El domingo pasado, Nayib Bukele, presidente de El Salvador, quien como jefe de estado ejecutó las duras políticas que han sometido a las temibles pandillas de las Maras Salvatruchas que aterrorizaban a su país, se reeligió con aproximadamente 85% de los votos. El partido tradicional de la derecha (ARENA) y la ex guerrilla del FMLN (desde la cual Bukele se lanzó a la política) vieron su votación reducida cada uno a un mero dígito porcentual.
Es decir, a nada.
Hace algunos meses escribí unas líneas críticas sobre Bukele, catalogándolo de falso líder y valor. El mesianismo que emana y el endiosamiento a su figura son peligrosos y la euforia que su éxito actual presenta no debe hacer que lo olvidemos.
Sin embargo, por muchas alertas que pudiera despertar, sería necio no reconocer el innegable mensaje de la población salvadoreña con el espaldarazo que le ha brindado. Tampoco podemos ignorar la admiración que viene despertando puesta esta tiene mucha lógica. El mensaje de los salvadoreños es el hartazgo, así con mayúsculas, del señorío de la violencia y la criminalidad que en mayor o menor medida sufren todos los países de la región.
La primera responsabilidad del Estado, para la cual se le otorga el monopolio de la violencia legitima, es el mantenimiento de la paz para que las personas puedan llevar sus vidas con la expectativa que no serán aleatoriamente asesinadas, secuestradas o violadas un día cualquiera que salen a ganarse el pan o a disfrutar de una jornada de descanso.
La izquierda progresista se ha esforzado en justificar y racionalizar todo tipo de actividades criminales y fustigar a quienes se defienden de los delincuentes. El resultado es que las bandas, pandillas y organizaciones criminales exhiben cada día más audacia y pareciera ser que no hay quien las pare.
En nuestro país el problema reviste especial gravedad, exacerbada por la calamitosa presidencia de Castillo. Gracias a ella, las mafias de la minería ilegal de oro han dejado a los narcotraficantes como unos pequeños e insignificantes contrabandistas.
Considerando una producción ilegal de 2,200,000 onzas de oro a US$ 2,000 la onza, estamos hablando de una economía gris que mueve más de US$ 4,400 millones. Alrededor de las mafias que perpetran estos delitos se tejen redes de tráfico de personas y explotación sexual de niños y mujeres, pero sobre todo se origina un enorme capital destinado a que crezcan las zonas del país donde el Estado ha desaparecido.
Le corresponderá a los salvadoreños hacer lo necesario para que el autoritarismo de Bukele no sepulte a su sistema democrático, pero, haría bien la izquierda y los progre-caviares recordar que la principal responsabilidad del Estado no es construir refinerías inútiles o mejor dicho elefantes blancos como el de Talara, a un costo de US$ 7,000 millones, sino que nuestros conciudadanos no vivan bajo el pánico constante de convertirse en una estadística, es decir, una víctima más de las bandas que nos azotan.