El jueves 14 de septiembre, el Congreso aprobó el proyecto de ley para evitar el desdoblamiento del lenguaje para referirse a hombres y mujeres en los textos escolares. Este proyecto de ley fue aprobado por una mayoría de 78 votos a favor. La ley eliminada se basaba en la inserción del lenguaje inclusivo en las escuelas y en los procesos internos del gobierno. Claramente, el sector progresista salió a reclamar, diciendo mentiras como que el legislativo está imponiendo o regulando el lenguaje, cuando en realidad se trata de todo lo contrario. Con este rechazo a esta neo lengua, lo que se hace es precisamente que el Estado no se meta en decirnos cómo hablar. No es una regulación, como dice Sigrid Bazán, sino, por el contrario, una pausa a la posible regulación del lenguaje por parte de la izquierda.
Si bien nos puede parecer una simple ridiculez el tema del lenguaje inclusivo y verlo únicamente como un acontecimiento idiota de la juventud, algo pasajero que simplemente será una moda momentánea de nuestros tiempos plagados de banalidades e hipersensibilidad, hay que ratificar que se trata de una agenda política que abarca mucho más que solo la distorsión del lenguaje.
En el caso puntual del lenguaje, habría que hacer primero dos aclaraciones importantes respecto a este. En primer lugar, el lenguaje busca economizarse a sí mismo; es decir, cuanta menos energía utilicemos para transmitir una idea al otro, mejor. Por eso tiende a evitar la redundancia y a categorizar conceptos. En segundo lugar, es importante recalcar su carácter espontáneo y libre. En otras palabras, en cuanto al último punto, el lenguaje se va creando con el tiempo, no por dictámenes desde arriba, arbitrariedades burocráticas o académicas, sino por la misma interacción social que genera en una comunidad.
El lenguaje inclusivo viola abiertamente estas dos características imprescindibles. Por un lado, dificulta innecesariamente la comunicación al añadir situaciones adicionales donde se debe corregir la norma lingüística actual y, por otro, introduce más palabras durante una conversación. Además, interfiere de manera tajante en la libertad social y en la interacción humana básica. ¿Cuándo se ha visto, aparte de en regímenes totalitarios, que los burócratas impongan normas de comunicación fuera de los estándares que la misma sociedad considera pertinentes?
Además, aparte de violar ciertos estándares del lenguaje, también genera, dada su imposición lingüística, una reconfiguración del pensamiento. La filosofía, desde diferentes escuelas de pensamiento, ha interpretado el lenguaje (las palabras y proposiciones) como formas de acceder al mundo, pero también de interpretarlo. Es decir, el lenguaje es una herramienta importante para la creación del pensamiento, ya que modula las formas en las que nos relacionamos.
Precisamente, el lenguaje inclusivo como herramienta política es eso. Es la transformación del pensamiento, imponiendo en la misma concepción del mundo una dialéctica de buenos y malos. Nos muestra, de forma manipuladora, una discriminación inherente a la historia de la civilización. El lenguaje es, entonces, una forma de control más, como diría Foucault, y ya no la libre determinación de las interacciones sociales conjuntas.
Hay que tener mucho cuidado porque estas leyes de imposición lingüística en verdad no son más que la vieja escuela del autoritarismo marxista para moldear de forma poco visible nuestra percepción del mundo que nos rodea. La agenda progresista, a diferencia de las antiguas políticas izquierdistas, se centra en los diversos ordenes culturales para introducirse, pues ahora no es meramente una guerra económica, como lo fue en los sesenta. El deber de la derecha, en la actualidad, es estar atentos a las nuevas formas de propagación ideológica que sutilmente se hacen y cuyos costes vemos hoy en la vieja Europa o Estados Unidos.