MapamundiDomingo, 3 de septiembre de 2023
Metáforas de la niña mala (Capítulo 2)

Unique Louise – Hecho una Noche

Ya estoy por terminar el segundo capítulo de Travesuras de la Niña Mala llamado “El Guerrillero”. Un episodio en la vida de Ricardo Somocurcio donde abandona las calles de Miraflores, que me son familiares, para vivir una aventura parisina. Una aventura que ya uno podía vaticinar desde el comienzo del libro, conociendo un poco la francofilia del autor. Supongo que un libro parecido a “Travesuras de la Niña Mala” debe haber despertado, en su momento, el deseo de viajar y vivir en París a Vargas Llosa.

El autor retrata París como una ciudad de oportunidades. La ciudad está llena de amor, de arte, de política, de ciencia. Es un mundo distinto al que deja el personaje en el episodio primero. Es la aventura que soñaba y, seguramente, también, el libro del autor ha venido provocando que una nueva generación de aspirantes a nobeles peruanos y latinoamericanos viajen a la ciudad de la luz, a perderse y encontrarse, al mismo tiempo.

Luego de hallar y enamorarme con esa metáfora en el capítulo 1, esa que llamaba miliunonechescos a los pasteles de la “Tiendecita Blanca”, el histórico café miraflorino, empecé a buscar, en “El Guerrillero” una segunda metáfora de semejante impronta en mi día y creo que la encontré. “La muerte de la tía Alberta me dejó HECHO UNA NOCHE unos días”. ¡Qué bonito! “Hecho una noche”. Además, juega con el pasar del tiempo calendario. Está triste, melancólico, taciturno, esa emoción que se agudiza sobremanera con la ida del sol. “París y tristeza”, pensé. ¿Se han cruzado esas palabras o emociones en mi vida, alguna vez? Sí.

He estado en París en dos ocasiones. Ambas muy joven para disfrutar la ciudad. La primera vez tenía 10 años. No recuerdo tanto del viaje. Sé que fue en el 98 porque transcurría durante nuestro viaje en familia el mundial que terminó ganando Francia por primera vez. Era julio y hacía calor. Fuimos al Louvre, a la torre de Eiffel y al Arco de Triunfo, pero para mí lo mejor fue Eurodisney. Nuevamente, era muy chico.

La segunda vez tenía 19. Fue en febrero de 2008. Me fui a Londres a estudiar inglés y un fin de semana viajé a París. Fui por el tren bala que va por debajo del agua. Parecía sacado de una novela de ciencia ficción. Fui solo. Fui solo porque me gusta viajar solo. No dependo de nadie. Nadie depende de mí. En ese sentido puedo ser bastante antisocial o independiente, dependiendo el ánimo de interpretación. Pero también era muy joven. Esta vez sí disfruté más del Louvre. Mi mamá ya no tenía que usar a las tortuninjas para que muestre interés en los artistas italianos del Renacimiento. ¿No sabías por qué Leonardo, Rafael, Donatello y Miguel Ángel llevaban esos nombres? Ahora sabes. Esta vez disfruté más de lo que el gran museo tenía para ofrecer porque a mis 19 años ya tenía un mayor interés por la cultura.

Digo que fui muy joven, no solo porque aún me considero joven y esto fue hace más de 15 años, sino porque no tengo una sola foto mía en París. El concepto del selfie no existía. Los celulares no tenían cámara, tenían snake. Y, además, fui solo. No había smartphones, no había google maps, no había whatsapp ni Tinder. Una vida más sencilla donde el individuo dependía más de sí. No me atrevía a alejarme tanto del hotel por miedo a perderme. Ya me habían advertido de los pocos amigos que aparentaban tener los franceses en su semblante, así que no quería tener que interactuar con ellos.

Por eso acudí a la comida rápida en mi fin de semana. La obesidad es un idioma internacional. La primera noche estaba muerto de hambre. Famélico. No sabía dónde buscar comida. Era tarde y para los parisinos yo era mudo y sordo. Haciendo uso de mi mapa de papel, me atreví a alejarme solo unas calles hasta que llegué a una larga avenida, donde a lo lejos pude ver una gran M amarilla. Un oasis de comida chatarra se avizoraba a lo lejos. Caminé confiado de no perderme porque la avenida era larga y solo tenía que volver en línea recta. Ya podía imaginarme las papas fritas, calentitas y saladitas. ¡Qué hambre! “No me importa que te cobren por mayonesa en Europa, voy a comprar 3 sachets”, pensé. La M se fue acercando y mi boca salivando, pero había algo extraño. No era la tipografía típica de la hamburguesería internacional. “Estos franceses”, me dije a mí mismo. “Siempre quieren ser diferentes”. No le di importancia y seguí. Para mi pesar, había sido un espejismo y no un oasis, ya que la M no era de McDonalds sino de Metro, aunque pudo haber sido, también, de Mefistófeles el embaucador, como la broma de una película de Johnny Depp. Rendido tuve que regresar al hotel a comer galletas de soda y agua que había llevado en caso de emergencia, para dormir soñando con el desayuno del hotel del día siguiente.

Si bien me causa algo de tristeza no haber podido disfrutar una de las ciudades más interesantes del mundo con mayor ahínco, esa no es la tristeza a la que me refiero con la metáfora en cuestión. El no tan agradable recuerdo no me tiene “hecho una noche”. La emoción, por supuesto, como suele suceder, fue provocada por una chica.

En esos 3 meses que estuve en Inglaterra asistí a un instituto de idiomas llamado Embassy CES en Greenwich, Londres. Un amigo mío había estado en el mismo lugar el año anterior y me lo recomendó. Todos los de mi grupo de amigos en Lima se habían ido a EE. UU. por el programa work and travel a esquiar y trabajar, y yo opté por esto. A veces me arrepiento de no seguirlos y a veces no

Lo primero que aprendí es que la localidad donde me encontraba no se pronuncia Green-wich, como se nos enseña en clases de geografía para referirse al meridiano, primo distanciado del Ecuador. Sino que se pronuncia Gre-Nich. El inglés es, presuntamente, una lengua sencilla, pero a veces puede ser muy caprichoso para respetar sus propias reglas gramaticales y de pronunciación.

Llegué un domingo por la noche, de frente a dormir. Mi dormitorio contaba con una cama y baño, closet y escritorio. Era como los dormitorios que se pueden ver en las películas gringas, pero más chiquito. El baño era muy pequeño para una persona adulta habían colocado algunos indicadores. El habitual “no tirar papeles al wáter” y había otro más curioso: “no abrir la puerta mientras usa la ducha”. No le di importancia y me fui a dormir. Algunas horas después, una alarma de incendios me despertó. Era una sirena apocalíptica que inmediatamente me llenó de miedo y confusión. Me puse una casaca para contrariar al frío londinense de enero, zapatillas y salí a las afueras del edificio. Como yo, había varios jóvenes asustados y confundidos, muchos sin o con medio calzado y sin la indumentaria que la emergencia no les había permitido llevar; pero había otros más relajados que incluso se tomaron el tiempo para salir con más comodidad y las prendas adecuadas. Estaban bromeando entre ellos y hasta cigarros se habían dado el lujo de bajar. Amablemente se acercaron a quienes reflejábamos confusión en la cara y nos explicaron. La alarma de incendios colocada en cada cuarto se prende con el vapor que sale del baño después de la ducha. Eso explicaba el cartel. Y eso explicaba por qué, casi todos los sábados o domingos siguientes, sucedió lo mismo. Eran los nuevos estudiantes que, recién llegados, pasaban por la ducha antes de pasar por la inducción de los lunes, muchos de ellos tal vez sin entender el mensaje de la ducha por falta de comprensión. Semanas después, los chicos confiados con los cigarros ya se habían ido a sus países, a volver a sus vidas y habían sido reemplazados por nosotros, los antiguos nuevos, para trasmitir el mensaje a los recién llegados. Formando un círculo permanente de aprendizaje.

Me acuerdo con tanto detalle esa primera noche, porque esa fue la primera vez que la vi. Una chica rubia, de cara bonita. Debía ser de mi edad, tal vez un poco menor. No la escuché hablar. También estaba confundida. Muerta de frío, como muchos que salieron apresurados. Solo la vi unos minutos, pero se quedó en mi mente toda la noche.

Al día siguiente, en la inducción, como ocurre cuando pones a muchos latinos juntos, todos los sudamericanos, inmediatamente, hicimos un grupo. Argentinos, colombianos, chilenos, mexicanos y este peruano estábamos juntos en las clases, en el almuerzo y después, también, para explorar juntos la ciudad. Yo era el único peruano y el tercero en haber estado ahí. El segundo había sido mi amigo Harold y el primero, sabe Dios. Los brasileros eran su propio grupo, pero eran aliados. Brasil es casi el 50% de todo Sudamérica así que no era sorpresa que pudieran formar una comitiva por sí solos. Igual, Iberoamérica se juntaba los fines de semana y hacíamos uso del inglés que, presuntamente, habíamos ido a aprender.

Digo que eran nuestros aliados porque teníamos unos rivales. Los árabes y los rusos estaban unidos y nos odiaban y viceversa. No era un odio visceral, era un desprecio infantil, de esos que unen a grupos para forjar identidad, ¿Cómo comenzó esta disputa? No lo sé. Cuando llegué ya existía esa riña. Tal vez era otro círculo constante, como el de las duchas y alarmas, donde los nuevos debían elegir bando, según su nacionalidad y odiar a la banda opuesta. Incluso tenían un líder que era el estereotipo del bully de películas gringas. Nosotros éramos los buenos, definitivamente, aunque seguro ellos pensaban lo mismo. El líder era un iraní que se identificaba como persa. “Estamos orgullosos de nuestra cultura pasada, pero no de la actual”, me dijo una vez. Tampoco era como West Side Story, con los Sharks y Jets. Compartíamos las mismas instalaciones y a veces hablábamos entre nosotros en las clases o fuera de ellas. La necesidad de pertenencia obliga a uno a asumir el comportamiento y conductas del grupo, por miedo a ser excluido. Y el odio siempre ha sido una herramienta unificadora.

Muchos de los rusos y persas no estaban ahí para aprender o mejorar inglés sino para prepararse para la universidad. El instituto también ofrecía una especie de IB. Tal vez por eso empezó la disputa, porque menospreciaban a los pobres latinos, a los sudacas que ni siquiera hablaban inglés. Aunque también había algunos disidentes. En nuestro grupo había un ruso y un ucraniano. Este último fue conocido por encontrar la manera de evitar las alarmas. El dispositivo se prendía con el vapor, pero también con el humo. Eso significaba que no se podía fumar en los cuartos y las habitaciones, sobre todo las más grandes, con 3 camas, eran los sitios de encuentro para empezar o terminar las fiestas. El hábil ucraniano decidió que estaba harto de tener que bajar afuera del edificio de dormitorios para fumarse un cigarro. Fumar en la ventana era peligroso porque podías ser visto. Una noche se hartó. Estábamos en el cuarto de 3 argentinos. Cogió una silla y la puso debajo del detector de humo. Se paró en ella y sacó algo de su bolsillo. Era un condón. Abrió el profiláctico y con suma destreza, logró expandirlo suficiente para cubrir la circunferencia plástica. Acto seguido se prendió un cigarro y exhaló el humo en dirección del enemigo robótico. Nada sucedió. Todos gritamos de alegría, levantando las latas de cerveza barata y prendimos un cigarro celebratorio. Timo era parte del grupo.

También había europeos de occidente, aunque en menor medida. Ella, la chica, era parte de ese pequeño grupo. La segunda vez que la vi fue el día en que comenzaban nuestras clases. Todos estábamos nerviosos. Era el primer día. Había que hacer una buena impresión para triunfar socialmente. Me quedé mirándola un rato hasta que me di cuenta de que ella también me miraba. Todos los alumnos conversaban entre sí. “¿De dónde eres?”, “¿cómo te llama?”, “¿cuántos años tienes?”, eran las preguntas que flotaban por el aire. No podía simplemente mirarla, tenía que acercarme. Así que abrí paso.

Tampoco fue una caminata de galán de comedia romántica, de esas que las miradas se cruzan de un extremo al otro de la pista de baile y el chico camina 10 metros que parecen 10 minutos sin quitarle la mirada. La chica estaba más o menos cerca. Dos pasos. La interacción tampoco fue sutil. James Bond habría estado avergonzado de mí, seguramente. Solo le pregunté de dónde era y cuál era su nombre. “Louise”, se llamaba.

Ese día nos dividieron en clases según nuestro nivel de inglés. A mí me pusieron el segundo grupo. Había gente que no sé qué diablos hacía ahí en el instituto porque hablaba perfecto y estaba en el primer grupo. Tal vez era la experiencia del viaje más que la clase misma lo que los había convencido. Ella no estaba en mi clase. Recuerdo que, muy afrancesada, no pronunciaba las haches en inglés. La palabra house, por ejemplo, la pronunciaba “aus”. Estaba en el mismo salón con las argentinas que le decían “shaims” al profesor James. Los gauchos son enemigos de las jotas y las y griegas en inglés.

Pero veía a Louise igual afuera de clase, en el comedor, donde servían la peor comida del mundo. de este universo y del multiverso. ¡Qué mal comen los ingleses! Pescado y papas fritas es su plato bandero. Eso dice mucho de una sociedad. Tenía que ponerle litros de aceite de oliva y toneladas de sal para darle algo de sabor.

La veía, también, en la biblioteca. Una biblioteca, por si no sabes es un espacio donde en el pasado las personas iban a sacar libros para leer. Pero también había computadoras. No todo el mundo tenía una laptop en ese entonces. No había internet. El término wifi no existía. Para conectarse con el mundo que habíamos dejado teníamos que entrar a las computadoras, de esas con monitor cuadrado y CPU gigante separado de la pantalla. Podíamos revisar nuestro e-mail, entrar a Messenger y a una plataforma nueva llamada Facebook. Ahí estaba ella. Siempre sonriendo y yo a ella.

Creo que fue el primer fin de semana, en que el colectivo del grupo nuevo se reunió fuera de las clases y alguien propuso ir a tomar algo. Qué hermosa es esa sensación cuando alguien propone ir a tomar cerveza y al unísono, el grupo entero responde con un sí, sin detractores que quieran aguar la fiesta. Me he emocionado solo recordando ese momento que ha sido repetido varias veces en mi vida. El destino elegido para ir fue un pub cercano llamado “The Hoy”. Tiempo después nos enteraríamos de que el pub en cuestión era en realidad una cantina de mala muerte un tanto peligrosa, pero en ese momento éramos un grupo de jóvenes yendo a tomar.

Recuerdo que me chocó que no permitían fumar adentro. En 2008, en Lima, yo fumaba hasta en la universidad. El cigarrillo era bienvenido en todos los establecimientos. Pero no en Europa, así me di cuenta. Salir a fumar tampoco era algo tan sencillo, porque pasadas las 8 de la noche el frío se agudizaba sobremanera. Pero tenía su gracia salir por un cigarrillo. Era una pausa de la bulla. Un momento de tranquilidad. Hay un verdadero placer en fumar un cigarro solo, acompañado del frío. Para mi sorpresa, esa primera noche no fui yo el único que así lo pensó. La gran capucha de su casaca casi no le dejaba ver la cara que se alumbraba ligeramente cuando le daba una pitada al cigarrillo. Pero era ella. Louise.

Me acuerdo de que fumaba unos cigarrillos largos, esos de canela. Muy elegante y femenina, se veía. Era rubia y de ojos claros. Alta, casi de mi tamaño. Su nariz no era perfecta y creo que lo sabía. Estoy tratando de recordar la naturaleza de nuestra conversación. ¿De qué se habla a los 18 años? “Ello, Perou”, me decía cuando me veía y era la única que pedía vino tinto en el pub de mala muerte que compartíamos los estudiantes con obreros de construcción que se ahogaban en pintas de cerveza barata después de su jornada laboral. Aparte del vino, para rematar el cliché parisino, su papá trabajaba en el restaurante Jules Verne de la Torre Eiffel. Creo que era el administrador o el chef. ¿O era el dueño? Me contaba también que era amiga de hijas de condes y marqueses. Era lo más cercano a realeza que había visto. Casi una princesa europea. Era elegantísima o al menos así lo pensaba yo. Regia en el sentido literal y figurado. Nunca supe su apellido y no había las redes de hoy para hacer un intercambio de usernames. Solo me acuerdo su mail que comenzaba con uniquelouise@noséquémás.com. No era Hotmail, ni Gmail ni Yahoo.

Como no estábamos en la misma clase, solo me la encontraba fumando, afuera del edificio del instituto. No me faltaban cigarros, pero sí palabras, así que fingía no tener lo primero para suplir lo segundo y acercarme a hablar. Fumábamos juntos sus cigarrillos largos y se me quedaba su sabor y olor acanelado que me duraba todo el día. Evidentemente nos gustábamos, pero mi torpeza se interponía en el desarrollo y en el desenlace, seguíamos en la introducción y el tiempo apremiaba porque a las pocas semanas ella o yo nos íbamos a regresar a nuestras casas.

Una noche, mis amigos argentinos propusieron ir a Ministry of Sound, una discoteca que ofrecía, aquella velada, una noche latina. “Hoy es”, pensé y se me subió la bilirrubina con la música que iba imaginando. Para mi desilusión, no fuimos solo los latinos lo que arribamos en la estación de Elephant & Castle. Nuestros rivales, los persas, también habían hecho una aparición. Éramos un grupo grande del instituto, pero la comitiva perdía tamaño entre el mar de concurrentes que hacía cola para entrar al ministerio. Nada raro en eso. El líder de su grupo no era un árabe agraciado. Todo lo contrario. Pero destilaba seguridad y confianza, y eso a las chicas las mataba. Se le acercaban a él y a su séquito que hacía una barrera impenetrable a su alrededor. Era una zona vip no reglamentaria. “Que se le tiren encima todas”, pensé. “Todas menos ella”. Louise era únicamente mía.

Lamentablemente las estrellas, aunque parecían alineadas, no penetraron el firmamento del ministerio. Ahí estaba Louise, radiante, en medio del tumulto de ingleses que pretendían bailar salsa como si fuera hip-hop. Tan cerca y a la vez tan lejos. Cruzamos miradas a nuestra cercana lejanía. Ella no iba a ir hacia mí, yo tenía que ir hacia ella. Pero no era el único que la había visto. Mi rival también estaba bajo el hechizo parisino e hizo su movida. Se acercó a ella antes que yo y le habló al oído. Acto seguido, un grupo selecto de personas se dirigieron a una escalera que los llevaba a una zona exclusiva, esta vez sí reglamentaria. Louise iba con ellos.

Furioso, salí de la discoteca para fumar un cigarro y recobrar la compostura que se me iba cayendo. Ya afuera, el humo de mi cigarro difuminaba mi visión mientras mi mente imaginaba las peores escenas de lo que podía estar ocurriendo dentro. El cielo egoísta iluminaba la ciudad. Una voz conocida llamó mi atención. Una de las argentinas de mi clase hizo su aparición. Estaba más alegre de lo normal. Evidentemente se había tomado algunos Shack Daniels. Yo estaba embriagado del peor de los venenos: el desamor. Palabras más, palabras menos, terminamos dándonos un beso, no digno de comedia romántica. No era el beso que quería esa noche.

Como no era la pasión lo que motivaba mis acciones, mis sentidos aún estaban a merceden de mis alrededores. Fue el olfato el primero que me avisó. Un conocido olor a canela había hecho su entrada como la obertura de una tragedia. Detuve mi beso para voltear a mirada y ahí estaba ella. Louise fumaba uno de sus inconfundibles cigarros junto con dos de sus amigas. Fingía no verme, pero podía sentir su mirada periférica decepcionada y, tal vez, triste. La argentina, no contenta con mi trabajo, le dio play a lo que pausa le había dado yo segundos atrás. Me aparté de sus garras, pero ya era muy tarde, se habían ido y se habían llevado consigo toda posibilidad. Unos minutos de diferencia habrían hecho la diferencia. Esa noche me fui a dormir con la certeza de que la paciencia no era una de mis virtudes.

Días después me la crucé de nuevo afuera de las clases, en la zona de fumadores, pero ya no era lo mismo. Me evitaba. Se iba cuando yo llegaba o no llegaba cuando yo ya estaba. Hasta sus amigas me miraban, pensando “eres un idiota” o “la fregaste”, en sus propios idiomas. A mí me quedaba solo una semana. A ella no podían quedarle tantas más. Nadie pasaba más de tres meses en el instituto.

Una tarde de la misma semana la vi afuera, caminando de las clases hasta su cuarto. Apresuré el paso para alcanzarla y cruzármela “de casualidad”. Cruzamos miradas y se detuvo. Después de los “holas” correspondientes quería decirle lo que sentía, quería pedirle disculpas, quería darle un beso. Pero solo atiné a pedirle un cigarro, seguro de que la confianza vendría con humo acanelado. Ella me miró con cierto desdén y metió su mano en la cartera. “Creo que solo me has hablado para que te dé cigarros”, me dijo. Luego, sacó una cajetilla abierta y me la entregó. “Toma. Para que no me pidas más”. Extendí la mano para recibir la cajetilla y nuestras manos se tocaron ligeramente. Se dio media vuelta y se fue hacia su cuarto. Yo no la seguí, pero debí ir tras ella, por el contrario, regresé a mi salón.

Me hice la idea durante esa última clase del día que iría tras ella. Era ahora o nunca. No tenía nada que perder. Le confesaría todo. Le suplicaría si es que fuera necesario. La gramática de la lección me estaba entrando por un oído y saliendo por el otro. El reloj, para mí, avanzaba en cuenta regresiva. “Nos vemos mañana”, dijo el profesor y salí disparado. Fui a buscarla a su clase y no estaba. “Seguro se quedó en su cuarto en el último periodo”, pensé. Así que fui decidido como nunca a su pabellón. Buscándola entre las personas que entraban y salían. Una cara conocida llamó mi atención. No era Louise, pero sí una de sus amigas. “Has visto a Louise”, le dije intempestivamente. “Ya se fue”, me dijo.

Se había ido del instituto. Se había ido de Inglaterra. Se había ido de mi vida. El mundo se me derrumbó. Se había ido Unique Louise ese día y yo estaba hecho una noche.

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