El día 21 de abril, en nuestro país, ha sucedido un hecho que ha tomado mucha relevancia en la opinión pública: Ana Estrada ha muerto por propia decisión, mediante un suicidio asistido por un profesional de la medicina. Lo doloroso del hecho lleva a desear que la señora Estrada hoy esté en paz. Es muy complejo y hasta imprudente hacer un juicio o emitir una opinión sobre las razones íntimas que han llevado a la señora Estrada a tomar esta decisión. Lo que se evalúa son las repercusiones que ha tenido en redes sociales y en medios de comunicación y, en ese sentido, no se puede dejar pasar el cariz de instrumentalización que se le está dando a este caso.
Son muchos los que han salido a expresar su mirada en medios de comunicación y redes sociales, opinando a favor o en contra de lo ocurrido. Unos celebran la decisión tomada como algo que va en pro de los valores de la libertad y el respeto a la decisión individual. Con una evidente estrategia política de batalla cultural, manipulan el lenguaje usando el término “muerte digna” ante un caso claro de suicidio asistido. Otros cuestionan que para cumplir con el deseo de una persona a terminar con su existencia se busque crear un precedente jurídico “encargando" esa labor a un profesional de la salud siendo la esencia de su misión —paradójicamente— curar y salvar vidas humanas, no terminarlas intencionalmente.
En ese aspecto, es cuestionable que no se conozca la identidad de aquellos que asistieron médicamente a la señora Estrada a ejecutar su muerte ya que, como sería lógico pensar, deberían estar orgullosos por lo que han hecho. Hasta el momento no hemos escuchado ninguna declaración de esos profesionales, aunque ciertamente hay un debate ético en el gremio de la salud sobre este tema.
Por otro lado, la Conferencia Episcopal Peruana, que debe ser un referente moral en nuestra sociedad, ha hecho escuchar su voz mediante un comunicado. El mismo se fundamenta principalmente en el documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe Dignitas infinita, sobre la dignidad humana, aprobado en su integridad por el Papa Francisco. Leemos en su numeral 52:
“La vida humana, incluso en su condición dolorosa, es portadora de una dignidad que debe respetarse siempre, que no puede perderse y cuyo respeto permanece incondicional. En efecto, no hay condiciones en ausencia de las cuales la vida humana deje de ser digna y pueda, por tanto, suprimirse: «la vida tiene la misma dignidad y el mismo valor para todos y cada uno: el respeto de la vida del otro es el mismo que se debe a la propia existencia». Ayudar al suicida a quitarse la vida es, por tanto, una ofensa objetiva contra la dignidad de la persona que lo pide, aunque con ello se cumpliese su deseo: «debemos acompañar a la muerte, pero no provocar la muerte o ayudar cualquier forma de suicidio…»”.
A juzgar por el citado documento, los principios y orientaciones están claros para la Iglesia peruana y para el Papa Francisco. Sería de esperar que la Pontificia Universidad Católica del Perú se pronuncie en la misma línea. Por el momento cuestiona mucho que la abogada Josefina Miró Quesada Gayoso, que ha impulsado la causa de Ana Estrada —y que lleva otras semejantes— esté vinculada con la mencionada Universidad. ¿Tendrá algo que decir y hacer al respecto el recientemente nombrado Canciller de esa casa de estudios católica?