MapamundiDomingo, 12 de noviembre de 2023
Metáforas de la niña mala: Capítulo 5

Mi niña mala

En el quinto capítulo de Travesuras de la niña mala, el autor relata cómo la niña busca convenidamente al personaje principal cuando lo necesita. A lo largo de la obra, Somocurcio ha sido quien ha perseguido a su chilenita falsa y es ella la que se ha dejado perseguir, cerrando las puertas, pero siempre dejándolas un poco abiertas, invitando al pobre hombre a continuar la persecución. “Palomilla esa señorita”, pensé. Me hizo recordar a varias otras niñas de la realidad y de la ficción. La fe es lo último que se pierde.

Haciendo gala de mi pasado de “pelas y series”, página con la que me estrené en redes sociales, que me dio dominio, confianza, seguridad y hasta un trabajo, puedo comparar esa búsqueda con Forest Gump. Jenny, la niña mala de la película, rechazaba los alcances del ingenuo personaje, pero siempre con una ligera invitación a seguir con esperanza, permitiendo que el personaje interpretado por Tom Hanks la volviera a buscar o a recibir. Finalmente ella acude ante él cuando está enferma de sida. Cuando necesitaba que la cuidaran, sabía que su inocente amigo la aceptaría. Por ese papel, Tom Hanks ganó un Oscar, convirtiéndolo en el segundo actor en ganar dos veces el máximo premio de manera consecutiva. Irónicamente el año anterior había ganado su primer Oscar a mejor actor por interpretar a un hombre con la terrible enfermedad.

Pero volviendo a la realidad. Yo también he tenido “niñas” así en mi vida. No con sida, pero sí que me usaron. Y yo estaba feliz con ser usado, solo en esos momentos donde me necesitaban, porque sabían ellas que jamás les diría que no y yo me llenaba de ilusión con esos momentos porque confundía la conveniencia con afecto real. Tal vez en el fondo lo sabía, pero a veces uno prefiere vivir cegado porque sabe que la realidad es cruda y triste. Y real.

Su nombre es Mariana y la conocí cuando tenía 9 o 10. Teníamos la misma edad, pero nunca fue más alta que yo. Importante detalle, sobre todo cuando cruzamos el umbral de la pubertad, época del patito feo, periodo perfecto para usar brackets o paladar, aprovechando la fealdad que acompaña la transición de niño a hombre y de niña a mujer. Ella siempre fue medio chata y yo me demoré en darme un ligero estirón. Acá en Perú soy alto, pero en Holanda, probablemente más de uno se preguntará si están en temporada de circo o si se está filmando otra película de The Hobbit. Linda era Mariana de cara y lo sigue siendo. Me enamoré de ella en clases de optimist en un verano en el club Regatas. No me gustaba navegar, pero fingía que era mi deporte favorito solo para verla. Para verla un rato, aunque sea, entre todos los demás niños de entre 9 y 12. Creo que a ella tampoco le gustaba salir en el velerito. Quiero creer que iba por la misma razón.

Llegaba con mis hermanos al club temprano en la mañana de vacaciones. El olor a mar penetraba nuestras narices desde la bajada Armendáriz hacia la Costa Verde, una especie de premonición de lo que sería el día entero. Al final de la poco verde costa, estaba el Regatas, cuyo nombre en verdad es “Lima”, pero cuya predilección por las carreras de barcos han trasformado culturalmente su nombre. Mi hermano y hermana son mayores y eran mejores que yo, por eso sus días eran desconocidos para mí. Estaban en la preselección. ¡Qué honor! Yo me conformaba con las clases regulares. Algún día, tal vez, sería como ellos. La esperanza, nuevamente, no se perdía.

Algunos chicos salían con los veleros desde la orilla y otros nos subíamos al zodiac, ese peque-peque moderno, a esperar nuestro turno para intercambiar. Yo estaba más feliz en el bote, conversando con ella y creo que la sensación era mutua porque tampoco la veía mucho navegando. Ya no me acuerdo de qué hablábamos. ¿De qué hablan los niños de 8 a 10 años? Creo que en realidad no era una conversación, es simplemente mirarse y ponerse rojo. Tratar de pensar en algo que decir, sin realmente llegar a abrir la boca o simplemente saludar. Una breve conexión que sirva para ilusionarse hasta la hora de dormir. Puppy love, como le dicen los gringos. Me encantaba pasar tiempo con ella, por eso estuve 3 veranos haciendo ese deporte que no me encantaba y que finalmente sería responsable, en parte, de un saludable miedo a las aguas. “No es miedo, es respeto”, como se suele decir.

El miedo no había estado siempre. De chico me metía al mar y hasta corría morey. Tenía aletas y licra y un “corcho” BZ de segunda que nunca fue moderno, pero para mí era todo. Una vez quedé tercer puesto en un campeonato. Creo que fue más suerte que talento, pero me regalaron varios stickers de marcas de surf, así que estuve contento. Mis amigos estuvieron furiosos porque eran mucho mejores que yo, pero yo me paraba en la tablita, acrobacia no propia del bodyboard y eso cautivó a los jueces. Siempre estuve acostumbrado a meterme al mar, así hubiera bandera roja. Nada me detenía. Eso cambiaría en 1997. En el 97, hubo un niño que se pasó de bandido. En este caso me refiero al fenómeno climático y no a uno literal. Fue más que un niño, era un adolescente. Recuerdo que decían que aquel niño había alejado a todos los peces y, por eso, otros animales más grandes tenían que acercarse a la orilla para buscar comida. “No hay peces”, me decía uno de los entrenadores que tenía 15 años que para mí era un señor. Una vez hasta trajo a su enamorada mientras él manejaba el zodiac y les daba lecciones a los niños de entre 8 a 10. No había nada más bacán que eso para mí en ese momento. Usaba canguro y gorra para atrás. Yo también quería una enamorada a quién pasear en bote. Miraba a Mariana que estaba sentada cerca de mí, con su salvavidas que era más grande que ella y pensaba “algún día”. El salvavidas ni era suyo. Se había olvidado el que usaba en su casa y había dos opciones, quedarse en la orilla o que alguien le preste el suyo. ¿Quién creen que le dio su salvavidas?

Volviendo a los escasos peces. Si bien no me encantaba navegar, a veces ya no podía hacerme el loco, porque por algo estaba matriculado y tenía que salir a navegar en ese velerito prestado, apto solo para personas menores de 15 años. A esa edad, había dos posibilidades: el retiro o pasar al Sunfish. A veces veíamos a los de chicos de Sunfish navegar. Era como ver a semidioses dignarse a acercarse a los mortales. Había otro velero con nombre incluso más cool: El Laser. Nunca entendí si era otra categoría o era el bote al que los adultos de 20 años accedían después de graduarse del Sunfish.

Ahora sí, volviendo a los escasos peces, recuerdo que había viento ese día. También recuerdo que solo sabía el nombre de la botavara y nada más. Me enseñaron a hacer nudos y las direcciones en altamar, pero Mariana era todo lo que veía. Estaba yendo rápido. Muy rápido. Ya mucho, tal vez. El bote se estaba inclinando porque la vela estaba muy abierta. Yo debía tirar mi peso para atrás para contrapesar. Pero tenía 8 o 9 años y estaba en lo que para mí eran aguas internacionales. Solté la vela y el optimist se detuvo. Pero se puso a tambalear de un lado a otro. Pensé que se iba a voltear. Era como si tuviera vida. Como si quisiera voltearme. Como si no me quisiera. Ya había visto a varios chicos que pasaban por eso. El adulto de 15 años, gorra para atrás, lentes de sol y enamorada tenía que salir al rescate a toda velocidad para ayudar al pobre niño a voltear la titánica embarcación. Este no fue el caso. El velerito se movió de un lado al otro hasta que logró expulsarme al mar, solo para dejar de moverse en seco cuando ya estaba en el agua, como burlándose de mí. Nadé para subir nuevamente. Era difícil porque tenía que ser un movimiento rápido. Un impulso con las manos, pero con potencia de las piernas, para no voltear el optimist. Estaba analizando mi estrategia, cuando de pronto, a mi lado izquierdo se apareció algo que alejaría del mar por años. Era un lobo de mar. ¡Un puto lobo de mar gigante y aterrador! Redoblé el esfuerzo y me subí inmediatamente al velero, la estrategia de la supervivencia. El velerito que me había expulsado era mi enemigo, pero me estaba protegiendo del mar. El corazón me latía a toda velocidad. Hice una inspección de mi integridad. Felizmente no pasó nada. No me tocó. Había sobrevivido. Tal vez se asustó más que yo. Tal vez era un lobo de 8 años, igual que yo, que estaba aprendiendo a nadar o saliendo a pasear y yo también le di miedo. Pero en ese momento solo me llevé la imagen de un monstruo. Mirando en retrospectiva, no soy tan distinto a Kevin Costner en “Danza con lobos”, pero versión acuática. Bueno tal vez un poco distinto, pero debo acomodar la historia para sonar más heroico. Y eso fue lo que hice.

Cuando llegué al zodiac ya no estaba aterrado. ¡Qué historia tenía para contar! Hay un cierto placer en la certeza de la atención que uno va a recibir por una historia que garantizará impacto. Era un héroe. Una sobreviviente. Capitalicé bien rico de esa experiencia. “No saben lo que me ha pasado”, comencé. Todos los niños escucharon con atención mi relato hiperbolizado. Hasta el grande con enamorada me prestaba atención. El asombro era unánime. Pero solo me interesaba la atención de una persona. Mariana me miraba con asombro y yo era feliz. A las chicas les gustan los hombres valientes, no importa lo que diga neo-disney.

Así fue mi relación con ella. Simplemente mirarnos por uno o dos veranos. Pensar en el otro. Soñar en el otro. Al menos de mi lado. Pero al igual que el sol, el amor de verano se acaba. Pensé que no la vería más, pero Mariana ha estado en mi vida intermitentemente hasta el presente. Y por supuesto que su nombre real no es Mariana. Me he permitido algunas licencias artísticas para alterar la realidad y hacerla difícil de identificar.

Algunos veranos después estaba en el sur. En la misma playa donde gané mi medalla de bronce por mis piruetas magistrales. Mis veranos ahora eran por ahí. Bicicletas, patines y fútbol. Mar, playa y helados. Muchos amigos. Amigos y sus invitados. Amigos hasta ahora. Una jauría de chiquitos correteando de un lado a otro, pasándola bien. Diversión inocente. Yo ya estaba por los 12 años. Era de los menores. Los mayores tenían 13. Y había otro grupo de 14 y 15 años.De 15 a 11 es casi como de 45 a 20. Cada segundo durante la pubertad y adolescencia es un avance irreconocible. A esas edades también comienzan a aparecer las chispas que hacen que los chicos y las chicas se miren diferente.

Los papás de un amigo se habían divorciado cuando él era chico, y él iba a la playa los fines de semana con su papá. El tío siempre estaba solo. Nos habíamos acostumbrado a verlo sin esposa, a diferencia del resto de las familias. Un día, sin embargo, apareció con una señora. Su hijo, mi amigo, nos había contado desde la semana previa. “Mi papá está con enamorada y el próximo fin va a traerla a ella y a su hija”, nos dijo con un poco de desdén. Lo entendía. El compromiso de tener que entretener a alguien que no es tu amigo era horrible. Es horrible. Esa amistad forzada que los padres ponen a sus hijos. “No va a parar con nosotros”, decía. “Debe ser una pava”. Pero no era pava. Era Mariana.

Llegó a la playa y todos la miramos con los mismos ojos con la que todo niño del mundo miró a Lindsay Lohan cuando vio la película Juego de Gemelas. “Wow”, pensamos todos. Estaba más bonita que antes. Tenía toda nuestra atención. Creo que las chicas también se dieron cuenta y la odiaron por eso. Nunca he entendido bien cómo funcionan las jerarquías sociales en grupos de mujeres, pero creo que ya sea por concilio o por instinto, decidieron incorporara a su grupo, una vez disipado el odio. Una alianza era mejor que una enemistad.

Era la chica nueva y ¡qué chica nueva! Hasta mi amigo, el que la había traído había cambiado de parecer. “Es tu hermana”, decíamos. Tratábamos de convencerlo entre risas y razón para reducir la competencia. Pero ella era mía. Así pensaba yo, al menos. Así que les conté la historia de los veranos pasados.

Por supuesto que nos reconocimos cuando nos vimos, pero no dijimos nada. La indiferencia es una característica que se considera como bacán en la pubertad. Lamentablemente, para muchos se posterga hasta la adultez.

Ella se dio cuenta del efecto que tuvo en los hombres. Creo que ese día todo el grupo dejó de ser niño. Y las chicas también. Se dieron cuenta del poder que podían ejercer en los hombres con el hechizo que provocan en la mirada ajena. Ese cambio todavía no había llegado entre mis amigos del colegio, pero llegaría ese mismo año. Las doce velas marcan la diferencia. En la playa éramos más “agrandados”. Todavía no había llegado el alcohol y el cigarrillo llegaría al año siguiente. Robando las colillas de nuestros papás, fumando sin golpear. Mareándonos, pero sintiéndonos grandes. Ese año todavía éramos un grupo de inocentes.

Entre los hombres, la jerarquía social a temprana edad está determinada por quién es el más. El más lo que sea. El más rápido, más fuerte, más gracioso, más churro. Mejor en fútbol, corriendo olas o hasta tirando piedras. Lo que sea que genere competencia entre los demás, quien sea el mejor, suma puntos. Por supuesto esto no se dice. Nadie lleva una pizarra, pero se sabe, se siente. C’est la vie.

Todos tratábamos de impresionar a Mariana y ahora también a las demás, que de pronto las mirábamos con otros ojos. Ellas mismas se comenzaban a vestir diferente. Mariana era una revolucionaria. Había llegado para cambiarnos. Y si bien solo nos acompañó un año, su legado perduró para siempre.

Los helados eran gran parte de nuestro día. La época dorada del helado fue cuando apareció la competencia de Donofrio. La británica Bresler llegó en el 96 y los niños no podíamos más. Había demasiadas opciones. La regla transversal en la playa era que cada niño solo podía pedir un helado los días de semanas, pero los fines de semana eran dos. No sé quién instauró esta regla, pero se respetaba como si fuera constitucional. Un fin de semana uno podía comer 5 helados. Pero, ¿cuáles? Dilemas infantiles.

Al ser de los menores, era difícil ganarle a los demás en el puntaje de jerarquía. Pero encontré una manera de captar la atención de Mariana. Ofrecerle mi helado. Contra mi fortísimo deseo infantil de elegir un helado para disfrutar, encontraba que había un mayor placer en ganar su favor entregándole mi privilegio. Ella me respondía con un gentil y cálido “gracias” que me llenaban de esperanza, pero solo para irse y dejarme ilusionado.

Esta práctica se hizo habitual. Esta niña se hizo mala y me pedía mis helados. Mi sorpresa, sin embargo, llegó cuando vi que los helados que me pedía no se los comía ahí mismo. Se iba con ellos. Sabía en el fondo lo que estaba haciendo, pero lo permitía. Prefería ser parte de la relación, así fuera de una manera aprovechada, a no ser parte de la ecuación. Eso al menos me permitía hablar con ella más que el resto. Tratando de decidir qué iba a pedir y quedando como un lindo por darle mi helado, recurso sagrado que ni uno de los otros chicos había pensado siquiera ofrecer.

En el proceso de dejar de ser niños, jugábamos a unos juegos entre chicos y chicas. Botella borracha y verdad o castigo, son juegos que parten en la infancia y van perdiendo la inocencia a medida que los jugadores hacen lo propio.Un beso en el cachete era algo que uno podía esperar, o ¿tal vez un piquito? “No te emociones”, pensaba. Todos sabían del “pasado” que había entre ella y yo. Nuestra conexión en el mar y nuestro romance de velero. Sabían también lo de los helados y el tiempo que pasábamos juntos. Finalmente llegó el día. Las chicas habían aceptado jugar verdad o castigo. Todos los hombres emocionados, mostrándose envalentonados por lo que podría pasar. “Yo ya he chapado”, decían algunos, dejando claro que ellos ya eran experimentados. “Pero no podemos empezar con picos, porque si no se espantan”.

Uno de mis amigos era el que mostraba un poco de competencia en mi contra. También pasaba tiempo con ella, aunque no con helados, sino que eran los últimos en salir de la piscina. Era el único que me preocupaba. Mariana tenía que ser mía. Le quería dar un beso, pero lo que más quería saber era si yo también le gustaba. Si era mutuo podía decirle para ser mi enamorada. Podría caerle. Pero tenía que saber. No podía ir sin la certeza.

El juego comenzó y los castigos iniciales fueron retos entre los hombres, para hacer tonterías que nos causaban risa a los demás. Una vez aplacado el nerviosismo había que pasar a los besos. Pero Mariana nunca decía castigo, siempre optaba por verdad, para desilusión de muchos. Aunque fingía que no sabía qué iba a decir, a último momento prefería responder una pregunta. Había una pregunta que había estado en mi mente por los últimos 3 o 4 años. Una pregunta que acompañaba mi imaginación y mis plegarias. Una pregunta cuya respuesta me emocionaba y me aterraba al mismo tiempo.

Cuatro rondas pasaron cuando de pronto una de sus amigas le pregunta a Mariana por verdad o castigo. Se lo pensó un segundo hasta que dijo castigo. Ya varios besos habían sido entregados y ¡hasta piquitos! Pero todo indicaba que ella no iba a ceder. “Castigo”, dijo. La sorpresa silenció al grupo. “Dale un piquito a…”, comenzó la otra. La agonía que se puede sentir en tan poco tiempo solo se explica con el sinsentido del amor. Pero el dolor que sentí al escuchar un nombre ajeno me cayó como un baldazo de agua fría. No había peor sentimiento. O así pensé. Porque ese no sería el golpe más duro que recibiría esa noche.

Verlos darse un piquito me llenó de ira. Pero ira que debía controlar. “No tenía otra opción”, pensé. “Solo fue un castigo. Ella no quería darle un beso a otro”, me dije para tranquilizarme. El juego tenía que reanudarse. Aún tenía la esperanza de conocer la verdad. Así que, en mi turno, víctima de la desesperación le hice la pregunta. Esa interrogante que me había perseguido por años. Tenía los helados y el mar a mi favor. Una relación dulce y salada nos unía por años, y nos uniría siempre. “¿Quién te gusta, Mariana?”, pregunté. Era lo que todos ahí presentes queríamos saber. Ella se sonrojó. Buscó la mirada de sus amigas, tal vez para llenarse de confianza y volvió a mí. No miró a los demás. Menos aún a su reciente “castigo”. Lo iba a decir. Por fin. Iba a decir mi nombre y la iba a hacer mi enamorada. Nos íbamos a casar. Íbamos a estar juntos por siempre. Nada me había preparado para lo que dijo a continuación. “Me gusta tu hermano”, sentenció. Me costó entender la respuesta un segundo porque mi hermano no estaba presente. No había estado presente. Él estaba con sus amigos, más allá, sentados en el malecón. Ni siquiera le había prestado atención desde que llegó. Yo le había dado atención, yo le había dado helados, yo le había dado mi salvavidas. Yo. “Ingrato es el amor”, sentí. Sentí y no pensé porque no tenía las palabras en mi mente para describir las emociones que iban aflorando. Mi hermano mayor y sus amigos la habían ignorado desde que llegó. Casi ni la miraban. Pero la indiferencia, como dije antes, es atractiva en la pubertad.

Nunca olvidé ese momento de dolor y nunca la olvidé a ella. Por el contrario, se convertiría en mi niña mala que iría apareciendo más veces a lo largo de mi vida. Pero nuestro siguiente encuentro lo dejo para el próximo capítulo.

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