Muchas personas hasta el día de hoy reconocen en Karl Marx a un gran sociólogo y filósofo, incluso, hay quienes aún lo consideran un pilar fundamental de la economía moderna. Definitivamente, hay un antes y un después de Marx, pero no para traerlo de vuelta como quien revive a Aristóteles o a Adam Smith, sino para darse cuenta de los enormes errores que cometió y, de una vez por todas, ser capaces de entender que hay ideas que no solo no funcionan en la praxis, sino que no tienen ni pies ni cabeza a nivel teórico.
Entre las muchas rosas que se le adjudican considero que hay dos grandes propuestas que hasta el día de hoy gozan de buena fama y siguen nutriendo al mundo académico (para mal).
En primer lugar, se encuentra la famosa crítica que hace en su obra “El Capital” al sistema capitalista o de mercado, apuntando tajantemente al capital mismo. La idea que subyace el autor es que las cosas tienen un valor en sí mismas, idea extraída de Adam Smith y David Ricardo.
Dicha premisa sostiene que todos los bienes del mercado se configuran en una suerte de ecuación, que irrefutablemente condiciona el valor de la cosa. Esta ecuación básicamente está ligada al material empleado y al trabajo realizado. Entonces, bajo la teoría marxista, podríamos decir a grandes rasgos, que un carro tiene el valor de la sumatoria de los materiales utilizados para fabricarlo y del trabajo realizado para ensamblarlo.
El problema que ve Marx entonces en el sistema capitalista es que el valor de la venta de dichos bienes está siendo elevado o está, en otras palabras, siendo “robado” por el capitalista que únicamente invierte. Para Marx, el capitalista roba parte de la ganancia correspondiente de los trabajadores, dado que, si el valor es irrefutablemente una ecuación matemática, si es que un sector se lleva bastante más en relación con el otro es inexorablemente un robo.
¿Por qué los trabajadores se llevan tan poco en relación con la ganancia del capitalista que no trabajó lo mismo para darle el valor objetivo al bien vendido?
Acá vemos el primer gran error de Marx. De hecho, es un error sumamente infantil. Por ejemplo, ¿qué pasa si me encuentro un diamante en el piso? No hay trabajo empleado y puede valer mucho más que un juego de tazas. Otro ejemplo, si trato de vender vino en una sociedad de abstemios no ganaré absolutamente nada por más implementos o esfuerzos que haga para realizarlo.
¿Por qué el hielo en un desierto vale más que en el polo norte?
Este problema lo resolvió impecablemente otro Carlos. Me estoy refiriendo al primer líder de la Escuela Austriaca de Economía, Carl Menger, que en su obra prima “Principios de Economía” decía lo siguiente:
“El valor de los bienes se fundamenta en la relación de los bienes con nuestras necesidades, no en los bienes mismos. Según varíen las circunstancias, puede modificarse también, aparecer o desaparecer el valor”.
En síntesis, Menger mató la teoría del valor-trabajo marxista. Pero es algo lógico, las cosas en el mercado tienen valor por las preferencias que subjetivamente día a día los individuos que conforman la sociedad ofrecen. En buen cristiano, Menger nos dice que la cosa no vale por lo que es, sino por cómo es que se relaciona con quien en el mercado lo prefiere o no.
El mismo vino puede ser apreciado muy bien en una sociedad de bebedores a diferencia de en una de abstemios, un hielo es preferido en un clima caluroso que en uno frio e, incluso, una obra de arte puede ser más valorada que una casa si es que el artista es muy querido en ese momento. El valor no es objetivo, no esta ligado a la materia. El valor es inherentemente subjetivo, depende de nuestra jerarquía de gustos, preferencias o necesidades. Es circunstancial, no obsoleto.
Esto último nos lleva al segundo concepto o pensamiento, que hasta el día de hoy sigue vivo en muchas de las universidades acaparadas por la izquierda latinoamericana: el materialismo histórico.
Marx no sólo pensaba que el sistema capitalista estaba dirigido por opresores y que los trabajadores eran a través de la plusvalía, engañados y esclavizados. Además, sostenía que la historia era la historia de la lucha de clases y que íbamos a llegar, queramos o no, a un fin, al que bautizó como comunismo. En este mundo utópico las cadenas que oprimían al trabajador serían liberadas y todos tendríamos lo que nos “correspondía”, pues no habría clases sociales que se pelearan por subexistir frente a la otra.
Para el filósofo alemán, el mundo estaba condicionado. Su idea era que el sistema capitalista, así como este le puso fin al sistema feudal, iba a ser abolido por un nuevo sistema (comunismo).
En este punto, es importante resaltar la crítica de otro Carlos que también era austriaco. Esta vez, me refiero al racionalista crítico, Karl Popper. El filósofo escribiría esto en su aclamado libro de 1954, “La miseria del historicismo”:
“Sólo es posible derivar profecías a largo plazo de predicciones científicas condicionales si se aplican a sistemas que pueden ser descriptos como aislados, estacionarios y recurrentes. Estos sistemas son muy raros en la naturaleza, y la sociedad, sin duda, no es uno de ellos”.
Popper sostiene tajantemente que la sociedad humana se mueve de tal forma que no va de una determinada manera ni tampoco hay como sustentar que aquello que paso no pueda volver a darse. De hecho, Popper, incluso, tiene los datos a su favor, pues Rusia pasó del Zarismo (sistema feudal) al socialismo sin antes pasar por una revolución burguesa como sostenía Marx en su postulado historicista.
Además, como bien recalcó Popper en su obra: “La búsqueda de una ley que determine el ‘orden invariable’ de la evolución no puede de ninguna forma caer dentro del campo científico, pues, la evolución de la sociedad humana es un proceso histórico único”.
En resumen, Marx no solo erró en cosas relevantes a la economía, en donde poco alcance posee actualmente, sino que no pensó racionalmente su teoría histórica tampoco. Su obra no le atinó a nada.
No fue buen economista, ni sociólogo o ni filósofo. La verdad, por más que muchos trasnochados lo crean, jamás fue un gran pensador.
Sin embargo, como alguna vez sostuvo el izquierdista argentino, Mario Bunge: “La frecuente aparición del error, quizá mejor que el ocasional hallazgo de la verdad, prueba la existencia del mundo real”.