Star Wars y Jirafas - Pied-a-terre
Leyendo el tercer capítulo de Travesuras de la Niña Mala, me doy con la sorpresa de que el protagonista ha mudado la historia a Londres. De haberlo sabido, habría guardado mi relato desamoroso a orillas del Támesis en esta entrega. Que no se me vaya Ricardo Somocurcio de viaje a Tokio en el cuarto capítulo del libro porque no he estado en Japón. He notado también que Vargas Llosa no me ha regalado una metáfora con la cual continuar el modus operandi de esta humilde obra. Tendré que recurseármelas con lo que pueda.
Hay una frase que aparece con repetición. Vargas Llosa menciona un pied-a-terre tantas veces que parece que estuviera alardeando de su francés. Un pied-a-terre, como me indicó mi nuevo mejor amigo digital ChatGPT (a quien siempre saludo y agradezco por si algún día se rebelan las máquinas), es una pequeña segunda vivienda temporal. Un lugar donde uno puede sentirse a gusto y en casa por un determinado periodo de tiempo: Pie en la tierra, significa. Un espacio donde uno puede aterrizar, luego de haber estado a la deriva.
Durante mis casi 2 años viviendo en España, tuve algunos pied-a-terre. Tal vez no fueron como el de Juan Barreto, personaje del libro, pero aprendí de cada uno de ellos. Siempre supe que me quedaría solo un tiempo en España. “Entre uno a tres años”, pensaba. “De ahí voy a Lima a conseguir esposa”. Siempre imaginé mi futuro en mi ciudad natal.
Llegué a Madrid en octubre de 2016. Meses atrás había postulado a una Maestría en Periodismo y Comunicación Digital, más interesado en la segunda parte, sin saber que, años después, estaría ejerciendo la primera. El servicio de la universidad fue excelente durante el proceso de venta. Como un caballero que seduce a una dama, me escribían de parte de la universidad con frecuencia y atención. Me hicieron sentir importante y necesario para ellos. Me ofrecieron, además, una serie de facilidades y siempre estaban a una llamada de distancia. Hasta que hice el pago y el romance se terminó. Me sentí usado. Ya no contestaban las llamadas ni los correos. Se habían aprovechado de mí.
Estoy exagerando un poco. Siempre hay una diferencia abismal entre el servicio de venta y el de posventa. Meses más tarde aprendería que el servicio en general en España es lamentable. En todas partes. “España: donde el cliente nunca tiene la razón”, bromearía con amigos.
Madrid es una linda ciudad, sin lugar a dudas. Mi única queja es el calor infernal que hace cuando llega el verano y es ahí cuando uno aprecia haber vivido toda su vida en una ciudad frente al mar, como es el caso de Lima.
Yo no me meto al mar de la capital peruana durante todo el año e incluso en verano tampoco me zambullo en el mar de Grau con frecuencia. Pero noté, cuando estaba en Madrid, que el simple hecho de tener el mar cerca, de saber que está a unos pocos kilómetros de mi casa, me brindaban una sensación de libertad, que se ve más perjudicada con mayor fuerza en los meses de verano, que en el hemisferio norte son en julio y agosto.
El clima, en realidad, poco tiene que ver con la historia, pero cada vez que me preguntan por la temporada en la que viví en Madrid, menciono este descubrimiento geo-existencial con el que me topé en España. Además, la mención del tiempo ilustra de alguna manera el estilo con el que cuento las historias. Todo cuento debe ser rico en detalles para que el lector o el oyente puedan sentir con mayor vigor las emociones que uno está presto a relatar.
Volviendo al departamento que iba a alquilar. Sin conocimiento de causa y muy al atropello, alquilé una habitación en un “piso” (así les dicen a los departamentos allá) desde Lima. Allá se paga comisión cuando eres el arrendador y el arrendatario. ¡Qué pendejos! Era un piso de cinco habitaciones que compartiría con extraños. Impulsado por la emoción de la novedad acepté el trato. La ilusión acabaría pronto.
La primera noche que llegué a Madrid tuve que hospedarme en un hotel, porque recién estaría habilitado mi cuarto al día siguiente. Recuerdo que ese día comencé a redactar un diario con mis pensamientos. Aún conservo el archivo y, si bien no le he dedicado la atención que sugiere el nombre, he vuelto esporádicamente. Me es grato afirmar que muchas de las cosas que me propuse se han ido materializando. El hábito de la escritura es una sana receta para curar los dolores del alma.
El departamento tenía solo 4 habitaciones en uso. La quinta sería llenada más adelante. Aparte de mí, había una chipriota, una italiana y una española. La primera semana fue simpática. Nos tomamos unas cervezas en la casa, planeamos hacer viajes, conversábamos. Lo nuevo siempre llama la atención. Pero después de un mes, empecé a hartarme de ellas. Hacían mucha bulla. Conversaban todo el día y toda la noche. Teníamos horarios distintos. No podía descansar muy bien y me sentía incómodo, así que comencé a criticarlas en mi mente por tonterías para tener más razón de irme.
La italiana usaba muchas ollas al mismo tiempo. Tenía 2 hornillas permanentemente en uso. Una era para un té de hierbas que se tomaba todos los días y la otra nunca entendí. Las otras chicas no decían nada y yo tenía que hacer mi arroz en sartén.
La chipriota parecía sacada de un reality de televisión gringa. Uñas falsas y largas. Actitud de supermodelo con cuerpo de tamalera. Un día me preguntó qué era el latín. No entendí la pregunta, inicialmente. Al parecer, nunca había escuchado de la existencia del idioma latín. Mucho menos, por supuesto de los idiomas romances. Creo que pensaba que las personas nacían con el dominio de una lengua según su país de origen.
La española no tenía algo malo en realidad, pero usaba canguro. Yo usaba canguro hasta los 17 años y de ahí me di cuenta que solo podría volver a usarlo a partir de los 67. Dice mucho de la personalidad y de las habilidades sociales de una persona que usa canguro a los 26 años.
Quería irme y las peculiaridades de mis compañeras de piso terminaron siendo molestas. Además, el quinto cuarto fue ocupado por una pareja. Éramos 6 personas viviendo en una casa no tan grande y uno de ellos era un tanto antipático y antisocial. Yo era ese último. No culpo a los otros si se alegraron con mi partida.
La zona tampoco era de mi máximo agrado. Era muy cerca a la estación de 4 caminos, donde podía tomar el metro y llegar a mi universidad en solo dos estaciones, pasando por Nuevos Ministerios para llegar a República Argentina, en la línea gris, pero la zona era un poco adentrada al barrio de Tetuán. Mi casa daba a la parte trasera de un mercado, donde un grupo de inmigrantes de Europa del este se aparcaba todos los días, después de su jornada. Se emborrachaban escuchando música propia y terminaban meando toda la calle. No era la imagen más agradable ni para llegar ni para salir.
Luego de mes y medio me harté. Justo, en la universidad me habían hablado de una aplicación llamada Badi (asemejando el inglés buddy), la cual describían como “el tinder de convivencia”. Uno creaba un perfil con sus características como edad, sociabilidad, grado de interés en tomar, idiomas, país, etc. Luego uno iba mirando cuartos en departamentos de extraños. Al igual que en la app de citas, había un esfuerzo por ambas partes por mostrar lo mejor de sí. Si un dormitorio llama tu atención le dabas “swipe” a la derecha y había que esperar que el propietario te aceptara para, solo ahí, poder entablar una comunicación. En ese chat, luego, había una interacción amical donde ambas partes acordaban encontrarse para conocerse y ver el departamento. Tuve la suerte de que uno de los primeros departamentos que visité fue donde terminaría siendo mi siguiente pied-a-terre.
El piso tenía dos cuartos y yo tenía el de tamaño mediano. El grande era ocupado por la dueña de la casa, Celia, y el más pequeño, por su mejor amiga, Violeta. Tenía, además, una cocina con una sala y una terraza donde comíamos. Y solo un baño, por supuesto, porque en Europa no existe el concepto de un segundo baño.
Con Celia y Violeta sí compartí gratos momentos. Salíamos a comer, veíamos Game of Thrones los lunes (por el cambio horario), íbamos a “La Chocita Sueca” a tomar tragos. Me llevaron a la clínica cuando me rompí una costilla. Fueron buenas conmigo y espero haber sido bueno con ellas también.
Cuando vivía ahí, en la calle Fernando el Católico, cerca de las estaciones de Moncloa, Quevedo, Islas Filipinas y Argüelles, fue que conocí a Clara. Y lo hice a través de Tinder.
Tinder es una aplicación que se creó en 2011 en Estados Unidos, probablemente, y que tenía como fin simplificar las citas. En vez de tener que acercarte donde una chica en un bar, en la calle o donde sea para, después de un rato, pedirle el número e invitarla a salir en una oportunidad, uno puede saltarse ese paso y conocer a personas de tu ciudad para salir con ellas. Y los mismo en caso inverso, las mujeres no tienen que esperar a que vengan a hablarles. Tinder democratiza los sexos. Puedes, incluso, detallar cuáles son tus características de personalidad, tu lugar de estudios, tu trabajo, tu signo (para aquellos que creen que la posición de las constelaciones en el movimiento aparente del sol sobre la tierra tiene un efecto en la vida de las personas) y, por supuesto, las fotos. Hay que saber qué fotos poner.
Según expertos, lo que más cautiva a las mujeres son las fotos en viajes, con amigos y con familia. Y la descripción también tiene que tener un gancho. Es como el pick-up line. En el caso inverso, los hombres somos más visuales y muchas veces ni nos tomamos la molestia para ver la descripción de la chica, hasta después de haber hecho un match. La digitalización no nos ha quitado lo primitivo.
Si bien la app se describe como una aplicación para citas, todo el mundo sabe que, el mayor uso es sexo casual. No dudo que muchas personas sí utilicen la plataforma para conocer personas interesantes de la localidad (sobre todo cuando uno es nuevo en una ciudad y no tiene los amigos del colegio, del barrio, de la universidad, del trabajo, para que te presenten gente) y hasta terminan casándose, pero creo que no es exagerado afirmar que la gran mayoría de personas la usa para compartir momentos de índole pasional. Es como gatored que sigue fingiendo que su producto es solo y exclusivamente para deportistas cuando una porción bastante grande de consumidores son gente con resaca, necesitados de electrolitos para sobrellevar el malestar causado por las decisiones del día anterior. Todos se hacen los locos con las razones de la aplicación. Apenas llegué a Madrid me bajé Tinder y Clara fue mi primer match.
Su descripción decía “Star Wars y Jirafas”. Me acuerdo a la perfección porque yo domino bastante uno de esos temas. A cuál me refiero, de saber difícil no es. A pesar de ser gran fan de Star Wars, jamás he utilizado mi vasto conocimiento de galaxias muy, muy lejanas para tratar de conquistar a una chica. Principalmente porque vivo en el mundo real y sé que los jedis no son sexy. Que se hayan puesto de moda porque Big Bang Theory y Glee hicieron que ser nerd fuera cool, no quita el hecho de que, en la práctica, la fuerza no sirve para enamorar. Sin embargo, esta vez fue diferente.
Quedé con Clara en encontrarnos en un bar a tomar unos tragos en Platea. O mejor dicho “quedé” con Clara. En España decir “quedar” ya es suficiente. Era un restobar, en términos limeños. Un espacio gigante con dos pisos y mesas altas por todos lados. Me daba la sensación de estar en un aeropuerto, no solo por los amplios espacios, variopintas personas y olores, sino también por el similar servicio al cliente. El establecimiento quedaba cerca de la estación de Colón, y al igual que él, descubriría esa noche, en mi empresa, algo lo que no esperaba.
No me incomodo con facilidad y siempre tengo algo para hablar, pero aun así debo confesar que un poco de nervios tenía. Nunca había salido con una chica española y, a pesar de compartir muchísimo con la cultura ibérica, las diferencias suelen mostrarse con simpleza.
Ya estando sentados en una de las tantas mesas altas, pedimos unos tragos. No pedimos comida. Siempre prefiero ir comido porque no quiero que el estómago me juegue una mala pasada. Hombre precavido vale por dos. Creo que lo que pedí fue ron y luego una cerveza, de ahí otro ron y una cerveza. Parece que estoy compartiendo un truco de Nintendo. Ron, cerveza, ron, cerveza, arriba, abajo, R, start y tienes toda la plata. No conseguí la plata, pero sí a la chica, así que tal vez sí funciona el truquito.
Desde que llegó Clara me encantó. Era rubia y simpatiquísima. Ser rubia no es una cualidad, pero era rubia real, no rubia pintada. Siempre he tenido cierto rechazo con las mujeres que se pintan el pelo de un color que no les corresponde. Si fuiste rubia de niña, OK, te la acepto, pero si jamás tuviste un mechón digno de Ricitos, no me gusta. Por eso me gustó que fuera rubia real, porque lo vi como un acto de honestidad. Y sé que era rubia porque sus cejas también eran rubias.
No solo hablamos de Star Wars y de animales y de otras películas, sino que le hice mil preguntas acerca de España y la cultura española y las diferentes palabras que había estado escuchando que me causaban mucha gracia y muchas veces no entendía. Como las diferencias entre liar y ligar o entre mazo y mogollón. Y mi favorita de las palabras españolas: flipar. “Flipas, tío. ¡Flipas!”.
Liar, como me instruyó mi dorada interlocutora, es el equivalente a “hacer” en jerga limeña. Puede ir desde primera base hasta home run. Ligar es gilear. Mazo y mogollón es lo mismo. Significa un montón. Pero mazo solo lo dicen los madrileños, como Clara. Clara era “gata” porque era de Madrid y de padres madrileños. Flipar imagino que viene de flip. Cuando algo te deja tan perplejo que hace que te caigas boca arriba. Que te voltees.
Después de dos horas de una gran conversación sin silencios incómodos, que son el enemigo número uno de las primeras citas, Clara me sugirió ir a otro lado. Así que salimos de este local y fuimos a un casino que estaba en frente. Bueno, no precisamente en frente. Delante del bar había una gran plaza y en una de las esquinas había un casino.
Para mi sorpresa, en los casinos españoles hay que pagar para tomar. Acá en Perú sabemos cómo atraer a los clientes y es con comida y trago barato, pero gratis que te hagan pensar que, si bien estás perdiendo plata, estás comiendo y tomando y pasándola bien, así que la noche no es del todo mala y te puedes quedar más tiempo o volver al día siguiente a comer sanguchitos de pan y whiskey de agua y seguir perdiendo plata.
Para alegría mía, no nos dejaron entrar porque no contaba con mi pasaporte a la mano y el DNI peruano es igual de útil en España que una tarjeta Bonus. Así que Clara sugirió ir a otro lugar. El tercer lugar de la noche. Pero no sería el último.
En otro de los costados de la plaza había un pub irlandés llamado James Joyce. Clara me había contado que había trabajado brevemente en Irlanda. De los dos, ella era la más celta, así que le tomé la palabra cuando recomendó el susodicho lugar. Nos sentamos en la barra que no estaba muy concurrida y casi me pido una cerveza Guinness, pero de ahí me acordé que no me gusta el sabor a tierra con café y me pedí otra cosa. Me acuerdo que después del primer trago salimos a fumar. Cuando tomo me gusta fumar. Por lo general si el espacio o la compañía no lo permiten, puedo aguantarme las ganas sin problema, pero después de algunos tragos y con la confianza ganada, necesitaba un cigarro a gritos.
Mientras estábamos afuera, aproveché para hacer LA pregunta que uno tiene que hacer para conocer las intenciones de la otra persona en una circunstancia de este tipo. En mi experiencia pasada, las mujeres suelen ser más discretas con sus deseos o intenciones con el fin de mantener esa apariencia enigmática cual esfinge. Pero este no fue el caso. “¿Qué es tinder para ti?”, le pregunté. Clara se tomó un segundo antes de darme la mejor respuesta posible. “Tinder es para follar”, me dijo sin despeinar sus cabellos dorados. No esperaba una respuesta tan honesta y directa de una mujer. Me encantó. Estaba aún muy limeñizado “¿O sea que ya debería haberte dado un beso?”, agregué mientras me acercaba poco a poco hacia ella, intercalando la mirada entre sus ojos y sus labios. “Pues sí”, respondió sin dejar de mirarme a los ojos. “Viva España, viva el Rey, viva el orden y la ley”, pensé. Nos dimos entonces nuestro primer beso. Muertos de frío, pero abrigados por el alcohol y por el calor que empezaba a emanar de la parte inferior de nuestros cuerpos. “Vamos a mi casa”, le dije en modo afirmativo. “Vamos”, agregó Clara.
Mientras caminábamos juntos a la estación del metro, se dibujaba en mi cara una sonrisa inevitable. La mejor de las sonrisas. La que ocurre como consecuencia de la certeza. La certeza de que la noche va a acabar bien. “Amo esta ciudad, la puta madre”, pensé.
Y así comenzó mi relación con Clara. Una relación de “follamigos”, como se dice allá. Amigos con beneficios o fuck buddies como se conoce abajo y arriba en nuestro continente, respectivamente.
Clara venía a mi casa antes o después de sus clases, dependiendo la disponibilidad del otro. Venía y a los 20 minutos ya se estaba yendo por la misma puerta por donde había entrado. Era absoluta pasión, pero con la mejor de las confianzas. Había una sincronía genial que nos permitía disfrutar de nuestra compañía en cantidades semejantes.
Ninguno dejó de hacer su vida por el otro. Llegaba el fin de semana y cada quien seguía con su vida. Era como si mencionar el sábado fuera un mal augurio. Podían pasar días sin que hubiera una comunicación, pero el tiempo vacío no borraba el afecto ineludible que estábamos construyendo.
No solo nos veíamos de manera horizontal, debo aclarar. A veces se quedaba en mi casa e íbamos a tomar desayuno al bar de abajo. También, como buenos fans de las películas de ciencia ficción y fantasía, fuimos al cine varias veces. Me encantaba de ella que también tenía una predilección por las películas subtituladas o VOCE como le llaman allá, ya que en España es común verlas dobladas y eso es algo que no paso. Prefiero no ver una película a verla doblada. Seguro ahorita estás pensando “pero Shrek sí es mejor en castellano, porque el burro es muy gracioso”. En inglés es Eddie Murphy y los chistes están hechos en inglés. Subtitulada es mejor. Punto. ¿Dónde estaba? Ah sí, Clara.
Esta relación, o fragmento de una, duró varios meses. Tal vez siete o seis. Y en este tiempo ninguno cometió el error de hacer una pregunta muy común que es: “¿Qué somos? ¿Qué es esto? ¿Hacia dónde vamos?”. Una serie de preguntas que suelen poner un inicio o un final a las relaciones serias o las que pretenden serlo. Los dos estábamos disfrutando de nuestras vidas y nos teníamos el uno al otro para determinados momentos. O al menos así pensé.
Hay una frase en la lengua inglesa cuyo significado y belleza fonética se pierde muchísimo en la traducción. Así que voy a decir esto en inglés. Little did I know que el error fue no hacer la serie de preguntas, porque meses después, cuando deambularon por mi cabeza ya era muy tarde. Por orgullo o por vergüenza se pierden las mejores oportunidades. Creo que en este caso fue por comodidad.
Un año después de vivir en Madrid, me mudé a Barcelona. Conseguí un trabajo como gerente comercial en una empresa de Wellness, pero eso no es relevante para la historia. Tal vez la dejo para otro capítulo. No le avisé a Clara. Solo me fui.
Me fui de Madrid harto del calor infernal que hace en verano. Mi cuarto no tenía ni ventilador ni aire acondicionado y literalmente dormía en mi propia mugre. Me despertaba empapado en mi propio sudor. Por eso fue que la toma de decisión de irme a Barcelona no fue muy larga. El verano en Madrid no había acabado y ya me quería ir. Además, el cambio de aire siempre es positivo y me permitiría conocer otra perspectiva de España (aunque los catalanes no se consideren parte de).
Nunca me metí al mar de Barcelona, pero su mera presencia me daba una sensación de calma y de frescura. Además, llegué cuando acababa el verano y el mal recuerdo del calor se fue con la estación. Ahora que he dicho “mar de Barcelona” se me ha venido a la mente la melodía de las Olimpiadas de 1992. “Cody, la mascota más genial, vive junto al mar en Barcelona”.
Primero viví con amigos de Lima que me hospedaron y luego conseguí un espacio compartido con una chica que todavía me debe plata, la maldita. Conseguí ese cuarto también en Badi. Creo que mi “compi de piso”, como dicen ahí, era de Andalucía. Muy guapa. Pero era evidente que no era de confiar. Creo que no pude ver su maldad porque estaba diluida con su atractivo físico.
Estando en Barcelona, en mi apartamento compartido en El Gótico, cerca de la estación de Jaume Primer, continué hablando con Clara. No con tanta frecuencia, pero la amistad continuaba. Fue ahí, en mi cuarto sin ventanas en un piso con una andaluza que me robó 600 euros, que noté que Clara me hacía falta. Nunca supe identificar si la extrañaba a ella o a la compañía. Es difícil en esas circunstancias saber qué es lo que se está sintiendo cuando todo tu foco está en satisfacer una necesidad fisiológica y emocional. Pero una vez que alteras las dimensiones del tiempo y del espacio es que puedes evaluar mejor tus sentimientos. El tiempo pasó y el espació se agrandó entre los dos.
Fue entonces que, conversando con ella, le dije la verdad. Con algo de nervios, pero sin la presión de la presencialidad le dije que creía haberme enamorado un poco de ella cuando estaba en Madrid y que lamentaba no haber hecho nada al respecto. Realmente no es la primera vez que le digo algo así a una chica, pero creo que pocas veces sí lo he dicho con honestidad. Para mi sorpresa y mi ego, ella me brindó una confesión semejante y me indicó que nunca hizo o me dijo nada porque pensaba que era un “vividor”. Me acuerdo que utilizó esa palabra porque vividor para nosotros tiene un significado peyorativo que quiere decir mantenido y recuerdo la confusión que causó en mí esa explicación, en ese momento. Pero ella se refería a un vividor de la vida. Un hedonista que no busca más que el placer de la vida misma que tiene delante.
Creo que su descripción no estaba tan lejos de la verdad. Nunca tuve intenciones de vivir en Europa más de un par de años, pero no por eso debía suprimir mis deseos o impedirme estar enamorado. Si tomas todas tus decisiones emocionales de manera racional, vas a privarte de mucha dicha. Igual, ya era muy tarde. Yo estaba en Barcelona y ella vivía en Madrid, feliz.
Pero entre una ciudad y la otra no hay mucha distancia. Hice el recorrido en bus y en carro varias veces y eran 8 horas en el transporte colectivo y 6 con la aplicación Bla Bla Car, que es como el tinder para hacer car pooling, donde, dicho sea de paso, conocí a gente increíble con quienes pude tener conversaciones que iban desde historia geopolítica ibérica hasta la posible existencia de extraterrestres en nuestro planeta. Solo decir la palabra extraterrestres me causa un poco de angustia, más aún porque ahorita es de noche y en un rato tengo que bajar a cerrar mi casa, así que a bloquear esos pensamientos que me recuerdan a la película Señales y seguir con mi historia.
En una oportunidad, fui a Madrid, luego de algunos meses en la capital de Catalunya, para ver un partido de Perú. Por supuesto que en Barcelona también hay televisión, pero los partidos importantes de la selección se deben ver en grupo, con otros peruanos, con patas. Me quedé en la casa de un amigo de Lima todo el fin de semana y, antes de llegar a la ciudad, le escribí a Clara que llegaba y que quería verla.
Por supuesto que en mi mente pasaban todos esos ratos que pasamos juntos. Quería que se repitiera la historia, aunque fuera por solo un fin de semana, tan solo por una noche o siquiera una tarde.
Llegué el viernes cuando ya oscurecía. Era invierno, o sea anochece a eso de las 6. Si hubiera sido verano, habría sido a las 11 de la noche. Llegué, directamente, para ver el partido, así que quedé con ella para vernos el sábado como para tomarnos un café a medio día. Yo quería ir al sitio de siempre, el lugar de desayunos que quedaba abajo de mi antigua casa, como para hacer más especial la ocasión, para que todo fuera como antes, como si nunca me hubiera ido. Pero estaba un poco lejos para ella así que optamos por otro lugar de semejantes características, con mesas y sillas dispares y donde no logras distinguir quién trabaja y quién come ahí.
Me desperté algo cansado, ya que, en la noche anterior, Perú había ganado contra Nueva Zelanda y por el cambio horario me había ido bastante tarde a dormir. Creo que el partido acabó a las 5 de la mañana. Me duché con agua fría para que se borrara la noche de mi cara. Elegí mi ropa con cuidado y salí bañado, peinado y emperifollado. También salí con una caja de profilácticos en el bolsillo porque me sentía ganador, como Perú.
Luego de unas cuantas paradas de metro, salí en busca del restaurante. El sistema de transporte en Europa no deja de asombrarme y da hasta pena porque uno sabe que jamás podrá tener algo así en Lima. La primera semana que llegué a Madrid, me subía al metro por placer, como si fuera una atracción en Disney.
Afuera del restaurante me esperaba ella. Sonriente como siempre. Rubia como siempre. Clara como siempre. No pude evitar arquear mi sonrisa cuando la vi. Había pasado un buen tiempo. Cuando me fui de Madrid, meses atrás, no la había visto hacía semanas. O meses. No recuerdo. Han pasado más de 5 años, aunque a veces parece que fue ayer.
La cita comenzó como esperaba. Con cierta incomodidad. Como si fuera, otra vez, la primera cita. Éramos unos extraños conocidos. Además, sentía que mi cara aún tenía los remanentes de la victoria peruana en la víspera. Mejores momentos de confianza he tenido antes y después. Le conté de mi tiempo en Barcelona. Ella replicaba con sus historias de la universidad. Conversaciones mundanas para vidas que ahora parecían, también mundanas.
Al final, cuando nos despedimos nos abrazamos. No sentí un rechazo para tratar de darle un beso, pero tampoco una invitación. Fue un abrazo con la llama apagada de un afecto que existió y seguramente quedará en el recuerdo, pero cuyo tiempo había pasado. No hubo dolor ni gloria en esa despedida. Fue el punto final que necesitábamos.
Ella se fue por un lado y yo por el otro. Fue la última vez que vi a Clara, pero no la última vez que pensé en ella. Mientras caminaba a la casa de mi amigo en el barrio de Salamanca, me di cuenta de que nuestra relación siempre estuvo destinada a terminar. Nunca tuvo la intensión de ser permanente. Yo fui su pied-a-terre y ella el mío.