Imposible aburrirse en estas latitudes. Jugando a la fotogenia política y su retórica, como si tuvieran valores terapéuticos, César Acuña fue convertido —no por primera vez— en una estatua, esta vez aurífera y de aires napoleónicos. Atrás quedaron los trabalenguas y los discursos encriptados. El monumento se elaboró, se estacionó y finalmente se ocultó: la cortedad del performance vallejiano. Aquí no importa si fue fruto de una sobonería protocolar o si fue un calculado autobombo escultural, tras una triangulación vía WhatsApp con mensajes que se autodestruyen. No. Aquí lo importante es hacer una lectura torcida de estos honores. ¿Quién los merece? ¿Dónde deberían ir? El agasajo también puede ser incorrecto y geográficamente desfavorable, diría un conocido.
Empiezo con la presidenta Dina Boluarte. Pediría que la inmortalicen con un cuadro con su rostro sobresalido, como si hubiera sido congelado en el tiempo, al mismo estilo de Han Solo. Exigiría que exhiban su reacción facial predominante: el de una confusión iracunda. Lo pondría en el aeropuerto Jorge Chávez. En letras grandes: por su inmolación diplomática con resultados ambiguos (o nulos), por saturar la caja con impuestos ajenos y por tratar inconscientemente de bajarle el volumen a la acrofobia. En letras pequeñas: examiga de Pedro Castillo, potencial ectoplasma en sus ratos de soledad. Definitivamente esta presentación sería inaugurada con un personaje vernacular cantando Falsía. Siempre y cuando Nicanor Boluarte y Alberto Otárola no se peleen por el micrófono.
Otro que también merece un reconocimiento —¿siguen la cuerda de la ironía, no?—es Vicente Romero, ahora exministro del Interior, cartera que tendrá un cuarto titular y deja a este gobierno tricéfalo a tres repuestos de igualar al profesor chotano. Los récords se desbordan. Avanzamos.
Pero bueno, pediría dos bustos hiperrealistas de Romero en color negro. Los pondría en los distritos de San Martín de Porres y San Juan de Lurigancho. Así evitamos la nitidez de esos jeroglíficos urbanos que adornarán su rostro, no con mensajes necesariamente amigables. Cada uno tributa a su manera. ¿En qué zonas pondría estas cortesías? Sin pensarlo dos veces, en los perímetros más picantes, donde el sicariato y el robo al paso son diarios espectáculos inmersivos. Como el estado de emergencia no viene funcionando, tal vez tengamos otro efecto con una copia suya atrapando ocularmente a los amigos de lo ajeno y de las armas de dudosa procedencia. O tal vez se caiga en la desenmascarante fórmula nietzschiana donde dos abismos se terminan encontrando. O peor aún algún elemento de estos hábitos brutales podría decapitar los bustos como pasó con el Lolo en el Monumental. A estas alturas, la temeridad sin sentido ya está consolidada en nuestra matriz cultural, es una abstracta normativa supranacional, una tentación que no margina. Ahí vemos a ese hincha que robó y condujo una moto policial. ¡Qué lío!
También se me ocurre producir varias estatuas de vidrio de José María Balcázar, ese congresista de vuelo decimonónico que le dedicó buenas flores al matrimonio infantil. Lo pondría en esas zonas francas para destruir cosas, lugares hoy muy publicitados en redes sociales. En este caso, no se pagaría, sería gratis. En un acto simbólico en estos tiempos de estrés, para evitar más Carlos Ezetas, apostaría por este tipo de desahogos saludables bajo cuatro paredes. También habría licencia para pedidos a la carta. No solo de parlamentarios, puede ser cualquiera, hasta esos expolíticos que increíblemente quieren dar cátedra por Twitter. El único requisito, por supuesto, será: terminada la función, respire y continúe, joven.
Otro que debe entrar a la lista es Martín Vizcarra. Convocaríamos al artista francés, Matthieu Robert-Ortis, para que elabore una escultura que cambie de forma. En color verde, por supuesto. Sacaríamos a pasear estas producciones a puertas de las elecciones presidenciales. Sería como un ejercicio histórico.
Esto se podría alargar. Tenemos una caravana de personajes desinhibiendo desde hace un buen rato su errancia y sus peligrosas inclinaciones. Son tranquilamente los vehículos de la neurosis. Pero bueno, ya eso es parte de otra radiografía. Como advertí al inicio, esto solo era un golpe de innecesaria imaginación. Como reza la frase salsística de El gran combo, lo que se debe dar, hay que darlo en vida.