OpiniónDomingo, 29 de octubre de 2023
Los Reformistas, por Fernán Altuve*
Fernán Altuve
Abogado y analista político

Una etapa de la historia del Perú llegó a su fin el 4 de julio 1919, ésta es la época que Jorge Basadre (1903-1980) denominó como “Republica Aristocrática”. Los vientos de cambio que siguieron a la Revolución Mexicana (1911-1917), la Revolución Bolchevique (1917) y el fin de la I Guerra Mundial (1914-1918) hicieron surgir nuevas corrientes de pensamiento que propugnaron intensas reformas sociales y económicas, al tiempo que pedían la cancelación de los viejos grupos políticos que habían dirigido al país desde la aparición del civilismo en la década de 1870.

En nuestro país dos fenómenos fueron responsables del colapso del viejo orden. Primero, la falta de renovación de los partidos históricos que por muchos años habían sido pequeños círculos de intereses oligárquicos representados por añejos caciques locales o por un caudillo providencial. En segundo lugar, la irrupción de nuevos actores en la escena política nacional: nos referimos a las clases medias, los jóvenes progresistas y los profesionales independientes, todos ellos “hombres nuevos” que aparecieron quebrando el clientelaje tradicional que había mantenido el patriciado urbano y los gamonales rurales sobre los demás sectores durante la Belle Epoque.

En una interesante carta crítica dirigida a José Carlos Mariátegui (1894-1930) el 31 de diciembre de 1928, el líder comunista Eudocio Ravines realizaba un prematuro balance del significado sociológico del Régimen de Leguía, diciendo:

“La pequeña burguesía es la base política del leguíismo, que le habla bien su idioma, se apropia de sus mitos, conoce y explota sus resortes sentimentales y mentales…No vamos a negar sin caer en la más clamorosa falta de realismo, las raíces populares del movimiento del 4 de Julio. De esas raíces, el régimen conserva la raíz pequeño- burguesa. La Ley del Empleado, es la única ley social de ese gobierno. Es también el único acto que el capitalismo nacional no le aprueba, acechando la oportunidad de revisarlo y anularlo. De diez individuos de la clase media que usted interrogue, cinco son leguiístas latentes, si no manifiestos, no por adhesión a las personas del gobierno sino a sus conceptos y métodos. Nuestro fenómeno alessandrista o irigoyenista se ha producido ya: es el leguiísmo. Tiene, como corresponde al medio, las limitaciones y las gazmoñerías de un criterio clerical, conservador; no ha tocado al capital y, sobre todo por la finanza extranjera”.

Pero lo cierto es que en el temprano 1919 el único político que entendió la profundidad de los cambios sociales por los que atravesaba el Perú fue Augusto B. Leguía (1864-1932), puesto que los arcaicos partidos que expresaban las diferentes tendencias de la elite gobernante se dividían internamente en intensas y estériles discusiones similares a las que dominaban en los pequeños soviets criollos de la aun inexperta juventud revolucionaria. He ahí el motivo del largo gobierno de once años que condujo el presidente Leguía bajo el nombre de la “Patria Nueva” (1919-1930) y que se pudo sostener gracias a la conjunción de dos ideas: “orden y progreso” según rezaba el lema positivista de Augusto Comte (1798-1857).

A diferencia de la imagen que hoy se tiene de este Régimen, tratando de identificarla como una mera dictadura personalista, en verdad, aquel presidente postuló un ideal de orden político que congregaba a un amplio frente antioligárquico para superar el exhausto modelo partidocrático civilista. Para ello los leguiístas se reunieron desde 1920 en el Partido Democrático Reformista (PDR) conformado como la vanguardia de las fuerzas sociales emergentes, junto al cual actuaban en el parlamento algunos partidos supérstites que tenían tradicionales posiciones anticivilistas (Partido Constitucional del cacerismo y el Partido Demócrata del pierolismo).

Entre estos grupos oligárquicos es interesante señalar dos casos particulares: el Partido Liberal fundado en 1901 por Augusto Durand como una escisión a la izquierda del pierolismo y que vació todo su programa dentro del reformismo leguiísta a través de Don Germán Leguía y Martínez, hombre fuerte de aquel partido y quien dio origen al “Germancismo” como ala extrema del leguiÍsmo y quien se tuvo que exiliar a Panamá por haber buscado sustituir a su poderoso primo. El otro caso es el del sector católico fundado del sur el cual se integró al frente reformista a través de uno de los más leales personajes del régimen, el historiador Dn. Pedro Jose Rada y Gamio. En conclusión, el proyecto que buscaba Leguía era algo más parecido a un partido hegemónico, según la clasificación de Giovanni Sartori, que a una autocracia personal.

Ahora bien, la idea de progreso se materializó gracias a una gama de reformas modernizadoras que no estuvieron basadas en la imposición desatenta de un modelo, sino que buscaron la conciliación de diversos intereses contrapuestos. Así, por ejemplo, Leguía auspició la construcción de carreteras con capitales norteamericanos sin perjudicar a los ferrocarriles que respondían a intereses ingleses; era mecenas de los pintores clásicos, como Daniel Hernández, sin limitar la nueva corriente indigenista que encabezaba José Sabogal, o también mantenía a los instructores militares de la escuela francesa al tiempo que incorporaba a expertos oficiales alemanes como Wilhelm Faupel.

Para 1924, fecha de la primera reelección del “Señor Presidente” ya solo quedaban en el Perú dos corrientes políticas antagónicas y desiguales; de un lado, los partidarios de Leguía, entre quienes destacaba el sociólogo Mariano H. Cornejo (1867-1942), tenaz enemigo de los antiguos detentadores del poder a los que muchos calificaban de “neogodos”, y, del otro lado, los implacables detractores del mandatario y sus reformas, donde resaltaba la figura de Víctor Andrés Belaúnde (1885-1966), quien acusaba al gobierno de haber establecido un mediocre cesarismo burocrático, parafraseando así el título del famoso libro Cesarismo Democrático que había escrito en 1919 el sociólogo venezolano Laureano Vallenilla Lanz (1871-1936).

La verdad era que esta situación de conflicto que se veía en el Perú era reflejo de un largo proceso que abarcaba todo el continente, pues éste estaba ya dividido desde la década de 1890. A un lado se apreciaba a las seudo democracias bajo el dominio de cerradas oligarquías locales como en el Brasil de los terratenientes llamados “coroneles” (1889-1930), la Argentina de los “estancieros” (1890-1930), la Colombia conservadora (1899-1930), la Bolivia de los barones del estaño (1898-1920) o el Chile parlamentarista (1891-1920) surgido de la Fronda Aristocrática que narró Alberto Edwards (1873-1932). Por otra parte, existían las dictaduras ilustradas que ejercían un gobierno para el pueblo pero sin el pueblo y bajo el mando de místicos de la autoridad, grandes organizadores y decididos adversarios de las oligarquías como Porfirio Díaz (1876-1911) que bordó con rieles de acero el territorio mexicano, Manuel Estrada Cabrera (1898-1920) que construyó escuelas en cada pueblecito de Guatemala, José Santos Zelaya (1893-1909) que anudaba con hilos telegráficos a Nicaragua o Juan Vicente Gómez (1908-1935) que unió toda Venezuela con cintas de asfalto.

Este antagonismo entre los caudillajes populares y las elites oligárquicas nos lo explica el gran poeta José Santos Chocano (1875-1934), el cantor de América, quien en 1927 definió este dilema esencial con una frase:

“Solo hay dos formas de gobierno, el gobierno de la fuerza o el gobierno de la farsa. En nuestra América tropical se tiene que escoger entre el gobierno de la fuerza organizadora o el gobierno de la farsa organizada”.

La caída de Leguía fue consecuencia de dos nuevos fenómenos que, esta vez, el presidente no pudo conjurar. Primero la grave crisis económica originada por la caída de la bolsa de valores de Nueva York ocurrida en Octubre de 1929 y que llevó a un rápido empobrecimiento de la base social del régimen: las clases medias, las cuales se manifestaron en su contra junto con las emergentes masas obreras que habían asumido una participación más relevante debido al proceso de industrialización ocurrido en esa última década. Esta conjunción daría origen a los postulados de un frente de trabajadores manuales e intelectuales que superase el exclusivismo proletario. En la misma carta a Mariátegui, la mirada bolchevique de Ravines reprobaba la visible desviación de la ortodoxia marxista del joven Víctor Raúl porque, según decía:

“Haya sufre demasiado el demonio del caudillismo y del personalismo. En el fondo tiene un arraigo excesivo en su ánimo las seducciones del irigoyenismo y del alessandrismo, que han influido, más de lo que se imagina, en su entendimiento…”

El segundo fenómeno de relevancia fue la irrupción institucional del ejército como un nuevo actor determinante en la política latinoamericana según lo profetizó el poeta argentino Leopoldo Lugones (1874-1938) en su célebre discurso pronunciado en Lima durante las fiestas del centenario de la Batalla de Ayacucho y que tituló la Hora de la Espada.

Cuando el 22 de agosto de 1930 las calles de Lima fueron tomadas por las multitudes festejando el fin del oncenio, los redentores militares se posesionaban del palacio de gobierno y las oficinas públicas mientras desde el Club Nacional la oligarquía brindaba por el inicio de su vindicación histórica. Ese día muy pocos notaron que ahí hacían su aparición en la escena política los tres grandes poderes fácticos que controlarían el país por los siguientes treinta años: Las masas que el APRA pudo organizar, el Ejército como vanguardia de la nación y la rica oligarquía decidida a defender sus intereses, motivo por el cual ésta se consolidó como el árbitro silencioso entre aprismo y milicia.

*Publicado en La Razón. Lima, 10 de diciembre de 2004.

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