Que nuestro circuito político no renuncie a su barbarie decisional los convierte en una apología al sobresalto o, a propósito de Halloween, en una representación tangible —¿un telereality? — de la literatura del terror. Podemos identificar a distintos perfiles prototípicos: las autoridades fantasmagóricas, esas que se diluyen aprovechando la laguna de las licencias o las que dejan las crisis en piloto automático para una gira internacional; autoridades vampirescas, esas que no chupan sangre, pero sí el sueldo de sus trabajadores; autoridades que transmutan por las noches: no en hombres lobo, pero sí en el epicentro de las fiestas. También están los movimientos canibalescos, esos que se comen entre ellos; los movimientos frankenstianos, esos que enfrentan a la razón con alianzas insólitas: concepción anti-convenciones; o por último los movimientos zombies, los muertos en vida.
Y esos son solo ejemplos periféricos, el mosaico que pongo se queda a mitad de camino frente a otras incoherencias que pueden desbordar hasta al humano más pacífico. Camuflados bajo la sombra de semblanzas democráticas y promesas prometedoras —me disculparán el pleonasmo—, se le abrió las puertas del poder a personas que siguen engrosando con mucha disciplina no solo el escepticismo ciudadano, sino hasta una complicidad pasiva desde este mismo grupo. Observan, activan la queja en masa vía redes sociales y ahí termina la secuencia. Son las columnas de esta trama. O somos.
Respecto a las referencias tácitas del primer párrafo, probablemente hayan acertado en más de una mención o tal vez en todas. Nuestros impulsores del pánico están distribuidos en las fortificaciones de siempre: en Palacio de Gobierno, en el Congreso, en los municipios. Ahora, un alcalde que encuentra un efecto catártico en la entrega al mayor de reconocimientos, y un desquicio visceral y bien disimulado cuando le tocan el nombre, quiere incendiar la pradera cambiando las denominaciones de dos parques. Y así van. Agilizan lo que no se necesita; entorpecen lo que sí; hacen lo que les da la gana y a varios ritmos estridentes. Ya no se puede ni siquiera conciliar el sueño. Esta hiperrealista cinta ha sido guionizada por un maestro del terror, que tuvo una intensiva incursión enciclopédica en los perímetros del criollismo peruano. Y esta especie de lugar común —revitalizada la noche de monstruos— se sigue radiografiando inevitablemente año tras año.
Y mientras tanto, la delincuencia sigue campeando. Ladrones al paso, sicarios, narcotraficantes, proxenetas y más. Incluso en los distritos con estados de emergencia, como San Juan de Lurigancho, se sigue asesinando sin ningún desparpajo. Los futurólogos decían que los criminales migrarían a otro distrito para evitar el control policial. También lo pensé. Pero no ha sido así. Se han quedado. Y esto expone no solo la falta de estrategia, sino la convergencia burlesca de los criminales hacia los uniformados. Hasta usan su indumentaria para un secuestro. Qué sacrilegio.
Y mientras tanto la recesión, sincerada a destiempo por el ministro de Economía Alex Contreras, amenaza con golpear al bolsillo de los peruanos también en 2024. ¿Cuál es el plan para menguar el impacto en las familias de menos recursos? Ya se proyectó hasta 9.4 millones de pobres en el país. ¿Cómo se reducirá la tasa de desempleo? Solo hasta junio de este año, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI), demostró que hay 179,900 hombres y 185,700 mujeres sin trabajo. ¿Cómo? ¿Cómo? Ya nos informará la mandataria tras repasar la resaca halloweenesca en Estados Unidos.
Y mientras tanto el Niño Costero, advertido desde hace un buen rato, será al plato “fuerte” en el verano del próximo año. Lo que a su vez será parte de esta concatenación de hechos —como el Fenómeno del Niño— que además de perjudicar a los grupos familiares en situación de pobreza, también podría engendrar una grave crisis alimentaria.
Nuestro retorcido sistema político, casi de corte confesional, como si fuera un fetiche suicida, sigue jugando a la retórica sin notar que esta especie de corrupción linguística —su connotación de “mejorar al país” es una gran mitomanía: histórica, por cierto— es un genuino autosabotaje que nos está llevando a terrenos de aires irreversibles.
Los que se ponían el traje de la resistencia política y los que después se unieron a este conciliábulo, se quedaron en la fase transicional. Materializado el cambio de director de orquesta, se quedaron ahí, estancados, como si no notaran que el futuro sigue desafinando.