¿Puede una persona estar muerta y sepultada, pero estar viviendo su vida a la vez? Sí es posible y ese es mi caso. Me explico. Mis padres al poco tiempo de casarse, esperaban a su primer hijo. Todo el proceso de embarazo fue muy bien llevado por mi madre, efectuándose sus chequeos médicos puntualmente y sin ningún problema. Mi madre se sentía bien, así como sentía al bebe moverse en su útero, dar pataditas y agitarse. Todo el embarazo marchaba bien hasta que, llegado el noveno mes, a pocos días de dar a luz, dejó de sentir al bebe. Aparentemente ya no pateaba ni se movía. Llegado el momento del parto, la criatura nació muerta. Era un varón. Por algún motivo, el bebé estaba muerto y no había nada que hacer. Mi madre se quedó destrozada de dolor y mi padre, también muy dolido, cumplió con darle cristiana sepultura. Un par de años más tarde, mi madre volvió a quedar embarazada y nació este humilde servidor.
Pasados los años, y ya adulto, recordé lo que mi madre me contara alguna vez, esto es, que tuve un hermano mayor que nació muerto. Sin duda, me hubiera gustado tener un hermano mayor, pues a mi lo de ser el mayor no me hacía mucha gracia, pues era el conejillo de indias, el primero en todo, para muchas cosas. Lo que no me habían contado mis padres era que, a mi padre, no se le ocurrió mejor cosa, al momento de asistir a la municipalidad de Miraflores para registrar mi nacimiento -en esos años no existía la RENIEC-, que ponerme también su nombre, esto es, Alfredo, por lo que, en conclusión, al llamarse mi hermanito mayor fallecido exactamente igual que yo, ello significaba, en resumidas cuentas, ¡que yo me encontraba sepultado desde hacía unos años, en algún lugar del cementerio! En resumen: ¡estoy muerto pero vivo!
Debo decir que nunca he visitado mi tumba. Suena raro que alguien diga esto, pues nadie muere primero y luego vive. Generalmente es al revés. La verdad es que tampoco me ha motivado mucho que digamos, conocer mi tumba, ver mi lápida, con mi nombre completo allí gravado. Sin embargo, debo reconocer que algún día será una realidad ineludible, que existirán nada menos que dos tumbas con mi nombre en el cementerio, pues algún día inevitablemente moriré. Todo ello lo obliga a uno, le agrade o no, a meditar, a reflexionar, sobre lo que realmente es importante en la vida y lo que no lo es, pues constituye una verdad cierta -qué duda cabe- que todos algún día vamos a morir. No hay póliza de seguros que te proteja y que evite esto.
De allí que imagínense por un momento, que estás caminando por el cementerio y te encuentras con una tumba con tu nombre. Es tu tumba, no cabe duda alguna. ¿Te sorprenderías? Esta tu nombre y apellidos completos. ¡Pensar que en esa tumba solo queda polvo y tus huesos! ¿Cuántas preguntas acudirían de inmediato a tu mente? Muchísimas de seguro. Contemplar tu propia sepultura, definitivamente despierta en uno toda una diversidad de reflexiones y preguntas fundamentales. ¡Te replanteas tu vida entera!
Al reflexionar sobre tu propia sepultura, lo primero que piensas es en el sentido de tu vida. ¿Tiene algún sentido tu existencia? Al ver la tumba, te preguntas ¿La tuvo? La respuesta depende de muchas cosas, pero especialmente de una: Dios me dio una vida y una tarea en particular que le da sentido a mi vida. Él espera que sólo tú realices esta tarea, solo tú. No habrá otra oportunidad. Nadie te puede reemplazar, pues somos únicos. De allí que lo primero que debemos preguntarnos es, ¿Cuál es esa tarea que le dará sentido a mi vida? ¿Ser un profesional o un ejecutivo exitoso? ¿Acumular una fortuna en dinero y propiedades? ¿Lograr un importante cargo político y poder? ¿Formar una exitosa empresa que te rinda pingues ganancias? ¿Es esa la tarea que te ha encomendado Dios, la cual te permitirá vivir con verdadera paz y alegría, para luego ganar el Cielo en la otra vida?
Hoy la sociedad divertida, materialista y hedonista del bienestar nos muestra “metas, objetivos y logros” que aparentemente le darían “sentido” a tu vida: poder, dinero, diversión, posesión de bienes, pasarla bien, etc. Pero, ¿Estas son las tareas que querrá Dios para con tu vida? Esto es, ¿Para qué tu vida haya valido la pena? “Allí está el detalle”, como diría el genial Cantinflas: en conocer el sentido de tu vida y la tarea que Dios quiere para ti. Al ver mi propia tumba, pensaría y rogaría para que mi vida haya valido la pena y haya logrado la tarea que Dios me encomendara.
Tenlo por cierto que a tu sepultura no te vas a llevar el dinero acumulado, ni el poder, ni las joyas, ni el oro, ni las propiedades, ni las mujeres y placeres que “lograste” en tu vida. Entonces, ¿En qué quedamos? ¿No será que la tarea encomendada para ti por todo un Dios de amor, sean las cosas más sencillas de la vida? Lograr formar una buena familia; la lealtad en tu matrimonio; que tus hijos sean personas de bien, con valores y principios; trabajar con honestidad en tu trabajo o empresa; si ocupas un cargo público, servir honestamente a tu país y trabajar por el bien común de tu patria; ayudar a los que más lo necesiten, etc. Ya lo dijo Jesús cuando le rezaba a su Padre: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños” (Mateo 11, 25-30). En la grandeza de lo pequeño y de las cosas sencillas de cada día, se encierra el secreto de tu vida porque allí se esconde lo divino, oculto a los necios, corruptos, egoístas y vanidosos.
En conclusión, al ver tu tumba, solo te queda descubrir el sentido de tu vida para que ella valga la pena, la tarea o misión que Dios tiene para cada uno, sea cual fuere tu condición social y económica. Pues definitivamente, en algún momento -te lo puedo garantizar- llegará el día que te encuentres cara a cara con Dios, y Él te preguntará por el cumplimiento de esa tarea, no por cuanto poder, dinero o propiedades acumulaste o si te divertiste bastante.
Lo esencial se impone a lo superficial, lo trascedente se impone a lo intrascendente. Nacimos para trascender, para la eternidad. De nosotros depende que lo logremos. De allí que, algún día -si me animo-, cuando vea la tumba de mi hermano con mi nombre, me preguntaré si mi vida valió o no la pena, pues definitivamente, como ya lo dijera Santa Teresa de Calcuta: “Seremos juzgados sobre el amor”.