Aquella fría mañana del primer día de la semana – domingo para nosotros- la guardia de soldados romanos puesta por los príncipes de los sacerdotes y fariseos, previo permiso de Pilato dormía profundamente ante la entrada del sepulcro, cerrada éste con una enorme piedra sellada. En ese momento apareció María Magdalena o María de Magdala como también la llamaban, con su amiga María. Querían ver el sepulcro. Repentinamente comenzó un fuerte terremoto. Los soldados despertaron súbitamente y vieron como un ángel, con aspecto de un relámpago y un vestido tan blanco como la nieve, descendía del cielo y removía la enorme piedra, sentándose encima de ella. El sepulcro quedó abierto. Los soldados con los ojos muy abiertos observaban todo y no atinaban a moverse. Estaban literalmente paralizados de miedo. El ángel les dijo a las mujeres: “No temáis. Ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí, porque resucitó como había dicho. Venid a ver el sitio donde fue puesto. Y corred aprisa a decir a sus discípulos: “Ha resucitado de entre los muertos e irá delante de vosotros a Galilea, allí lo veréis”. Mientras tanto los soldados de guardia, aterrados, corrieron y contaron a los príncipes de los sacerdotes todo lo ocurrido. Estos decidieron sobornar a los guardias con dinero para que dijeran a todo el mundo: “Sus discípulos vinieron de noche y lo robaron mientras dormíamos”.
Unos momentos más tarde de aquél mismo amanecer del primer día de la semana, alguien literalmente tocaba, por no decir que aporreaba fuertemente la puerta del segundo piso de una casa en Jerusalén, en donde se encontraban literalmente encerrados con llave los once discípulos de Jesús, por miedo a los judíos. Abrió la puerta Juan – el más joven de los discípulos, un adolescente de unos dieciséis a diecisiete años- y se encontró con una desesperada María Magdalena, muy angustiada que casi llorando le dijo casi gritando: “¡Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto!”. De inmediato, Juan llamó a Pedro y ambos salieron disparados hacia el sepulcro. Corrían al principio juntos, pero, obviamente, el joven Juan se adelantó y llegó primero. Al llegar, encontraron la enorme piedra que tapaba la entrada, totalmente removida a un lado. Juan se asomó al interior. Efectivamente, el cuerpo de Jesús no estaba en donde debería estar. Había desaparecido. Sin embargo, observó que los lienzos que habían envuelto el cuerpo se encontraban caídos y extendidos en el suelo. Decidió no entrar aún al sepulcro. Por respeto, esperó a que llegara Pedro, pues era el primado elegido por el mismo Señor, y le dejó que ingresara primero. Juan ingresó detrás de Pedro y lo que vio le dejó impresionado. Además de los lienzos en el suelo, observaron también que el sudario que había sido colocado sobre la cabeza del Señor, el cual no se encontraba extendido en el suelo como los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Todo estaba puesto de tal manera como si, de alguna forma, el cuerpo de Jesús se hubiera evaporado y traspasado la tela del sudario. En ese momento Juan, como él mismo lo narra en su evangelio: “vio y creyó”. Luego, Pedro y Juan, sin perder un minuto, salieron raudos a avisar a los demás discípulos lo que había sucedido.
Cuenta la tradición de la Iglesia que, a la primera persona, como es lógico suponer, a la que Jesús se apareció después de haber resucitado, fue a su madre María. Así mismo, en ese mismo día, Jesús también se apareció a María Magdalena y a un par de discípulos cerca de la aldea de Emaús. Según San Pablo, Jesús se apareció a más de quinientas personas a la vez (Corintios 1, 6-7). Obviamente, también se apareció en diversas ocasiones a sus discípulos. La primera vez, dentro de la habitación en donde vivían escondidos, quienes se llenaron de una inmensa alegría al verlo con vida, mostrándoles los huecos de los clavos y de la lanza en su costado. En esa primera vez no estaba Tomas. Luego éste no les creyó cuando le contaron que Jesús había resucitado, diciéndoles que, si no veía en sus manos la señal de los clavos y no metía sus dedos en el lugar de los clavos, así como la mano en su costado, no creería. En la segunda vez en que se les apareció Jesús en la misma habitación, Tomas sí estaba presente. Jesús directamente lo miró a Tomas y le dijo recriminándolo por su desconfianza: “Trae aquí tu dedo y mira mis manos; trae aquí tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel”. Tomas avergonzado y a la vez sorprendido exclamó reconociendo la divinidad de Jesús: “¡Señor y Dios míos!” Jesús le responde algo que podría estar dirigido a muchos de nosotros hoy en día: “Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que, sin ver, creyeron”.
Podemos afirmar que la resurrección de Cristo es un hecho concreto, ocurrido en un momento determinado de la historia. Los testigos abundan y consta por escrito en diversos textos históricos. No es una teoría ni una idea y menos aún, una cuestión abstracta o meramente filosófica. Sin duda es el acontecimiento más trascendente en la historia de la humanidad. Dios se hace hombre, sufre voluntariamente su pasión y muerte, se deja humillar, flagelar, coronar con espinas y clavar en un madero, por amor al hombre, para redimirlo de sus pecados -pasados, presentes y futuros- para que el hombre pueda salvarse y alcanzar la vida eterna, la felicidad plena en Dios. Sin embargo, ¿Cuántos hoy no creen o dudan de este acontecimiento cierto? ¿Cuántos actúan como Tomas? En la era del internet en donde solo lo científicamente demostrado vale, solo lo que ves y tocas vale, ¿Tiene sentido la resurrección de Cristo? Como a Tomas, a cuantos podría Jesús decir: “Porque me has visto has creído. Bienaventurados los que, sin ver, creyeron”. San Pablo ya lo dice: “…si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿Cómo dicen algunos entre vosotros que no hay resurrección de los muertos? Porque si no hay resurrección de los muertos, ¡Tampoco Cristo resucitó! Y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana también nuestra fe…”. Y luego Pablo se reafirma: “Pero no, Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que durmieron. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán todos murieron, así también en Cristo todos serán vivificados” (Corintios I, 15, 12-22).
En definitiva, la resurrección es un hecho clave, fundamental para todos. De que lo creas o no, dependerá mucho. Cabe aquí concluir con las palabras de Jesús a Marta y la pregunta que le hace: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?” (Juan 11, 25-27). ¿Creen ustedes esto? ¿Cree esto el actual mundo materialista, relativista y hedonista, que solo busca el pasarla bien y punto? Ya es cuestión de cada uno. Ahí les dejo la pregunta… ¡Feliz Pascua de resurrección!