OpiniónMartes, 16 de abril de 2024
La democracia, por Fernando Rospigliosi
Fernando Rospigliosi
Congresista de la República.

En Grecia, la democracia se estableció en el 508 a. de C., duró unos 150 años y terminó en un fracaso rotundo y completo, a tal punto que nadie habló de ella durante los siguientes dos mil años, como no fuera para denostarla, dice uno de los grandes politólogos -además de erudito- de nuestro tiempo, Giovanni Sartori: “El rechazo de la palabra democracia hasta el siglo XIX atestigua lo memorable y definitivo que fue el derrumbe de la democracia antigua.” (“La democracia en 30 lecciones”. Ver también “¿Qué es la democracia?”).

En efecto, solo en el siglo XIX se volvió a hablar de democracia con una connotación positiva. Actualmente se denomina democracia a un sistema político distinto, inventado por los romanos al mismo tiempo que el de los griegos, la república (509 a. de C.).

El motivo principal del fracaso de la democracia en Grecia fue la facilidad con la que el pueblo se dejaba arrastrar por los demagogos. Al principio, las masas respetaban y seguían a los hombres más capaces y valientes, pero pronto fueron desplazados por abyectos charlatanes.

El historiador Robert Cohen describe la situación: “La masa se ha vuelto arisca y parcial (…) Si un ciudadano noble pide la palabra, ella se muestra inmediatamente hostil. Si ese ciudadano pronuncia frases que la desagraden, se expone a ser precipitado desde lo alto de la tribuna. (…) Ahora ya nadie de calidad logra hacerse escuchar por el populacho”. (“Atenas, una democracia desde su nacimiento a su muerte”).

Isócrates, que vivió en el período de decadencia de la democracia, resumió la situación: “Aceptamos como consejeros a hombres que todos desprecian y los convertimos en dueños absolutos de los asuntos del Estado, hombres a quienes ninguno de nosotros querríamos confiarles nuestros asuntos personales. A esos a quienes con voz unánime declaramos los más despreciables entre los ciudadanos, a esos mismos los hacemos guardianes de la polis”.

En “Apología de Sócrates”, Platón narra cómo tres sujetos –Anito, Meleto y Licón- manipulan a la masa y logran que un jurado compuesto por una turba de 501 ciudadanos condene a Sócrates a muerte.


Es famosa la anécdota de Arístides, un general íntegro y valeroso, que despertó los celos de otros líderes, que incitaron a las masas contra él para que lo deportaran por diez años, el ostracismo. Yendo a la asamblea donde se decidía a quién desterrar, Arístides se encontró con un ciudadano analfabeto que le pidió que inscribiera un nombre en la tablilla de votación (ostrak). El nombre era Arístides. Este, sorprendido, le preguntó porque quería desterrarlo y el hombre le respondió que estaba harto de escuchar de ese tal Arístides, que era un hombre bueno y justo.

Los celos, la envidia, el rencor son pasiones que motivan a las masas. Los demagogos, populistas diríamos hoy, pueden fácilmente manipular esas pasiones y usarlas en beneficio propio.
Poco ha cambiado en la naturaleza humana en los últimos 2,500 años. Ejemplos actuales y cercanos hay muchos.

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