Esta semana, lamentablemente, nuestra región se ha visto sumamente afectada y dolida por los sucesos ocurridos en nuestro vecino del norte, Ecuador. Grupos armados han llevado a cabo una serie de operaciones sanguinarias. Estos terroristas han arremetido contra un canal de televisión, policías e incluso niños en un colegio. El mensaje ha sido claro: desean que las nuevas políticas en materia de seguridad ciudadana y penitenciaria del actual presidente Daniel Noboa no se implementen. Incluso, estos criminales han sido explícitos con su amenaza: “Si no se conversa, seguirán las muertes”.
En otras palabras, los terroristas desean negociar con el gobierno y tratan de tener injerencia sobre las actuales políticas públicas a punta de pistola y terror. El gobierno ha sido bastante claro en negarles toda posibilidad de diálogo, pues efectivamente con criminales y asesinos no se negocia. El estado no puede ponerse a merced de quienes acribillan a la ciudadanía, sino salir a defender su país cueste lo que cueste.
Sin embargo, pese a que la mayoría de los países repudia la criminalidad y apoya fervientemente que se les enfrente violentamente, existe un sector de la población fuertemente ideologizado que irrumpe con el clamor popular y justifica al criminal.
La izquierda, desde hace muchos años, ha sido enemiga radical de las fuerzas del orden y, sobre todo, ha implantado en muchos jóvenes la idea de que el delincuente es una víctima del sistema y, por ende, por tener esa cualidad de víctima y no de victimario, es que las cárceles deben ser para reformar al criminal. A su vez, plantean la idea de la concientización y diálogo fraterno con los grupos guerrilleros, dado que son personas a las cuales el “sistema no favoreció”.
Del mismo modo que la izquierda se queja con justa razón de la desafortunada frase que algunos derechistas repiten: “El pobre es pobre porque quiere”. Un símil perfecto, es decir, que el criminal delinque por culpa del mercado.
El mercado posibilita la cooperación humana en armonía. Para poder obtener algo tengo que dar algo a cambio, que puede ser mi trabajo y mi tiempo, no únicamente capital monetario. Pero en ese intercambio donde se celebra la paz entre iguales. Si bien, no existe país, por más librecambista que sea, que haya aniquilado totalmente la pobreza, siempre la elección entre actuar conforme al respeto de los derechos humanos del prójimo o socavarlos para beneficio propio puede ser en casos excepcionales un dilema no menor y no mal intencionado, pero optar luego del mero ejercicio mental por vulnerar los derechos del otro para el beneficio personal es un acto de extrema maldad, falta de empatía y egoísmo irracional. Es afirmar que el otro no merece ser tratado como persona, que tus urgencias están por encima de sus derechos, que es lo que le permite inherentemente ser persona.
Entonces, el tema no es que la sociedad deje sin posibilidad al criminal. Por el contrario, por más dura que sea su realidad, al final la elección es moral. Es decidir seguir abrazando la justicia como sistema que guía a una sociedad o mostrarnos adeptos a la barbarie. No es por nada que los sectores más pobres de nuestra sociedad son históricamente los primeros en pedir mano dura contra la delincuencia, pues son los primeros afectados al ser los más vulnerables, pero también porque comprendieron que la vida es difícil y a veces las circunstancias no son las mejores y tal vez, incluso, nunca cambien, pero ¿qué vida se puede disfrutar sin principios que se puedan ofrecer?
Finalmente, la decisión es de cada individuo. Delinquir no es una condición dada por la “estructura” social, sino por la bajeza moral.
“La moralidad termina donde empieza la pistola” – Ayn Rand.