En el 2019, año en que comencé la universidad, tenía 17 veranos recién cumplidos, y uno de los autores que más llamó mi atención en ese primer ciclo de carrera fue Friedrich Nietzsche. Aquel prusiano que escribió obras que me inspiraron en aquel entonces como “Así habló Zaratustra”, “La gaya ciencia”, “Aurora”, entre otros. Ciertamente, es interesante, pues viendo en el tiempo, Nietzsche resulta un autor cuya filosofía puede llegar a ser atractiva para una persona muy joven. La idea de desprenderse de cualquier tipo de cadena o creencia en deidades resulta muy seductora. Sobre todo, la noción de dejar de seguir al rebaño y plantearse uno mismo sus propios valores morales.
Llegar a ser un Ubermensch es el objetivo final. Como bien explica Nietzsche en el Zaratustra primero uno es un camello. El camello es la etapa en la cual uno tiene cargas morales y religiosas con las que debe lidiar, en ese sentido uno no es libre, pues no hay una moral propia. Posteriormente, la siguiente transformación es un león, que representa la liberación de todo tipo de carga moral y creencia en deidades, es la deconstrucción de lo que se ha vivido hasta ese momento. Finalmente, el niño es la última etapa de las tres transformaciones. El niño es una etapa superior, dado que en ese momento de nuestras vidas solo nos dedicamos a crear reglas para jugar, no existen prejuicios y sobre todo la capacidad creativa está en su máximo esplendor. El niño es el que después de haber deconstruido las reglas anteriores, puede crear nuevas desligándose de cualquier atadura moral previa. En concreto, Nietzsche se refiere sobre todo a la moral Occidental de origen judeocristiana.
En el texto de “Así habló Zaratustra”, hay un fragmento titulado “El Loco”. Ahí, ese personaje ingresa a un mercado preguntando por Dios y posteriormente menciona que todos lo hemos matado. Inmediatamente, comienza a decir una serie de preguntas que hacen referencia a la pérdida de un centro en la existencia: “¿Cómo hemos desencadenado la tierra de su sol?, ¿Hacia dónde iremos ahora?, ¿Lejos de todos los soles?, ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo?, ¿No nos caemos continuamente?, ¿No tendremos que volvernos nosotros mismos dioses para parecer dignos de ellos?”. Todo ello se preguntaba el loco en aquel entonces.
Lo cierto es que, si bien la idea de desligarse de todas aquellas ataduras metafísicas o “centros morales” suena atractiva para alguien joven, con el paso de los años y de nuevas lecturas me he dado cuenta de que realmente estaba equivocado. Crear una “nueva moral” resulta extremadamente difícil, sea cual sea la interpretación que se le dé a ello. A veces la sensación de inmortalidad que uno siente en esa temprana juventud hace que uno piense que puede cambiar radicalmente el mundo y tener una moral propia alejada de todo aquello que nos precedió. Sin embargo, como bien afirma el gran pensador conservador Roger Scruton, los seres humanos siempre tendemos a conservar aquellas ideas y costumbres que son buenas y que han sido comprobadas por generaciones pasadas.
En ese sentido, la religión, que trasciende de generación en generación, es una forma de afrontar la idea de la muerte y también una manera de vivir, es un sostén en medio de un mundo incierto en dónde lo único certero a futuro es que moriremos. Sin embargo, en aquel tiempo, cuando me sentía literalmente “joven e inmortal” no era consciente de ello. Aún no había experimentado situaciones difíciles de salud que me hagan reflexionar sobre la importancia de la religión para lidiar con la finitud de la vida en la tierra. En resumen, la idea de un centro en nuestra existencia es fundamental para poder hacerle frente a la vida. Lo otro es vivir en el caos y la incertidumbre constante. Probablemente el hecho de que mi generación (2000 en adelante) tengamos tantas crisis existenciales y mayor tasa de problemas de salud mental coincide o se relaciona con ser una generación completamente secular.