MapamundiDomingo, 8 de octubre de 2023
Metáforas de la niña mala: Capítulo 4

Ataque Alemán – ¿Qué huella dejaremos?

Parecerá broma, pero no es el caso. Al comienzo del capítulo anterior, solicité al protagonista de Travesuras de la Niña Mala que no se me fuera a Tokio porque nunca había estado en el Japón. En el cuarto capítulo de la novela, como si me hubiera escuchado y para darme la contra, la historia se ha trasladado a tierras niponas. Espero que en el próximo episodio Ricardo Somocurcio no revele cuál es la clave del éxito literario de su creador.

Nunca he estado en el oriente, pero igual, los pasajes que nos regala Vargas Llosa me han hecho reflexionar sobre algunos episodios de mi vida. El autor, ya desde finales del tercer capítulo menciona en más de una oportunidad la muerte. Ese terrible destino que nos espera a todos, pero que buscamos evadir en el plano físico y en el mental, porque es en el segundo donde el miedo nos invade sobremanera. Es aterrador.

También, en el cuarto capítulo se habla mucho de idiomas. Su amigo, el Trujimán Salomón Toledano es un políglota de ascendencias mezcladas que coprotagonisa esta porción de la novela del nobel peruano junto a Somocurcio, el alter ego de MVLL. “Muerte e idiomas”, pensé. Algo creo que puedo contar. Pensando en la historia que se ha convocado en mi recuerdo, a diferencia de los capítulos anteriores, me he llenado de tristeza. “Métele un conflicto, Pancho”, me dijo el director de este diario, quien amablemente me permite compartir con ustedes pasajes y pensamientos de mi vida. Un conflicto interno me has generado, Santiago, al tratar de escribir estas líneas, pues es difícil hablar de ellas sin emocionarme. Recordar es volver a sentir con el corazón, como la etimología lo indica.

Cuando era niño la muerte me aterraba. La idea se escabullía entre mis pensamientos para destemplar mi mente y causarme una sensación de pánico que no podía calmar. Sensación que siempre acababa en un llanto de miedo desesperado. El concepto de la muerte había llegado a mi vida para nunca más irse. Había clavado su bandera cual conquistador en mi inerme conciencia. Me había dominado para siempre. O así lo pensé.

No era solo la muerte la que temía sino la idea de la eternidad. Las personas no podemos comprender las cosas muy grandes o pequeñas y, en este caso, la inmensidad del tiempo inacabable después de la muerte me desconcertaba. ¡Ay, aversión y miedo! Hay aversión y miedo siempre en lo desconocido. Podía sentir la idea desde lejos. Era un ruido en la parte trasera de mi cabeza que me iba alertando lo inevitable. No sabía por dónde me atacaría esta mortal idea, pero sabía que se acercaba y que cuando viniera me atacaría para prensarme cual serpiente hasta entrar en la desesperación.

Con los años, entrené a mi mente a no dejar que esa idea me avasallé de nuevo, aunque a veces volvía, sin invitación, en mis momentos más frágiles a recordarme lo inevitable, como las campanadas de la Muerte Roja.

No solo temía por mi muerte sino por la muerte de mi familia. Me aterrorizaba. Aún me preocupa sobremanera. Me encerraba en el baño, porque de niño compartía cuarto con mi hermano, y me arrodillaba con los codos en el wáter para pedirle a Dios que no me arrebate a nadie. No estaba preparado. No podría soportarlo. “¡Por favor, no!”, rezaba en castellano y luego en alemán para que mi petición llegara con mayor vigor hasta más allá del firmamento. Tanto mi alemán como mi fe eran más sólidos en ese entonces.

Recuerdo que le propuse a Dios un trato. “Dame hasta los 15 años”, le dije. Pensaba, iluso, que a los 15 años ya sería una persona madura capaz de soportarlo todo. Debo haber tenido 8, tal vez 9 años cuando ocurrió la plegaria del baño. 15 años parecen edad adulta cuando uno es niño. 20 años después, aún siento esa fragilidad infantil por momentos. Sobre todo, cuando vuelven las campanadas.

El tiempo pasó y la muerte, felizmente, no me visitaba con la frecuencia de antes. Cuando la vida se ensancha, llegan las distracciones para hacernos olvidar que el fin está cada vez más cerca. Astuta es ella, la muerte, haciéndonos pensar que no existe con sus trucos. Un jueves de otoño, como es hoy, eso cambió.

El 22 de mayo de 2003 bajé a desayunar como todos los días, antes de ir al colegio. Pero ese día era distinto. Había regalos sobre la mesa y los otros miembros de mi familia me esperaban prestos en el comedor. Era mi santo. Cumplía 15 años. Siempre la tradición de pasar el desayuno en familia con un bizcocho hecho por mi mamá rodeado con algunos presentes.

No recuerdo en qué idioma del canto nos encontrábamos cuando un sonido horrible que provenía de la terraza llamó nuestra atención y nos detuvo. Salimos preocupados para incrementar el espanto con la imagen que yacía en el suelo. Nuestro querido bóxer de 12 años yacía agonizando en el suelo. Sangre brotaba de sus fauces. Mi perro, que me había acompañado desde que tenía uso de razón, con el que había jugado toda mi infancia, que incluso me había sacado nadando de una laguna, se moría. Esa tarde enterraríamos a Gúlliver en el jardín, entre lágrimas. No sería el primero ni tampoco el último.

Cuando volvimos del veterinario Rondón, una vida menos de las que habían llegado, volvió la muerte a atormentarme. Recordé ese pacto que había hecho con Dios, donde Él me había dado exactamente hasta los 15 años para arrebatarme una vida. No recuerdo si estaba molesto o agradecido. Solo me acuerdo de estar triste. Muy triste. Ese día no fui al Colegio Santa María Marianistas, donde cursaba el tercero de secundaria. Estaba hecho una noche. No era la primera muerte que lloraba, pero la ida de mi perro había traído de nuevo las campanadas.

Por herencia de mi abuelo materno, el idioma alemán estuvo presente en mi casa desde que tengo uso de razón. Todos los santos ritos del año fueron y son todavía auf deutsch. Era incluso bastante mayor, cundo me enteré de que la Navidad en realidad se celebra el 25 y no el 24 como la tradición alemana enseña. Al ser mi infancia en alemán, fue prudente que me inscribieran, junto a mis hermanos, en el Colegio Peruano Alemán Alexander von Humboldt.

“Colegio de hippies”, me acuerdo que decían sobre el Humboldt algunas personas. Dejaban fumar a partir de 3ero de secundaria a los alumnos, era mixto y no tenías que usar uniforme. Las clases eran de 20 personas, aproximadamente y los alumnos no se mezclaban. Las secciones estaban determinadas por el nivel de alemán. Mientras el grado de alemán no se deteriorara o mejorara, uno se quedaba en su sección, con los mismos chicos para siempre. En la A y la B, todos los cursos eran enseñados en alemán, hasta educación física. Incluso inglés, que se enseñaba a partir de 5to de primaria, era en alemán. La diferencia entre las secciones eran los profesores. El Estado Alemán subvencionaba parte de los gastos y traía a profesores alemanes a enseñar en el lejano y exótico Perú. Ellos estaban en las primeras secciones, mientras que en la B había un híbrido entre profesores nacionales y europeos. C y D ya no tenían esa dicha.

Era un colegio que promovía las artes y las actividades extracurriculares, las deportivas y las que no lo fueran. Cada bimestre, los alumnos corríamos con la circular donde nuestros papás pudieran apuntarnos hasta a 3 actividades después de clase. Teníamos que llevar el documento firmado al día siguiente y entregarlo. Un día de más y se llenaba los mejores deportes e instrumentos. Casi siempre estuve apuntado a fútbol y a coro. El primero se llenaba fácilmente y el segundo solo se podía ingresar pasando un filtro. En el coro brillé más y gracias al trabajo del director Mantilla, ganamos varios concursos interescolares, presentándonos en el gran auditorio del colegio Santa Úrsula y hasta en el Peruano-Japonés. Teníamos nuestro uniforme de coro. Orgullosa distinción que ostentábamos en los eventos del colegio.

A los 10 años, me bajaron a la B. Descendí de categoría por, presuntamente, no tener el nivel de alemán que, hasta ese entonces, sí había tenido. Mirando en retrospectiva, creo que el cambio se dio porque no brillaba por mi buena conducta y no (tanto) por mi nivel de alemán. Mi hermano y yo éramos asiduos visitantes de la dirección y la travesura de uno terminaba perjudicando la reputación del otro. Se hartaron de mí los profesores que venían de Alemania y me mandaron a ser responsabilidad de los sudacas de la B. Dos años después, mis papás nos cambiaron de colegio. Agradezco dónde estuve al comienzo, pero agradezco más el cambio que se haría a finales del año 2000.

En abril de 2001 me dirigí a la avenida la Floresta, en Chacarilla del Estanque, acompañado de mi mamá y de mi hermano. Ambos empezábamos ese día nuestro primer año en el colegio religioso, solo para hombres, con uniforme obligatorio y con inglés desde Kindergarten, Santa María Marianistas.

El colegio era inmenso. Extensos jardines y espacios verdes que se dejaban ver porque no había segundos pisos. Siempre me llamó eso la atención. Casi no había escaleras. Centenares de alumnos se dirigían a sus respectivos pabellones: primaria, media baja o media alta.

Mientras caminaba, como uno más de la manada de pantalón gris y camisa celeste, hacia mi pabellón me di cuenta de que no todos llevaban lonchera. Yo había dejado las loncheras de Caballeros del Zodiaco hacía ya algunos años y ahora cargaba una sobria lonchera que parecía un cooler pequeño. Pero no todos llevaba lonchera y me fui dando cuenta de quiénes sí llevaban y quiénes no. El Santa María no es el Leoncio Prado de La Ciudad y Los Perros, pero un movimiento en falso puede arruinar tu vida para siempre. Sin chicas de por medio, los chicos se vuelven más agresivos y competitivos. Es horrible. Es hermoso. Depende de qué lado está tu suerte. Estaba entrando a una jungla donde la ley social sería la del comer o ser comido. La debilidad no era una característica que debía mostrar. Nunca más llevé una lonchera porque no era “chévere” llevar una.

Mi sección era el 1ero B. La tutora era apodada “la jamona” por sus características físicas. Nadie estaba a salvo del bullying. Ni siquiera los profesores. Aunque en esa época no le llamábamos bullying. Era “maleo” o “joda”. Recuerdo que rezábamos todos los días el Ave María y el Padre Nuestro. Yo lo sabía en castellano y en alemán. Incluso había hecho mi primera comunión en alemán. Pero no tenía idea de cómo era en inglés. En unas semanas me volví experto en fingir que sí lo sabía. Pronunciando palabras sin sentido, pero cuya fonética se asemejaba al conocido verso.

Siguiendo mi pasado de canto en el colegio previo, fui a buscar qué actividades extracurriculares había. Pregunté a algunos profesores y para mi sorpresa, muchas de las clases se daban en horario de clases o en el recreo. No había esa política de invertir e insistir en las artes. Igual, fui a buscar el coro. Tenía que haber uno. Recuerdo haber llegado a un salón, apartado de las clases donde se llevaban a cabo las prácticas musicales. Abrí una puerta y el profesor me recibió con mucho entusiasmo mientras echaba un vistazo al resto de alumnos. No era el grupo más popular. Siendo un alumno nuevo, no me podía dar el lujo de relacionarme con las personas equivocadas. Salí disparado del lugar y regresé a mi clase, donde preferí decir que había estado en el baño que en el coro. Mis clases de canto no continuaron más. Comer o ser comido.

Como era uno de los alumnos nuevos, el primer bimestre fui conocido como “el pata que habla alemán”, debido al colegio de donde venía. No era una mala referencia. Al menos era alguien. Pero de esa frase saldría un apodo que me acompañó todo el colegio y hasta hoy.

Un día, debe haber sido en el primer tercio del año, un amigo de dijo al otro: “mira, ahí está el pata que habla alemán”. Seguro que había una intención de burla o maliciosa por parte de Alonso, quien es ahora mi amigo, pero a los 13 no era una santa paloma. La curiosidad se dio con quién escuchó la frase. El gran Chiki, como lo conocen todos, se equivocó y escuchó “mira, ahí está ataque alemán”. De Ataque Alemán, pasaría solo a “Ataque”. Apodo que me ha acompañado desde los 13 años. Se esforzó de ahí Chiki en hacer popular el sobrenombre. De cierta manera, me dio una identidad en mi colegio. Me creó.

Esta versión no la conoce mucha gente y sin esta narración, el apodo se presta para malinterpretaciones. Pero malinterpretaciones útiles. “¿Por qué Ataque?”, preguntaban. “Es un pendejo” o “tira mecha como mierda” eran de las teorías más populares. Ambas son características que valen oro, sobre todo si eres nuevo en un colegio de solo hombres. Ese apodo, con génesis distorsionada, me dio cierta reputación que terminaría ayudándome socialmente.

El apodo, que yo escribía “Atake” con “K” para darle una mayor distinción, fue la manera en que me conocieron mis compañeros de promoción, también los de una más arriba y una más abajo. Hasta profesores y padres de familia. El apodo tenía su caché. Más adelante, incluso, cuando empezamos a parar con chicas de otros colegios, el mote me siguió. Mucha gente ni sabía mi nombre.

Con el tiempo el apodo dejó de sonar tan bien como cuando empezó. A los 23 años, que te digan Ataque, no es lo mismo que a los 13. Ser un pendejo o bueno peleando dejan de ser cualidades, pasada la adolescencia. Así que me fui alejando un poco del apodo. Ya no me gustaba. Lo que antes había abrazado como una distinción, me comenzaba a fastidiar. Ya no quería ser Ataque o Atake o ataquito o atak o araks o ataktrac o nada que tuviera que ver con ese apodo que ya me sonaba infantil. Creo que varios amigos y conocidos se dieron cuenta y tornaron a otros nombres más relacionados con Francisco o Pancho. Ya no me gustaba esa identidad pasada. Pero todo cambió en febrero de 2015.

Me habían operado del hombro, recuerdo. Fui incluso la primera persona en ser operado en una moderna clínica de Lima. Eso no es una distinción, pero por alguna tonta razón siempre me vanaglorio de esta estupidez. Estaba con cabestrillo y me fui a la playa. Fue un fin de semana muy simpático con bebida, baile, sol y mar. Hasta que el domingo, temprano, me despierto por las inusuales alarmas y vibraciones de mi teléfono. “Cómo joden”, pensé. No me dejaban dormir.

Como no pude conciliar el sueño, desistí y cogí me celular para ver por qué tanta alharaca. Docenas de mensajes en los 2 grupos de whatsapp de mis amigos del colegio. Era un domingo inquieto. Pero no encontraba por qué. Los mensajes eran de confusión, de duda, pero no de respuestas. Fui buscando más temprano en la conversación para tratar de entender qué había pasado. Hasta que lo vi. Chiki había tenido un accidente.

Nadie decía esa terrible palabra que empieza con “m”. Nadie se atrevía a decirla. Nadie quería escucharla. Llamé inmediatamente a un amigo. Tenía que saber. “¿Es verdad, primo?”, le pregunté. “¿Se ha muerto?”. “Sí”, me dijo con una voz que se quebraba en el teléfono a la misma velocidad con que me quebré yo en esa maldita mañana de febrero, al igual que ahora mientras escribo estas líneas, porque el recuerdo es volver a sentir.

Mi primer amigo del colegio se había muerto. Aquel que me había bautizado y honrado con un apodo que me acompañó durante toda mi juventud. Esa noche volverían las campanadas a atormentarme una vez más, casi 11 años después.

El velorio fue horrible. No lo podíamos creer. En una promoción de más de 160 personas, por lo menos estaban presentes las tres cuartas partes. Amigos de distintos grupos, pero todos amigos. Los de San Isidro, los de Surco, el grupo de Toby y la Corporación. Este último era el más dolido. Ese era el grupo nuclear de Chiki. Pero esa tarde no estábamos divididos. Estábamos todos juntos. Juntos como estuvimos por años en el colegio. Juntos como se está por siempre cuando alguna vez vistes la camisa celeste del Santa María.

A Chiki le gustaba rapear. Era de lo más divertido escucharlo malear a sus amigos en estilo rap. Era inmensamente talentoso, además. “Chki still raps”, fue la frase que salió a partir de su ida al otro mundo. Chiki todavía rapea. Mi amigo trascendió. Se fue joven, pero nos marcó.

Las campanadas vuelven de vez en cuando, todavía para llenarme de miedo y de angustia. No sé si es miedo a la muerte, realmente, o es miedo a vivir sin importancia. A vivir como cualquier otro sin dejar una impronta en esta vida que me permita dejar huella el día que ya no esté. “El hombre mortal, en su desesperación por trascender, ama u odia, crea o destruye”.

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