A raíz del debate de los Proyectos de Ley 4705/2022-CR y 5308/2023-CR sobre el “derecho al cuidado” y el reconocimiento al “trabajo no remunerado a los integrantes del grupo familiar”, se hace indispensable entender las diferencias sustantivas que existen entre una comunidad de personas como es la familia y una sociedad de personas. La atención que las personas brindan a sus familiares dependientes es de una naturaleza y características distintas a las relaciones laborales o contractuales. Estos proyectos de ley atentan contra la familia al aplicar la lógica contractual a las relaciones familiares.
Las personas pueden vincularse de distintas maneras y la forma de relacionarse entre ellas puede ser distinta según el tipo de vínculo que las une.
Una de las características fundamentales de la institución familiar es que dependen de la naturaleza humana. La familia es anterior al Estado y por ende es el Estado quien debería preservarlas y estar al servicio de ella. Por tanto, los vínculos que unen a los miembros de una familia son de pertenencia y comunión. Se comprometen existencialmente de una manera total y gratuita. Se nace en ella o se entra libremente, pero mediante un vínculo definitivo (por origen, en los hijos por ejemplo, o por elección, cuando te casas) y no está sujeto a revisión. No hay regulación de intercambio en las responsabilidades. Ellas brotan por la pertenencia. Los roles dependen de la persona (y no al revés). La persona es el “único sujeto óntico”. Son relaciones definitivamente personales.
Todo lo contrario sucede en una sociedad de personas, tanto en una empresa como en un equipo de fútbol, pues éstas se generan a partir de un vínculo contractual modificable y administrable según funcionalidad. Y lo funcional, por definición, admite sustitución. Puedo contratar o despedir a un gerente o un centro delantero en relación con su productividad. Porque su lógica interna consiste en la elección “arbitraria” entre alternativas que se consideran más o menos indiferentes. En una sociedad lo funcional prima sobre lo personal y sus procesos pueden ordenarse con clara conciencia de su finalidad y escogiendo fundadamente los medios.
Actualmente, estamos frente a un paulatino y profundo cambio social que ya tiene tiempo en proceso y que tuvo su impacto en la visión que se fue teniendo sobre el matrimonio y la familia. Según este cambio de paradigma ya no sería la familia con su lógica la que definiría las relaciones sociales sino al revés. Poco a poco, imperceptiblemente, se fueron aplicando los criterios de la sociedad funcional a la comprensión de la familia. Se optó por verla no ya como una comunidad sino básicamente como una sociedad funcional más que justificaba su existencia y pertinencia en la forma en que podía solucionar ciertos problemas (vitales, pero siempre utilitarios).
La sociología supo distinguir ya tempranamente los conceptos de “sociedad” y de “comunidad” para diferenciar aquellos vínculos sociales libremente establecidos en virtud de un contrato y aquellos otros que no son elegibles sino que se pertenece a ellos en virtud del nacimiento (o de la incorporación libre, voluntaria e incondicionada) y acompañarán a las personas a lo largo de toda su vida. Los vínculos societarios contractuales son funcionales, es decir, no comprometen a las personas en la totalidad y unidad de su ser personas, sino sólo en aquellos aspectos explícitamente considerados en el contrato, permitiendo la delimitación de las responsabilidades y el plazo temporal de vigencia de las mismas.
De este modo la familia no corresponde, ciertamente, a la experiencia de las sociedades (o uniones societarias), porque no tiene plazo predeterminado de vigencia, ni las responsabilidades dentro de ella son limitadas hasta un cierto monto o a ciertos casos definidos con anterioridad. La familia es propiamente una comunidad, puesto que el vínculo que une a sus miembros entre sí los involucra en la totalidad de su ser personas y con total indeterminación de su vigencia temporal.
Por otro lado, es bueno señalar que la comunidad es una forma de organización que se diferencia de las formas contractuales al menos en los siguientes tres aspectos fundamentales:
a) en que las personas no escogen pertenecer a una comunidad, sino que han nacido en su interior, o se integran libremente, pero estableciendo un vínculo que es definitivo y que no está sujeto a revisión;
b) en que las responsabilidades en la comunidad no son limitadas ni por monto ni por tipologías, como son las obligaciones contraídas en las distintas sociedades reconocidas por el derecho, y
c) en que las funciones y roles sociales son inseparables de la individualidad y subsistencia de las personas que las sirven (la persona es antes que su rol y no al revés, la persona es valorada por ella misma y no por la eficiencia con la que cumpla con un determinado rol).
En virtud de estas tres características, puede decirse que el vínculo que une a los miembros de una comunidad es de pertenencia y no de carácter funcional.
El matrimonio (origen de la familia), a lo largo de la historia, adquirió también la figura jurídica del contrato, y por tanto, ha sido objeto de una definición funcional. Sin embargo, incluso bajo esta modalidad, se trata de un contrato muy especial, puesto que, a diferencia de los restantes contratos, se deja expresa constancia de su indisolubilidad temporal e incluye todos los aspectos de la vida en común y no sólo algunos de ellos especialmente destacados y delimitados en su responsabilidad.
Por ello, más que la fórmula jurídica, lo que interesa desde el punto de vista antropológico es la realidad misma del matrimonio y de la familia: el hecho de referirse a una comunidad de personas. El vínculo que une a las personas es de tal naturaleza que se constituye como tal comunidad no en virtud de la ficción de ser sujetos autosuficientes que buscan realizar un determinado objetivo, sino que, por el contrario, buscan realizarse a sí mismos como sujetos en la total interdependencia comunional determinada por la relación esponsalicia, la relación parental / filial, y la relación de consanguinidad entre quienes la conforman.
El gran drama moderno es que esta figura comunional ha devenido extraña para una sociedad que se organiza a partir de funciones especializadas. En la medida en que somos más sociedad y menos comunidad, perdemos más las características de la familia. No todas las relaciones entre las personas son societarias ni deberían serlo: las más básicas y esenciales son comunitarias. Y al Estado le toca protegerlas.