“Derechista”, en este último siglo, no es más que el apodo
con que unas sectas de izquierda denigran otras sectas congéneres”.
Nicolás Gómez Dávila
Con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la aparición de un escenario de bipolaridad internacional diametralmente distinta a la política del equilibrio europeo heredado del congreso de Viena (1814) y aún vigente durante el periodo de entreguerras (1919-1939) se produjo una redefinición de los términos clásicos de “derecha” e “izquierda”.
Fue a partir de 1945 cuando la distinción derecha-izquierda dejó de responder a criterios propios de la filosofía política, es decir, a una genealogía de las ideas, para ubicarse en el campo de los prejuicios ideológicos y en busca de un incondicional alineamiento tras las potencias representativas de los dos bloques contrapuestos: el capitalismo y el socialismo.
La consecuencia de esta confrontación ideológica fue la asociación de la noción de derecha con los intereses de la burguesía y la identificación de la noción de izquierda con la defensa del proletariado. De este hecho resultó la paradoja que, corrientes de pensamiento hasta entonces consideradas por la filosofía política como una manifestación clásica de izquierdismo, por ejemplo, el liberalismo, el colectivismo cristiano o la socialdemocracia, quedaron inmersas en las críticas de la “verdadera izquierda” proletaria que las acusaba de ser una expresión encubierta de las fuerzas reaccionarias.
Pero esta acusación era una burda exageración de la dialéctica estalinista que, en su deseo de simplificar al adversario derechista, no quería distinguir a la “derecha clásica” (tradicionalista o conservadora), que por su devoción al principio de orden sobreponía los valores en la política y la “Razón de Estado” de la “derecha burguesa” (liberal o democristiana) que daba prioridad a los intereses económicos y a la razón de estar.
Por otro lado, la necesidad de enfrentar al Leviatán marxista en plena expansión durante la Guerra Fría produjo dentro de las corrientes clásicas de la derecha una lenta pérdida de sus identidades doctrinales en pro del “esfuerzo común” de contraponerse al comunismo. Así comenzó un tortuoso peregrinaje para muchos miembros de lo que hasta entonces se entendía como derecha, quienes primero comenzaron acomodando sus ideas bajo el manto del anticomunismo, para después continuar justificando de manera cómplice los excesos del capitalismo y, por último, cuando ya no recordaron la dimensión superior del “Principio de Autoridad” terminaron enrolándose en el relativismo Liberal o en la confusión Democristiana.
El caso del Perú en la segunda mitad del siglo XX es una evidencia de la inconsistencia de la derecha burguesa, pues en nuestro país las dos figuras más relevantes de esta derecha, el liberal Pedro Beltrán Espantoso (1897-1979) y el democristiano José Luis Bustamante y Rivero (1894-1989) se conformaron con postular políticamente un “orden económico”, el primero, y un “orden jurídico” ,el segundo, sin entender que las doctrinas políticas deben ser principios integrales y no solo programas parciales. Por eso la obra de cada uno solo ha sido acogida por círculos de tecnócratas tratando de corregir un populismo inoculado por la cultura rampante de la izquierda o por partidos de abogados atentos a defender la santidad de leyes ignoradas por las mayorías. La falta de visión de estos caballeros y de sus discípulos impidieron la consolidación de una verdadera derecha peruana y la condenaron a no ganar una sola elección después de la victoria del conservador Manuel Prado Ugarteche (1889-1967) en 1956.
Aquí es importante observar cómo durante este proceso de mutación desde una derecha intelectual hasta una derecha patrimonial, aquéllos que se negaron a abjurar de sus doctrinas iniciales hayan sido tradicionalistas o conservadores, tuvieron que soportar la crítica conjunta tanto de la “izquierda proletaria” como de la “derecha burguesa”, quienes los acusaron de extremismo y trataron de asociar sus ideas con el nacionalismo totalitario de los años 30 mientras olvidaban intencionalmente que el derrocamiento de Mussolini fue obra de los monárquicos italianos y que las grandes conspiraciones contra Hitler como la del 20 de julio de 1944 habían sido realizadas por los conservadores prusianos mientras Konrad Adenauer cuidaba las rosas de su jardín.
Tras la caída del Muro de Berlín se ha producido un paulatino aburguesamiento de la izquierda que ha terminado aceptando la sociedad de consumo, maqueteando los símbolos del progresismo de los 60 como ocurre con el antiguo ícono Ernesto Che Guevara, hoy convertido en souvenir o promoviendo un arte de mercado que viste de pseudo originalidad contestataria por su imposibilidad de perfección figurativa. Pero a pesar de esta mutación la siniestra no ha perdido su vocación de desorden, sino que le ha sumado una imagen de decadencia.
Es ante este nuevo izquierdismo “pop” que la ya agotada “derecha burguesa” no tiene respuesta doctrinal alguna y, en realidad, está en la mayor desventaja pues es condescendiente con ella porque la siente su “discípula” al tiempo que seduce su vanidad, ver cómo los rebeldes sin causa de antaño han terminado comprando en las tiendas y tramitando en las notarías sin percatarse que el aceptar estos formalismos de clase media no constituyen ninguna expresión de renovación conceptual sino únicamente de comodidad existencial.
Solo las ideas clásicas de autoridad política, orden social y responsabilidad económica podrán darles a los pueblos la garantía de un buen gobierno y al mismo tiempo darnos en el futuro una verdadera derecha popular.
*Publicado en La Razón. Lima, 14 de Julio de 2003.