Los romanos inventaron un sistema político que, dos mil quinientos años después, es el que predomina en Occidente. Sus características básicas son:
1. Elección de los gobernantes. En Roma tenían un sistema complicado, en el que, en teoría, votaban todos con los mismos derechos. En la práctica, votaban los más acomodados y elegían a los más preparados.
2. Poder dividido. Gobernaban dos cónsules con poderes iguales. Pero además, habían otros funcionarios: pretores, cuestores, ediles, etc. Y, por supuesto, el Senado.
3. Renovación de los cargos. Los cónsules eran elegidos por un año y no podían volver a presentarse a una elección hasta dentro de diez años. (Después degeneró).
4. Los gobernantes tenían que responder de sus actos ante sus electores.
Es lo que hoy día se conoce como democracia representativa.
La república romana, fundada en el 509 a.C., colapsó, sobre todo, por un aumento de la participación. Cada vez más pueblos adquirían la ciudadanía romana y tenían poder de decisión. En el siglo II a.C. surgieron los “tribunos de la plebe” -caudillos populistas, diríamos ahora-, que alentaban la insurgencia de las masas contra las élites.
Jugaron un papel necesario, dada la enorme concentración de la riqueza y el poder que se había desarrollado al expandirse la influencia romana en el mundo conocido. Pero a la vez, socavaron y terminaron destruyendo la república.
En el siglo I a.C. la enorme población de Roma era comprada con prebendas por los candidatos al consulado. El riquísimo Craso, donó tres meses de trigo gratis a todo el pueblo de Roma. Las campañas electorales se volvieron cada vez más caras, porque había que sobornar al pueblo. Cuando llegaban al gobierno, los cónsules, muchas veces endeudados, tenían que resarcirse. Así murió la república (44 a.C) y fue reemplazada por el imperio.
El “panen et circenses”, pan y circo, nació en la república y fue utilizado sistemáticamente en el imperio.
A lo largo de los siglos, el sistema republicano perduró, con variantes. Las repúblicas de Venecia, Génova, Siena, prosperaron.
Pero fueron las revoluciones de finales del siglo XVIII las que establecieron los cimientos de las repúblicas actuales. La Revolución Francesa y, sobre todo, la norteamericana, cuyos fundadores rechazaron explícitamente la democracia y se inclinaron por una república.
En “El Federalista”, una serie de 85 artículos publicados en 1787/88 en Nueva York por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, se desarrollan las ideas fundamentales del sistema político que crearon. Tratan de establecer un balance entre la necesaria participación del pueblo y los límites a la misma. Eran muy conscientes que el pueblo es fácilmente manipulable por caudillos y demagogos, por eso instituyeron una elección indirecta del presidente, el Colegio Electoral.
Este régimen se desnaturalizó, pero fue reemplazado eficientemente por los partidos políticos, cuyas cúpulas mantuvieron a raya a los caudillos populistas (“¿Cómo mueren las democracias?”, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt). Hasta que, al final del siglo XX, el aumento de la participación empezó a zarandear el sistema.