OpiniónLunes, 6 de noviembre de 2023
La humanización animal, por Lucía Meléndez
Lucía Meléndez
Activista política

Al progresismo no le basta con deshumanizar al hombre, sino que además busca que humanicemos a los animales. El progresismo, en su afán de deconstruir la dignidad humana, pretende situarnos en el mismo nivel de valorización que cualquier bestia. Este animalismo es otra moda –en pleno auge, a decir verdad– que, al igual que todas las ideologías de esta categoría, mantiene un carácter totalitario, por cuanto propone atentar directamente contra nuestra libertad y propiedad al exigir que, mediante el aparato coercitivo del Estado, se prohíban ciertas tradiciones culturales.Antes de proseguir, es necesario hacer hincapié en que para nadie –ni progresistas, ni conservadores, ni apolíticos– les resulta natural o bueno maltratar a animales por mero placer. “No maltratar” es una ordenación social clara que, de ser incumplida, conlleva a un reproche social, y eso no está en discusión.El problema comienza al pretenderse que el animal no sea maltratado porque es un sujeto de derecho, porque posee sentimientos —no emociones—, o porque tiene la misma dignidad que el ser humano.

Vemos en redes sociales a más de una persona genuinamente mortificada por la práctica de tradiciones culturales como la tauromaquia, la pesca deportiva o la equitación. Esta tendencia a humanizar a los animales es producto de una serie de aprendizajes que comprometen la conmoción de nuestra más arraigada sensibilidad —que es siempre incoherente en el progresismo—. Lastimosamente, para quien defiende este tipo de delirios ideologizados, es imposible percibir, comprender y aceptar las notables diferencias cualitativas y ontológicas entre seres humanos y cualquier otra especie: la humanidad es reflexiva, tiende hacia la cultura, al cambio, la razón y moralidad; en cambio, el único motivo del animal es su instinto. El animal puede presentar alteraciones en su conducta al ser amaestrado, pero ello es solo un efecto del condicionamiento al que ha sido sometido. No son más que simples cambios adaptativos. No se produce ningún proceso de transformación que los despoje de la irracionalidad e instintos propios de su naturaleza. El sentir compasión hacia la vida de otras especies no debería, de ninguna manera, conllevarnos a equipararlas y desentender la jerarquía que existe por el mero hecho de poseer racionalidad —en potencia o en acto—.

Este afán por igualar lo desigual, termina minimizando a la especie humana y maximizando a cualquier otra especie animal. Entonces, quien se atreva a oponerse al despropósito de afirmar que el ser humano es naturalmente superior al resto de animales, será señalado de especista, un nuevo término progresista que ridiculiza el sentido común.

Sabemos que, desde hace décadas, en la mayoría de países de occidente, la experimentación animal está penada. Sin embargo, el movimiento animalista —y lógicamente sus grandes financiadores—, han generado una enorme demanda a grupos que venden las certificaciones y sellos que garantizan que un producto es libre de testeo animal. En consecuencia, las empresas medianas o pequeñas no podrían vender sus productos porque no tendrían el capital necesario para invertir en los sellos cruelty free. Este es un ligero ejemplo de cómo el factor corporativista se presenta en las campañas de sensibilización, nutriéndose de todo el activismo que el movimiento verde promueve.

Ciertamente, la prédica progresista no solo carece de consistencia, sino que es ridículamente incoherente, interesada e hipócrita. Ello se hace evidente, por ejemplo, al comparar cómo se sienten ofendidos cuando se trata del “maltrato animal”, pero callan sus voces ante el asesinato masivo de personas en el vientre materno o ante la noticia de que Biden eliminó las restricciones a los experimentos con niños abortados en 2021 en EE. UU.Entonces no queda la menor duda de que, principalmente, el requisito para ser animalista es detestar a la propia especie humana.

El juicio de “no maltratar” está en el hombre que no lastima al animal, no en el animal per se. Al final de cuentas, el animal quiere no ser lastimado por instinto y no por una construcción moral del mundo. Entonces, en lugar de maximizar el valor de un animal al del humano, mejoremos el juicio que poseemos y vivamos acorde a ella —lo último resulta vital—. Y si renegamos de lo difícil o imposible que es ser coherente, entonces no buscamos lo mejor para los animales, buscamos rebajar al ser humano.

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