaso de la revolución de Trujillo en 1932 y el crimen de un auténtico caudillo del pueblo como Sánchez Cerro, los cuales impidieron que cada una de las otras fuerzas populares pudieran consagrar su respectivo proyecto nacional. Es así como a partir de 1933 se instauró un Régimen Oligárquico que llegó escondido tras la capa del General Benavides (1933-1939), quien nunca encarnó al militarismo, sino que fue en realidad “un civilista con uniforme”.
Ahora bien, es importante anotar que la Oligarquía, que retomaba el poder después de las afrentas del cesarismo civil de Leguía, se presentó con características distintas a las que había mostrado en el pasado y es posible que ahí haya estado el origen del éxito y estabilidad que logró durante tres décadas. Al parecer, la renovada Oligarquía aprendió de sus errores de antaño, pues desde un inició se diferenció de la “oligarquía ideológica” que triunfó con el liberal Manuel Pardo en 1872 y de la “oligarquía partidocratica” que apoyó a Piérola en su entrada a Cocharcas en 1895.
En primer lugar, se mostró con un carácter más nacionalista; esto sin negar su papel de aliada del capital foráneo, pero la generación a la que pertenecían sus personeros era la de los hijos de la Guerra con Chile, y sus integrantes se habían formado bajo los patrones culturales de la generación nacionalista del 900. Ellos vistieron con orgullo el uniforme militar para combatir en el conflicto con el Ecuador (1910), como lo narra Abraham Valdelomar en su texto juvenil titulado Con la argelina al viento y se educaron bajo el modelo del irredentismo francés de Alsacia y Lorena, al que veían reflejado en las provincias cautivas de Tacna y Arica.
En segundo lugar, tuvo un mayor realismo político. Por eso al ser consciente de su condición de minoría siempre se negó a constituir un partido político y, en los hechos, se organizó como una red de intereses y favores clientelistas que permitían que se dudase de su propia existencia. Pero en la práctica este poder invisible ejerció una sutil labor de equilibrio entre el antagonismo del Apra y el Ejército; en otras palabras, se convirtió en el fiel de la balanza.
De esta manera apreciamos que durante el periodo 1933-1945 la Oligarquía se inclinó a favor del Ejército; pero cuando observó que tras la Segunda Guerra Mundial se iniciaba en el continente una ola democratizadora, promovida por los Estados Unidos, rápidamente inició un acercamiento con el Frente Democrático Nacional que incluía al APRA por intermedio del mismísimo General Benavides.
En carta fechada el 25 de junio de 1945, el terrateniente Pedro Beltrán, por entonces embajador peruano en Washington se dirige a los poderosos hermanos Gildemeister instruyéndoles: “nuestra ruta es perfectamente clara, no hacer nada que pueda debilitar al gobierno sino hacer lo posible para fortalecerlo”.
Así la Oligarquía resultó sosteniendo al gobierno reformista de Bustamante y Rivero hasta 1947, fecha en que se produjo el colapso interno de aquel frente. Para 1948 la lucha contra la amenaza comunista interrumpió la imposición democratizadora norteamericana y abrió el camino para una nueva alianza entre la Oligarquía y el Ejército en torno al General Manuel Odría.
Pero Odria, el oficial más brillante de su generación, no era un oligarca y ello vino a representar a la larga un serio problema para la Oligarquía, porque este mandatario tenía una verdadera conciencia de Estado y por eso su gobierno ha sido en nuestra historia la expresión de un auténtico proyecto nacional. El sociólogo francés Henry Favre (n. 1908) dijo certeramente en 1969 que: “…Si bien Odria nunca fue tan lejos como Peron o Rojas Pinilla, es innegable que hubo en el odriismo gérmenes de peronismo, cuyo desarrollo la oligarquía solo podía temer”
Debido a esto, muchos sindicatos se reunieron en la ANTO (Agrupación Nacional de Trabajadores Odriistas), mientras que inmensos sectores populares que eran afectos al General y a su querida esposa Doña María Delgado de Odría. Asimismo, es importante recordar que, en 1961, Napoleón Tello, el secretario general del odriísmo (UNO) definió su ideario como un “Socialismo de Derecha” y en las elecciones 1962 este partido ganó en todas las zonas marginales de Lima.
La Oligarquía temía un binomio Pueblo-Ejercito; por eso desde 1954 ya conspiraba abiertamente contra Odría, a quien no le tembló la mano para detener al más poderoso de sus personeros: Pedro Beltrán. Por eso la balanza tenía que inclinarse nuevamente. Los oligarcas necesitaban una alianza con el APRA -al que Odría estaba persiguiendo- y entonces correspondió a Manuel Prado Ugarteche, ser el encargado de cogobernar con el aprismo en una “Convivencia” que duró hasta 1962.
En ese mismo año, la reconciliación entre dos ancianos sabios, como Haya de la Torre y Odria -antiguos enemigos que se supieron perdonar para poner al país antes que a sus odios-, descolocó a la Oligarquía que no pudo continuar su primacía tras la política del antagonismo y la confrontación. Cuando en 1968 trato de reproducir sus fórmulas de alianza con el Ejército esta resulto fatal pues el Perú había cambiado y ella no se había dado cuenta.
Finalmente, cabe preguntarse por la razón del fracaso final de esa Oligarquía modernizadora. Aquí debemos observar que, a lo largo de los años que van de 1933 a 1968, se pueden distinguir dos etapas diferentes en el Régimen Oligárquico: la inicial de 1933 a 1948 y una final de 1948 a 1968.
Esta distinción está dada por la interpretación que tiene la Oligarquía de su rol director del Estado. En la primera etapa se aprecia claramente el proyecto de una “Derecha Ilustrada” que se veía representada por José de la Riva Agüero y Osma, autor de Paisajes Peruanos. Era una derecha que en 1936 podía presentar a Manuel Vicente Villaran como candidato a la presidencia con una coalición de tres partidos (Acción Patriótica, Nacionalista y Nacional Agrario) y cuya visión era la de un patriotismo económico que, como declaraba un joven Pedro Beltrán:
“Apoya una política de protección arancelaria o fiscal, de preferencia a todas aquellas industrias manufactureras que utilicen material primario existente en el país o sean indispensables para la alimentación o defensa nacionales” (28-VII-1934).
Mas la segunda etapa que representa el proyecto es el de una “Derecha Económica” que solo interpreta su rol como el de un agente productivo y no como un grupo dirigente. El 17 octubre de 1957 un viejo Pedro Beltrán, escribía en una columna de La Prensa: “...el proteccionismo significa la creación de una industria parasitaria que solo puede subsistir gracias al subsidio...a través de tarifas arancelarias.” Era una derecha que ya no escribía libros puesto que se conformaba con redactar artículos periodísticos.
Durante aquella etapa final la Oligarquía perdió su afecto por la erudición y se impuso la lucha por los intereses. Fue así como los diarios La Prensa y El Comercio se convirtieron en los canales de expresión de las aspiraciones de los agro-exportadores y los empresariado, respectivamente: Paradójicamente, los directores de cada periódico, Don Pedro y Don Luis, personificaron tendencias políticas contrapuestas en el seno de la Oligarquía. El primero la liberal manchesteriano y el segundo el nacionalismo conservador.
Pero en 1968 las costumbres y lecturas de la Oligarquía señorial del Club Nacional, que se había fraguado en la austeridad de la posguerra, dio paso a la frivolidad iletrada de tanto señorito que se reunían solo para divertirse en fiestas como las del Club Waikiki de aquellos años maravillosos. Para entonces los jóvenes herederos de los imperios oligárquicos ya habían abandonado sus deberes para con el ejército, la iglesia y la universidad, con lo que terminaron perdiendo definitivamente toda legitimidad social para seguir gobernando el Perú.
*Publicado en La Razón. Lima, 16 de junio de 2005.