Patrocinado involuntariamente por los errores y las pasiones de sus enemigos y de los aliados que luego expectoró (¿Patricia Benavides?), Alberto Otárola llegó a la cifra de 12 meses al mando de la presidencia del Consejo de Ministros. Un hito tomando en cuenta la intermitencia que tuvo esa regencia durante la época de Pedro Castillo y recordando que la última vez que alguien cumplió ese intervalo fue Pedro Zavala durante el efímero gobierno de Pedro Pablo Kuczynski. Esto, sin embargo, no es un reconocimiento, sino una duda de grandes proporciones respecto a cómo se deslizó pese a cargar con denuncias de alto calibre, pese a estar en un constante fuego cruzado en el interín del Ejecutivo y pese a que proyecta ser más un anacronismo en estrategias frente a los atropellantes problemas nacionales que se nos presentan.
El abogado, que había defendido a Boluarte en el Caso Apurímac (por el que en su momento debió ser censurada de sus funciones en el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social), había tomado la posta en medio de la crisis social tras la caída del golpista. Sustituyó a Pedro Angulo. La elección, como era de esperarse, provocó escozor en la izquierda, la light y la dura. Ahí tenemos a Mirtha Vásquez. No es que querían a un mejor postor. Quería tirarse todo abajo, habían interpretado la fricción en las calles como el momento para filtrar la Asamblea Constituyente y de paso para adelantar elecciones. Sobre lo primero, ya vimos qué acaba de pasar en Chile. Tiempo y dinero perdido.
Pero bueno. Otárola, que trata de mostrarse siempre hiératico, incorruptible, ya empezaba a perfilarse. Primero como un leal apéndice de la mandataria. Se movilizó como un bólido para responder frente a las crisis. Atacó a los presidentes de México, Andrés Manuel López Obrador, y Colombia, Gustavo Petro. Trató de tener puentes con los gobiernos regionales. De cierta forma se había convertido en un rostro permanente. Ya no era complementario: era estelar. Era la oficialización prematura de un gobierno bicéfalo donde luego se fue reduciendo progresivamente a la mandataria (sobre todo porque tiene incontables anticuerpos: entre estos, su pasado izquierdista como un pésimo capital) hasta convertir al país en una especie de monarquía británica donde él tiene la máxima autoridad.
Esta hegemonía se había traducido en esquivar como si nada a pruebas duras sobre algunas irregularidades. Ahí tenemos al redireccionamiento de dos millonarias órdenes de servicio (una de S/18.000 y otra de S/35.000) hacia una amiga de nombre Yaziré Pinedo Vásquez, quien previamente lo había visitado en su despacho.
El verdadero Otárola afloraba poco a poco: "Es un peligroso escenario en el que se pide información hasta por la marca de lápiz que utilizamos [los ministros] en nuestros escritorios”. Quien también opacó al mismo hermano de la presidenta, Nicanor Boluarte, quien también buscaba su cuota de poder, olvidó, tal vez sigue olvidando, que es un funcionario y que el trabajo periodístico es rastrear cualquier acto de corrupción.
Y así el flamente premier tuvo otros episodios como el de Rosa Rivero Bermeo. O el Caso Essalud, donde habría desembolsado S/41 millones a la empresa a Aionia Technology Corporation S.A.C., dato que fue secundado por la ex trabajadora de Palacio: Grika Asayag.
Sobrevivió incluso ahora a un misil que se le venía por las muertes durante las protestas. Patricia Benavides, entonces fiscal de la Nación, ahora suspendida, iba a presentar una denuncia constitucional contra este y la jefa de Estado. Pero se quedó a mitad de camino. Coincidentemente se volvió pública todo el andamiaje que habría tejido la magistrada en la Fiscalía.
Ambos personajes eran incondicionales desde finales del 2022 como parte del tablero del momento, que tenía una razón de ser: sobrevivir al régimen chotano que había convertido al Estado en un caos. Pero ahora a finales de 2023, la historia ha cambiado. En un barco sin timón, y donde al parecer los apetitos de poder se volvieron consignas, rompieron filas, pero solo uno de ellos dos pasará tranquilo fiestas de fin de año.