Aquella tarde del mes de julio de 1986, asistí al auditorio del Colegio de Jesús, en la avenida Brasil. Estaba atiborrado de gente así que opté por sentarme a la cabecera de una fila que daba al pasillo central del auditorio. La gente esperaba con mucho entusiasmo al expositor que no era nada menos que en el aquél entonces, el cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la fe, el mas importante organismo vaticano, custodio y al mismo tiempo promotor de la ortodoxia de la fe católica. Yo aún tenía veintiséis años y mucha ilusión de escuchar a este hombre del que solo había leído un par de libros como el famoso “Informe sobre la fe”, libro publicado en 1985 y basado en una diversidad de entrevistas del escritor y periodista italiano Vittorio Messori al cardenal Ratzinger, en donde se tocaban temas vitales y problemáticas de la actualidad de entonces. De otro lado, sabía que Ratzinger era un gran teólogo -quizá el mejor de todos los teólogos del momento- y especialmente sabía que ese hombre era el brazo derecho y mejor amigo, de ese gran papa que luego sería santo, esto es, San Juan Pablo II.
Llegada la hora de inicio de la conferencia, entró Ratzinger al escenario del auditorio, acompañado de algunas personas, las cuales tomaron asiento mientras que Ratzinger se acercaba al podio para dar su conferencia. Hablando en un perfecto español, obviamente con un ligero acento alemán, este hombre nos habló durante casi una hora de diversos temas de actualidad, pero especialmente con una luz y una claridad impresionante en donde los problemas más complejos eran expuestos con una simpleza y sencillez que a todos nos quedaba claro tanto el problema como la solución. Una vez terminada la conferencia, que fue muy aplaudida, por cierto, Ratzinger rompiendo el protocolo, decidió bajar del escenario y salir por el pasillo central del auditorio. Al parecer seguía el “ejemplo” de su querido Papa y amigo Juan Pablo II, de salirse de los protocolos y mezclarse entre la gente.
Al encontrarme sentado yo en la cabecera de las filas del medio del auditorio aproveche para ponerme de pie y esperar a que se acercara el cardenal Ratzinger hacia mi persona. Al observar más de cerca a este hombre, de altura mediana a baja, que se acercaba hacia mi lentamente, podría apreciar algo que definitivamente destacaba en su persona: su mirada y la fuerza de su santidad. Al menos es lo que a mí me llamó más la atención. Cuando se acercó a mí, lo saludé como se saluda a todo cardenal, dándole la mano y besando su anillo de cardenal. Aproveché de hacerle una pregunta y luego pedirle su bendición. Sus grandes ojos azules me miraron y su mirada era profunda, la de un hombre muy inteligente, atento, despierto, alerta a todo, y también una mirada amorosa y paciente, amable. Conversamos un par de minutos —no pude retenerlo más— y nos despedimos como buenos amigos. La sencillez, santidad y naturalidad de este hombre eran impresionantes. Dejó una enorme huella en mí.
Transcurrieron casi veinte años hasta el 19 de abril de 2005 en que fue elegido papa, escogiendo el nombre de Benedicto XVI, el papa número 265 de la historia. Su papado fue intenso, agotador, publicando importantes encíclicas y otros documentos de una claridad y profundidad impresionantes. Así mismo, viajando a muchos lugares del mundo para llevar el mensaje del amor de Cristo a todos los hombres de buena voluntad, inclusive en las condiciones mas precarias y delicadas, incluyendo su salud, trabajando como vicario de Cristo en la Tierra con total fidelidad y entrega, hasta que su salud no pudo más, renunciando al papado el 28 de febrero de 2013.
Han pasado casi diez años, y es un 27 de abril de 2022, día de su cumpleaños número 95. Mientras toca un rato el piano, pues como buen alemán es un amante de la música, toca muy bien el piano y en especial la música de Mozart, recuerda su niñez, su juventud, sus años en el seminario, su ciudad natal, Marktl, ubicada muy cerca de la frontera con Austria, en plena Baviera, y como buen bávaro, luego de tocar una sonata de Mozart, se toma con unos amigos que lo visitan por su cumpleaños, un buen chopp lleno de una espumosa y deliciosa cerveza bávara. Unos meses más tarde, un 31 de diciembre de 2022, en el monasterio Mater Ecclesiae del Vaticano, Joseph Ratzinger entregaría su alma a Dios.
A un año de su partida al Cielo, vayan estas líneas en homenaje y recuerdo de este gran papa, Benedicto XVI, que algún día será declarado seguramente santo. Un hombre que, con su inteligencia y santidad, con sus escritos y ejemplo de vida, continúa iluminando a la Iglesia universal y a la humanidad —inmersa hoy en un mar de confusión, relativismo y materialismo egoísta—, dando luces, orientando y recordando, que solo Cristo es “el Camino, la Verdad y la Vida”.