MapamundiDomingo, 15 de octubre de 2023
Las delicias de la Nada, por Tony Tafur
Tony Tafur
Periodista de El Reporte

Usando su marca culinaria como la metáfora del perfeccionismo y al esnobismo como la antesala de la misantopría, Argentina lo hizo nuevamente: se río de sí misma. Esta vez con la serie Nada (creada por Mariano Cohn y Gastón Duprat). Y no es una risa que le quita el pulso. Todo lo contrario. Le sube los puntos a su magnetismo turístico, jugando con repasos geográficos como en la película Medianoche en París (de Woody Allen) y con un fondo musical “travieso” que jadea como Los Viejos, del jazzista Baby López Furst. Para esto sirvieron del humor negro que permite el argot porteño y que cuaja con la franca osadía del protagonista Manuel (Luis Brandoni), quien hila esta entrega con un reparto que tiene a la cabeza al coprotagonista Vincent (Robert de Niro). Sí, el de las legendarias cintas Goodfellas, Érase una vez en América y El Irlandés. Como dice en un capítulo este mismo personaje, lo que representa el primer distanciamiento del actor de los largometrajes: no hay mejor excusa para visitar Buenos Aires que hacerlo por sus carnes. Y mejor si están preparados “al caballo”.

Todo gira en torno a la comida, por supuesto, pero la trama no es nada sin sus dilemas satélites. Una de estas plantea la siguiente pregunta: ¿Qué hacer si nuestra polifacética e intensa vida dependiera de la disciplina de una segunda persona? No voy a preestablecer este respaldo a alguien en específico. Puede ser cualquiera que acepte las condiciones del contrato: laboral, verbal, sentimental, el que usted imagine. Este vínculo pone en peligro al incapacitado —voluntaria o involutariamente: esto me recuerda a Mario Vargas Llosa: “yo solo sirvo para escribir”— para diagramar itinerarios, para responder ante esa domesticidad que está asociada a los rasgos de la buena convivencia o de la buena conexión con los tiempos.

A nuestro pistolero de las letras le provoca escozor quedarse sin alguien que le resuelva el circuito casero —a no tener una Marie Kondo cama adentro— donde hasta se desarrollan reglas para limpiar las ventanas. Todo tiene su razón de ser: «Utensilios de acero inoxidable con un paño embebido en vinagre de alcohol, los de bronce preferentemente con pasta de dientes para lograr un pulido perfecto, los de madera siempre con aceite de oliva y los de aluminio nunca con líquidos abrasivos como vinagre o amoníaco porque se manchan». Una drasticidad que puede lindar con alguna patología.

Para eso, en este caso, tiene a Celsa (María Rosa Fugazot), una empleada que no la tuvo nada fácil, y luego a la guaraní Antonia Noguera (Majo Cabrera). La primera, respectivamente, necesitó casi cuatro décadas —incluso llenando de apuntes todo un cuaderno— para cubrir sin errores las expectativas del aparentemente septuagenario que necesita que lo despierten, que tiene las medidas exactas para sus comidas y que necesita sobreponerse a un silencio creativo.

Pero vamos, no hay nada más humano que cargar con alguna fobia, así este bien disimulada, lo que posiblemente puede traducirse en una exposición volcánica ante el momento inevitable.

Otro de los imperativos de Manuel es ser un abstemio en elogios. El grosor de su punzocortante elegancia textual —también oral— le provoca temblores incluso a viejos amigos o los que parecen cumplir con esta denominación. Ya verán la forma diplomática con la que pide el «divorcio» a una amistad. Esto es consecuencia de una filosofía de vida, está en su ADN. No le perdona ninguna “boludez” ni siquiera a esos “pibes” idealistas que van reproduciendo consignas políticas como autómatas o a periodistas que exceden los límites de la confianza abusando del contacto físico. Su expresión sin filtros lo convierte en una especie en extinción, en un Marco Aurelio Denegri argentino.

No obstante, también sabe inactivar esta corrosión. De hecho, lo hace en una parte de la serie para explicar un trinomio sensorial asiático: el Wen (el bocado del hambre: quien se sacia con lo que sea cuando por X motivos debes postergar mucho tiempo el acto de comer: un panchito puede ser), el Zhao (la comida por elección y no por necesidad: una pizza después de limpiar tu cuarto, por ejemplo) y el Wogh (el bocado del corazón: la conexión superior con algún manjar). Lo último, respectivamente, es lo más sublime que le puede pasar a un amante de las comidas.

Hay otros problemas en Nada —la relación con la editorial, la relación con su hija, el no querer sacar un brevete, etc.— que también van ayudando a dibujar la personalidad de Manuel, quien además ya viene siendo perfilado de forma intermitente por Vincent, un prolífico periodista y escritor estadounidense —incluso ganador de 2 premios Pulitzer— con el que consolidó una añeja amistad que no exige encuentros: máximo hablan dos veces al año o a veces el teléfono nunca suena, pero el lazo sigue ahí, intacto, sobre todo por una promesa que se habían hecho.

La importancia en este proyecto de nuestro recordado Travis Bickle se va definiendo a cuentagotas, lo que va dándole esa carga de suspenso a una serie que está hinchada de mordacidad y de buenos platillos argentinos, aunque se llega a mencionar que no existe tal género culinario porque la comida del país de Maradona tiene muchas influencias italianas y francesas, lo cual fractura su idiosincrasia gastronómica. Nada nuevo, en realidad.

Pero “qué sé yo”, diría nuestro protagonista. Al final Manuel entra en un proceso de transición, desarrolla arrebatos de sensibilidad con el resto. ¿La razón? Lo cuenta el mismo Vincent, solitario, durante la presentación del libro de su amigo, quien le ofrece una ausencia a su audiencia por un hecho inesperado.

Se puede decir que la serie radiografía la cultura gastronómica, golpea al cinismo del esnobismo, reconceptúa a la amistad, o que simplemente es un impulso turístico a Argentina —pese a contrastar desfavorablemente en un momento al Obelisco con su versión en Washington, Estados Unidos—. Antes de cercarla con supuestos, prefiero ratificar una condición de Argentina respecto a sus vecinos en la región: vuelve a ponerse varios escalones por encima, esta vez con una producción en cortas líneas (cinco capítulos).

A título personal: actuaciones impecables, aunque muy poco tiempo la puesta en escena con De Niro, no lo recuerdo tan complementario a estas alturas de su carrera. Por otra parte, se le presentan los problemas exageradamente oportunos al crítico culinario. Pudo ser más interesante ponerlo contra las cuerdas en algún momento. Profundizar tal vez la colisión con la chica de las «vacas felices», hasta enturbiarlo: el giro fue muy forzado. También pudieron bucear mínimamente —si el objetivo de Kohn era reinsertar al argentino de época— en su pasado. De igual forma, quedó en el aire el colofón de la relación con Antonia. Y el final al estilo Los Sopranos, invitándonos a imaginar nuestro propio desenlace, le quita la esencia explicativa que tuvo desde el inicio. Esto no quita que la serie se pueda consumir de golpe. Y por qué no con una buena carne, acompañada de un vino.

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