OpiniónDomingo, 14 de enero de 2024
Relativismo moral, por Juan Carlos Lynch
Juan Carlos Lynch
Comunicador y redactor

¿Verdad absoluta o verdad relativa? Situaciones cambiantes, ¿traen soluciones que también lo serán? La disputa ética entre lo absoluto y lo relativo posee una larga trayectoria filosófica de siglos. Los sofistas, por ejemplo, que reposaban su confianza en la ciencia y la técnica, encontraron en el relativismo moral una forma de sustentar el modo de vivir, democrático e igualitario. Encontraron una distinción entre naturaleza y convención, comprendiendo que no hay nada justo e injusto por naturaleza, sino que la ética es una cuestión de consenso.

Pero encontrarían detracción en las figuras de Sócrates, Platón y Aristóteles, que procuraron no ver afectada sus teorías éticas por el relativismo. Ellos creían que existía una manera justa de juzgar a las culturas y prácticas humanas.

La pregunta sería, ¿lo bueno y lo malo dependen completamente del sujeto? Esta es una forma de relativismo.La modernidad plasma ello en la sociedad. ¿Cómo? A través de la interpretación sobre que los criterios morales dependen de la cultura, del medio social, de la época en que se vive o de otras causas semejantes. Aún así, esta consideración propone que hay parámetros “se debe acatar las prácticas de dicha sociedad”. No es una cuestión de capricho individual. Lo que sí niega es que existan principios morales de valor universal.

Por ejemplo, solo con criterios universales podríamos juzgar que los Mayas y sus prácticas de sacrificios humanos atentan contra la verdad de que el ser humano es un fin en sí mismo, poseedor de autonomía y derechos. De lo contrario, solo podríamos convenir en que “esa sociedad es así”.

Para el relativismo, la función de la ética está subordinada por las condiciones sociales. Y, como la ética del obrar yace condicionada por las estructuras políticas, aquella imposición se da, no necesariamente por perseguir un bien supremo (para todos), sino por interés. Porque el subjetivismo se ampara en la singularidad del deseo único. Si el “yo” es un imperativo del actuar, el consenso se dará bajo mis propias determinaciones morales. Y estas podrían ser destructivas.

Entonces, dados ciertos intereses, elegimos o creamos los principios que los justifican. Pero los principios son eso, un disfraz que hace mejor parecidos a los intereses. La ética y la moral pasan a segundo plano, lo que aflora es el interés. Estos, evidentemente, pueden ser distintos. No es lo mismo el interés por preservar el bienestar de los ancianos, que el interés de tomar el poder político para fines económicos personales.

Hay valores universales que sostienen las dinámicas sociales y preservan la humanidad y dignidad del individuo. Y, en la praxis, nos mostramos absolutistas con nuestro relativismo. Por ejemplo, si alguien nos ha hecho algo malo, no solo decimos que no nos gusta, sino que se ha incumplido un criterio que nosotros mismos conocemos (no mentir, por decir un ejemplo). Y, cuando alguien nos responde sobre ello, no va a debatir la ética de esa norma, sino que sostendrá que tiene razones suficientes para su actuar. Su propio estándar e interés justifica su actuar.

“Si no existen algunos criterios intersubjetivos de valoración y si no admitimos la posibilidad de conocerlos, la indignación moral tiene tanto alcance como la decepción del veraneante cuando se levanta y ve que el día está nublado”, Joaquín García-Huidobro

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