OpiniónLunes, 11 de septiembre de 2023
China: exportar para industrializar, por Bruno Schaaf
Bruno Schaaf
Analista político

Las exportaciones chinas vienen en caída desde hace cuatro meses –comparadas con el año pasado– y nada parece indicar un crecimiento importante en los próximos meses ni en los próximos años. Los esfuerzos de Occidente por reducir su exposición a China en la cadena de suministro y los problemas internos –como la demografía, la burbuja inmobiliaria y la deuda pública– nos empujan a pensar que los grandes días de la China exportadora están atrás.

Resulta casi nostálgico recordar los inicios de China en el comercio internacional. En menos de tres décadas, China pasó de exportar materias primas –al igual que Perú– a productos de alta tecnología. A mediados de los años ochenta, el 90% de las exportaciones chinas consistían en productos primarios o productos de bajo valor. En 1989, los productos chinos apenas destacaban entre las importaciones estadounidenses, a excepción de la seda y los fuegos artificiales.

Recién en la década de los noventa, China avanzó significativamente en la cadena de valor y se convirtió en un gran exportador de textiles y calzado. Debido a sus bajos costos fijos y su demanda de mano de obra intensiva, esta industria suele ser el primer paso para la industrialización de una economía, y China la llevó a un extremo. En 1994, China se convirtió en el mayor exportador mundial de prendas de vestir, sólo 16 años después de abrirse al mundo.

En cuanto a las exportaciones de productos de alta tecnología –como computadoras y equipos de telecomunicaciones– estas despegaron recién con la entrada de China a la OMC en 2001 y se apalancaron en la llegada de know-how e inversión del extranjero. En 2005, las empresas extranjeras –subsidiarias de multinacionales y joint-ventures– representaron más del 80% de las exportaciones de alta tecnología de China.

En resumen, la historia de cómo China se convirtió en la fábrica del mundo y sacó de la pobreza a 800 millones de personas en cuatro décadas es una historia que no solo hubiera sido imposible sin inversión extranjera y apertura comercial, sino tampoco sin paciencia y constancia, dos elementos fundamentales en la creación de riqueza. Lamentablemente, en América Latina, la desesperación por saltarse todas las fases de la cadena de valor y la negativa irracional a dar la bienvenida al capital extranjero –que no es más que inversión que el país no ha tenido que ahorrar– se mantienen siempre vigentes y condenan a nuestros países a la mediocridad absoluta. Las consecuencias las pagan los más pobres.

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