Manuel Teodoro del Valle y Seoane nació en Jauja el 9 de diciembre de 1813. Muy joven fue a estudiar a Galicia donde tomo el hábito de novicio capuchino. En aquellos días sufrió los graves estragos de la primera guerra carlista (1833-1839) y, luego de la derrota de la causa católica, tuvo que exiliarse en Italia.
Hacia 1840 regreso al Perú donde se ordenó sacerdote y se ocupó de atender la parroquia de San Juan Pararín (Huaylas) para luego regresar al capital destinado a la Iglesia de Santa Ana en el cercado. Su fama de escritor ortodoxo la debe a sus textos firmados bajo el seudónimo de “Un serrano” dirigidos contra el heterodoxo Francisco Gonzales Vigil. Entre 1851 y 1856 fue secretario del arzobispado de Lima y, desde 1861, se encargó del rectorado del Seminario de Santo Toribio.
El 27 de marzo de 1865, el Papa lo eligió obispo de Huánuco donde invito a regresar a los jesuitas que estaban proscritos del Perú desde 1767 y logro la supervivencia del convento franciscano de Ocopa. José de la Riva Agüero (1885-1944) recordaba que:
Los liberales intentaron en vano por dos veces, en 1854 y 1865, suprimir el convento. Descompuestos de nuevo los ánimos en 1866, la comunidad fue disuelta, y desterrados sus frailes a San Ramon y Chanchamayo; pero el destierro no duro sino un mes, el arzobispo Valle logro la revocación de la medida.” (Los franciscanos en el Perú…Lima, 1930).
En 1867 fundo la Sociedad Católica Peruana que fue la primera organización de laicos comprometidos en defensa de los derechos de la Iglesia ante el avance secularista. Entre los mayores ejemplos de nuestro laicado destacó José Del Carmen Sevilla (1847-1913), conocido como el “Zuavo”. Hijo de un celebre magnate irreligioso que lo desheredo por su fe. Este joven héroe peruano se enrolo en los ejércitos pontificios, fue a defender a Pio IX en los campos de batalla italianos y, ahí, recibió cinco graves heridas frente al ejército de Garibaldi. En la defensa de Lima volvió a tener un papel destacado contra el invasor de la patria.
En 1869 monseñor del Valle viajó a Roma para asistir al Concilio Vaticano I y, en 1872, a la muerte del arzobispo de Lima, monseñor Goyeneche el gobierno del presidente Balta lo propuso para ocupar la misma dignidad que le fue confirmada de inmediato por el soberano pontífice. Fue entonces cuando surgió un inesperado conflicto político-religioso, el nuevo presidente liberal, Manuel Pardo y Lavalle (1834-1878) se opuso a la permanencia del prelado jaujino en la sede de Lima. Ante esta actitud, el enjambre radical atacó a don Manuel Toribio, quien presentó su dimisión al Papa (4-IX-1872) para que su persona no fuese usada para causar daño a la Iglesia. Ante este gesto de desprendimiento la Santa Sede lo recompensó elevándolo a la muy antigua dignidad de arzobispo de Beirut (Berito).
A partir de la “querella del arzobispado” se inició una época de sutil pero real persecución a la Iglesia. Por ello el gobierno civilista prohibió la instalación de los jesuitas en la diócesis de Huánuco (1874), hostilizó a monseñor Huerta en el obispado de Puno (1874) y disgustado por un sermón en Arequipa, desterró del padre Masía al Ecuador (1875), país en el cual fue de inmediato fue elevado a la dignidad de Obispo de Cuenca. En este cuadro triste se veía que, mientras los civilistas expulsaban virtuosos sacerdotes no perdían oportunidad de rendir su sentido homenaje en el sepelio de un sacerdote excomulgado como Francisco Gonzales Vígil (1875). A estos desaciertos se sumaron otras arbitrariedades y una ruina económica generalizada que causó las revoluciones pierolistas en el interior y la debilidad en el exterior que nos trajo la desastrosa Guerra con Chile en 1879.
Pero si el dramático episodio del Arzobispado de Lima elevó a monseñor del Valle a la condición de héroe de la Iglesia en 1872, no hay duda de que su mayor sacrificio los brindó por la Patria durante los duros días de la Campaña de la Breña donde se destacó como uno de los más importantes colaboradores del general Andrés A. Cáceres en la resistencia nacionalista contra el invasor.
El historiador Luis Alayza y Paz Soldán (1883-1976), amigo personal del general Cáceres, viajero y tradicionista escribió en 1939:
“El autor de esta crónica oyó muchas veces al mariscal Cáceres expresarse lleno de respeto y cariño por la memoria del insigne patriota que fuera el prelado jaujino, monseñor Teodoro del Valle, ..., visitando Ocopa, el P. Zabaljáuregui me refirió algunas anécdotas del virtuoso varón, y días después en Huancayo el octogenario P. José completó estas versiones. Pero la señora Gamarra habló de su exterior y de sus riquezas. Era de mediana estatura, blanco y algo grueso. Tenía una mirada llena de fuerza y un rostro enérgico y hermoso. Era de cáscara amarga, según decían sus alumnos en el Seminario, pero, en el fondo el más justo y bondadoso de los maestros; sólo que cuando se trataba de faltas de disciplina, volvíase un león, me dice la Gamarra.” (Alayza, Luis. Mi País: El paso de los libertadores. Lima, 1939).
Desde 1881, cuando la guerra de devastación alcanzó nuestras cumbres andinas, como en tiempos de las cruzadas, el convento de Ocopa, aquel recinto sagrado que los liberales quisieron clausurar, se alzó como una fortaleza de la patria tras el prelado y su clero ultramontano. El historiador chileno Patricio Greve ha escrito que, en 1882, cuando las tropas chilenas ocuparon el valle del Mantaro, del Valle y Cáceres son “alma” y “cerebro” de la insurrección contra el invasor. Con ellos están en primera línea:
“…los curas de los 16 curatos de Jauja, es decir, Apata, Concepcio, Jauja, Huancayo, Sincos, Huaripampa. Comas, Parihuaca, Mitos, San Jeronimo, Chupaca etc Y para terminar esta milicia, que por cierto nada tiene de celestial, agregamos a los tantos nombrados, los 14 curas de la provincia de Jauja.” (La crónica del Chacabuco 6 de Línea. 2012. p.179)
El 9 de julio de 1882 todas las guerrillas indígenas, sus párrocos y las tropas de Cáceres se levantaron en armas contra el ejército chileno que, derrotado en Pucara, Concepción y Marcavalle tuvo que retirarse a la costa. Por ello no resulto extraño que, cuando regreso una nueva expedición invasora en 1883 tomasen la precaución de tomar preso primero al arzobispo de Berito y recluirlo en Lima. El mismo Alayza recogió el testimonio del franciscano Zabaljauregui (fallecido en 1942), quien siendo niño llego al Perú, y recordaba cómo monseñor fue hecho prisionero de guerra:
“El obispo estaba celebrando misa cuando vinieron los chilenos a prenderlo. En otras ocasiones los invasores no sé habían atrevido a poner sus manos sobre él; pero esta vez traían una orden escrita de Patricio Lynch, que después de la batalla de Huamachuco, donde sucumbió el ejército de la Breña, temía que, con la influencia del prelado, Cáceres levantase otro ejército. Esa fue la última vez que vi a monseñor Valle, agrega. La primera fue cuando unos meses atrás vino el general Cáceres a visitarlo. El general charló animadamente con los novicios, que teníamos enorme curiosidad, por su persona. Éramos todos vascos y su bizarría nos recordaba a nuestro Zumalacárregui.” (Alayza, Luis. Mi País: El paso de los libertadores. Lima, 1939).
Otro testimonio sobre aquellos días fue recogido por el mismo Alayza, del también franciscano José Ormachea, en la casa Huancayo, que recordaba que el arzobispo, el padre Pio Sarobe, el Padre Sala, Guardián de Ocopa y el general Cáceres estaban unidos por estrecha amistad y admiración recíproca. El anciano fraile decía:
“El mismo obispo resolvió entregarse, sin duda por no comprometer a los frailes; pues, oculto en los subterráneos, jamás habría podido encontrársele. El jefe chileno, coronel Urriola, dejó en la celda del obispo un sobre dirigido a él; contenía la orden de prisión emanada del almirante Patricio Lynch, …El varón fuerte leyó la nota, se despidió de todos los frailes y dióse preso. Urriola, hablando con el padre Sala, le manifestó que … sabía que Valle era el amigo y consultor del general Cáceres y que, como hombre acaudalado, sostuvo muchas veces a los bravos de La Breña; …El obispo Valle al despedirse de los frailes abrazó afectuosamente al Padre Pio, sacerdote franciscano muerto en 1910 en olor de santidad, cuya tumba es hoy objeto de especia veneración por parte de los visitantes de Ocopa, y fuente de gracias y milagros que se comentan entre los fieles.” (Alayza, Luis. Mi país: El paso de los libertadores. Lima, 1939)
A partir de esta y otras muchas tradiciones, que Luis Alayza fue recopilando durante sus viajes por el escenario de aquella cruzada popular contra el invasor, a nuestro historiador se le hizo evidente que existía una constante en la historia del Perú independiente, esta idea la expresó en libro La Breña (1954) donde puso las palabras de un personaje ficticio de manera óptima su planteamiento afirmando:
“Es curiosa esta colaboración de eclesiásticos ilustres con las altas figuras militares del Perú. Al lado del mariscal La Mar estuvo monseñor Luna Pizarro, como consejero sabio y diestro. ...Más perfecta fue la alianza de Bartolomé Herrera con el mariscal Castilla; ambos del mismo templo, como para que el uno no destruyese al otro, e igualmente discretos, como para comprender la conveniencia de entenderse entre sí. Tanto en el primer caso: La Mar y Luna Pizarro, como en el segundo: Castilla y Herrera, el político y el caudillo admirábanse recíprocamente; y, por otra parte, uno y otro eclesiástico sentían muy hondo a la Patria.” (Alayza, Luis. La Breña. 1882. Lima, 1954).
Aquí es particularmente interesante observar la amistad que unió a monseñor del Valle tanto con el célebre pensador Bartolomé Herrera (1808-1864), por quien ofreció una magnifica oración fúnebre en sus exequias (1864) como con el Mariscal Ramón Castilla (1792-1867) por quien ofreció un sermón en sus funerales de estado (1868).
La constante histórica que demuestra Alayza Paz Soldán se nos puede presentar como tesis providencialista, que sostiene que los momentos estelares del Perú, se han producido cuando el liderazgo espiritual y el liderazgo temporal del país están aliados; cuando están en perfecta comunión de ideales la espada y el báculo. Esta alianza de Castilla y Herrera en la época de la organización nacional se reedito con Cáceres y Del Valle durante la resistencia nacional. Incluso en el siglo XX hubo una renovación de la alianza cuando el presidente Augusto B. Leguía (1864-1932), quien accedió al poder con el apoyo de Cáceres, tuvo una franca colaboración con monseñor Emilio Lisson (1873-1961).
Diferente sería el destino del Perú cuando el poder temporal y la autoridad espiritual del país no convergen ni colaboran entre sí. La nación se desorienta y se encamina al abismo. Este podría ser el caso de Manuel Pardo y Lavalle (1834-1878) al llegar a la presidencia. El padre Bravo Guzmán recuerda que:
“Pardo estuvo en Jauja por más de un año (1859-1860), aspirando sus vivificadores aires y gozando, como él dice, “del jardín de cuarenta leguas que compone el valle de Jauja, con sus arboledas frondosas y su magnífico río, el verde de sus sementeras trepando por las faldas y el majestuoso y severo convento de Ocopa”. Aquí tuvo por amigos e interlocutores a dos sacerdotes muy instruidos, sobresalientes en el saber y la acción pública y que llegaron a obispos: don Bartolomé Herrera, ex rector de San Carlos, y don Manuel Teodoro del Valle, por entonces secretario del arzobispado de Lima. Fruto de su permanencia en esta ciudad, de sus observaciones de viajero andino, de sus charlas con los presbíteros nombrados y con los principales hacendados de Junín y el ingeniero polaco Malinowski, es su “Estudio sobre la provincia de Jauja”, que apareció en la Revista de Lima, en los años de 1859 y 1860.” (Bravo Guzmán, Adolfo. El arzobispo de Berito. Jauja. 1949)
Aquel fue un hermoso episodio humano, donde la búsqueda de la salud contra la “enfermedad del pulmón”, permitió reunir a un maduro Bartolomé Herrera y a un novel Manuel Pardo, teniendo ambos como anfitrión a monseñor del Valle. En aquel magnifico escenario andino existió respeto, caballerosidad, e incluso afecto, a pesar de las marcadas diferencias existentes. Pero lamentablemente, cuando el primer presidente civilista llegó al poder en 1872, no hubo dialogo y se alejó la posibilidad de una alianza entre la banda y la estola. El presidente Pardo se convirtió en el más tenaz adversario de la permanencia de Manuel Teodoro del Valle en la silla arzobispal de Lima y llego hasta a hostilizar al sacerdote que había bautizado a sus propios hijos.
Después de la caída del gobierno colaboracionista de Miguel Iglesias, un anciano monseñor del Valle tuvo la alegría de ver llegar a la presidencia a su querido amigo el general Cáceres en 1886 y este, como expresión de su gratitud y admiración lo incluyo en la terna que debía presentar para ocupar el vacante arzobispado de Lima, aun sabiendo que, por su avanzada edad y, las múltiples dolencias causadas por la reclusión de los invasores hacían esa opción casi imposible.
El historiador Héctor López Martínez nos cuenta uno de los últimos episodios de la vida del prelado jaujino. En su texto Cuando Lima fue carlista relata que, en 1887, durante la visita a Lima de Carlos VII, reclamante al trono español:
“Particularmente emotivo fue su encuentro con monseñor Manuel Teodoro del Valle, arzobispo de Berito. Iba don Carlos en su coche por la plaza de Santa Ana cuando vio a un prelado, anciano y fatigado, quien caminaba con gran dificultad. Al punto hizo detener el vehículo y bajó para ofrecérselo al religioso. Grande fue su asombro y alegría cuando reconoció en él a uno de sus maestros de la niñez. Tiernas manifestaciones de complacencia se hicieron ambos caballeros -dijo un periodista de El Comercio- y el arzobispo fue conducido a su casa en el coche del conde de Breu quien permaneció algunos momentos en su compañía".
La vida de monseñor del Valle que se extinguió el 16 de octubre de 1888 entre el cariño de sus fieles y la admiración de todos los patriotas. Su ejemplo de héroe de Dios y de héroe de la Patria ha sido investigada por el renombrado clérigo, periodista y maestro Adolfo Bravo Guzmán y Soto (1880-1958) en una notable biografía publicada en 1949 a través de la cual recorre la trayectoria de uno de los más importantes exponentes del episcopado católico peruano, la historia de la Iglesia peruana del siglo XIX y, no en pocas partes, la historia regional de los andes centrales del Perú.Gracias a la Fundación Ugarte del Pino este año se ha reeditado este notable libro.