En la historia de nuestro siglo XIX, se acostumbra a hacer una clasificación genérica de los grupos políticos entre liberales y conservadores, la cual, si bien puede aceptarse dentro de un amplio contexto de las ideas de la Iberoamérica decimonónica, creemos que aplicarla especialmente al Perú resulta muy limitado.
Generalmente no se recuerda que durante la Guerra de Separación (1820-1826), en nuestro suelo rivalizaron una gama muy variada de posiciones políticas y es, por esta razón, que la historiografía republicana solo nos presenta el reducido debate entre las monarquistas de Monteagudo y los republicanos de Sánchez Carrión. En el olvido quedan los peruanos doceañistas que, como los progenitores de dos presidentes, Nicolás de Piérola y Francisco García Calderón, defendieron el pacto hispanoamericano de 1812. Quedan también excluidos del recuerdo los reaccionarios como Don Pío Tristán o los hermanos Goyeneche que sólo entendían la política bajo el grito de ¡Trono y Altar!
Después de caída la dictadura bolivariana, vino la etapa de Formación de la República (1827-35) que conoció el surgimiento de tres fuerzas políticas o partidos rudimentarios: los “Colorados”, llamados así por la cinta roja colocada en la solapa de sus levitas, cuyo ideario liberal era encarnado por Francisco Xavier Luna Pizarro (1780-1855); los “Copetudos”, también conocidos como “Godos”, que reunían a los supérstites del holocausto aristocrático del Real Felipe y al patriciado virreinal tras el cesarismo del ex presidente José de la Riva Agüero (1783-1858). Finalmente, estaban los defensores de la autoridad que eran llamados “Persas” y estaban congregados en torno a la brillante figura de José María Pando (1787-1840).
Pero fue en la tertulia de José María Pando donde se forjo la nueva generación de creyentes en una “cultura de la autoridad” que predominaría en el Perú en las siguientes décadas. Por “cultura de la autoridad” debemos entender aquella que concibe al saber como un valor para el buen desempeño del gobierno y al orden como un requisito previo para un ejercicio equilibrado de las libertades. Estos postulados no deben ser confundidos con la autocracia, es decir, con un régimen personalizado donde se ejerce el poder a solo arbitrio.
Las Guerras de la Confederación Perú-boliviana
(1835-1839) polarizaron a estas facciones. Por un lado, los “colorados” -que desde 1834 acogían el credo federal- y los “copetudos”, que vieron en Santa Cruz un deseado césar, se adhirieron a la causa del Gran Perú que cayó vencida por las bayonetas chilenas en el campo de Yungay ayudados, lamentablemente, por la miopía pequeño-peruana de los emigrados que acogían el credo autoritarista.
Como dice Jorge Basadre (1903-1980), el Perú, tal como hoy lo conocemos, quedó definitivamente conformado con la Restauración de 1839. En el panorama político de aquel entonces los “copetudos” escribieron la página final de su historia junto a la suerte de la Confederación y los liberales entraron en un largo letargo del que sólo despertarían en 1851 con el conato de partido que significó el Club Progresista, mal organizado por Domingo Elías y sus hombres de “traje negro”.
Desde 1840 hasta 1870, el Perú fue regido por los discípulos de la autoridad, quienes aplicaron su ideario a través de los múltiples caudillos que fueron perfilando las circunstancias. Decimos ideario y no partido porque en torno a esta doctrina de pensamiento se vinieron a formar varias ramas políticas con sus características propias. Así, por ejemplo, apreciamos cómo en 1840 se enfrentaron los dos grupos autoritaristas nacidos de las tertulias de Pando.
El primero, al que calificaremos como grupo nacionalista, se formó en torno a la figura del presidente Gamarra y su ministro Ramón Castilla, quienes representaban las aspiraciones de los caudillos de la emancipación. Se autodenominaban “constitucionalista”, puesto que defendía la Constitución de 1839, postulaba una economía proteccionista y era regalista en temas eclesiásticos como su principal vocero José Gregorio Paz Soldán (1808-1875). El otro grupo, denominado la “Regeneración”, es calificado por Basadre como un autoritarismo joven y lo lideraba Manuel Ignacio Vivanco (1806-1874) quien estaba rodeado por un brillante conjunto intelectual: Felipe Pardo (1806-1868), Andrés Martínez (1795-1856), Toribio Pacheco (1828-1868), entre otros. Sus postulados eran elitistas, respetuosos de la religión. Deseaban crear una institucionalidad política similar a la instaurada en Chile por Diego Portales y no aprobaban el caudillismo al que calificaban de pretorianismo.
El desastre de Ingavi y la anarquía que le siguió (1841-45) generó el tercer grupo autoritarista, el cual puede ser denominado con propiedad como “conservador”. Tuvo su partida de nacimiento de 1842 con el “llamado al orden” que hizo Bartolomé Herrera (1808-1864) en el sermón fúnebre por las exequias del Mariscal Gamarra. Su doctrina inicial fue la ecléctica “Soberanía de la Inteligencia” de los doctrinarios franceses Royer Collar y Guizot, y defendió los fueros eclesiásticos.
Es así como los autoritaristas en el Perú estuvieron reunidos en tres tendencias o familias políticas, que, en términos generales, representaron el clericalismo conservador de un Miguel del Carpio (1795-1869), el romanticismo político del Regenerador Vivanco y el pragmatismo nacionalista personificado por Castilla, cuyo primer gobierno (1845-51) fue exitoso debido a que convocó a todos los grupos. Así el regeneracionista Felipe Pardo y Aliaga fue canciller, el regalista José Gregorio Paz Soldán se desempeñó en el ramo de Hacienda y en la cartera de gobierno estuvo el general del Carpio. En términos exactos, la polémica de 1846 entre Benito Laso y Bartolomé Herrera fue un debate entre el ala nacionalista de los autoritaristas y el ala conservadora de estos mismos. En aquel entonces el enriquecido Domingo Elías (1805-1867) solo era un propagandista ineficaz del credo liberal.
En las elecciones de 1851 se enfrentó la alianza de los “nacionalistas” y los “conservadores”, reunida alrededor de José R. Echenique (1808-1887) y protegida desde la presidencia por Castilla, contra el de los “regeneracionistas” de Vivanco que no pudieron vencer. La intemperancia de Echenique lo alejó de Herrera y de Castilla. Este último y sus partidarios establecieron una alianza con el Partido Liberal constituido en 1854 por los hermanos José y Pedro Gálvez, quienes lograron un trienio de presencia “rojista” en nuestra historia (1855-58).
La Constitución de 1860 curó las heridas de los conflictos entre los autoritaristas -desde 1858 también llamados “azules”- y reunió a los conservadores liderados por Herrera y a los regeneracionistas de Vivanco con los sectores nacionalistas liderados por Castilla, con lo que se obtuvo el predominio político durante una década más. Pero para el decenio iniciado en 1862 la mayoría de los héroes de la emancipación se había extinguido y la legitimidad de los caudillos ya no sería aplicable a los héroes menores; estos últimos eran militares mientras que los anteriores habían sido guerreros. Fue entonces cuando el liberalismo y el jacobinismo se reorganizaron tras el postulado de un régimen puramente civil, idea que se concretó con Manuel Pardo (1834-1878) después de la sangrienta asonada de 1872.
A partir de este último año se empezaron a generar los nuevos partidos históricos que ocuparían la escena política peruana hasta 1920. Entre ellos el civilismo fue el hijo vengador del fracasado liberalismo de los primeros años de la República. El Partido Demócrata fue el legítimo heredero del vivanquismo, pero más liberalizado y con la popularidad que sólo Piérola le pudo imprimir.
La prematura muerte de Herrera en 1864 ocasionó el fin del grupo conservador y la diáspora política de sus discípulos. Uno de ellos, Pedro José Calderón, fundó entre 1884-86 el Partido Conservador del Perú más su esfuerzo no prosperó. Otro de ellos, Manuel Irigoyen fue el más ilustre dirigente del Partido Constitucional, el que, tras la figura legendaria del General Cáceres, sostenía el legado nacionalista de Castilla, a quien había acompañado en todas sus batallas.
El enfrentamiento de 1895 fue la última escena de una rivalidad entre los sectores autoritaristas, es decir, entre los sucesores de Castilla y Vivanco. Dicha rivalidad excluyó a los clásicos partidos del orden del ejercicio directo del poder puesto que de ella solo salió un vencedor: el civilismo.
*Publicado en El Peruano. Lima, 24 de noviembre de 1994
*Publicado en La Razón. Lima, 2003