Durante los dos siglos pasados la libertad de culto adquirió carácter de principio universal, durante la segunda mitad del siglo XX la absoluta libertad ideológica fue adquiriendo carta de naturalidad, con pocas excepciones como la proscripción del nazismo en Alemania.
La saludable expansión del estado laico liberal (o libertario si usamos la terminología política estadounidense), abrió ingenuamente las puertas a propuestas religiosas que buscan precisamente su abolición
En las postrimerías del siglo XX y en este casi cuarto de siglo transcurrido, la tolerancia irrestricta a las diferencias culturales, seguida de la inclusión se instalaron en occidente como valores absolutos incuestionables.
Las sombras que hoy oscurecen el futuro de occidente obligan a revisitar el carácter absoluto otorgado a estos cuatro conceptos, que en teoría parecían perfectamente coherentes con el ideal de democracia, pero han abierto las puertas a las más graves amenazas para la libertad y la justicia, objetivo y razón de ser de ser de sistema democrático
Nunca debemos perder de vista que la democracia no es un fin en sí mismo, es la mejor herramienta conocida hasta hoy para preservar la libertad y la justicia. Es entonces imprescindible y urgente fortalecer los flancos débiles de la democracia que vienen siendo aprovechados por los enemigos de la libertad. Sin seguridad no hay justicia y sin ellas no hay libertad.
La historia de la humanidad está llena de ejemplos que confirman que ninguna sociedad puede sobrevivir si permite que en su seno actúen libre y legalmente organizaciones políticas o religiosas que procuren la destrucción de sus pilares estructurales. Coincidirá el lector racional que si ve coherencia en la proscripción del nazismo en Alemania, es racional extender el principio tras esa restricción a propuestas religiosas u otras propuestas políticas que propugnen la desaparición o destrucción de las bases culturales e institucionales de una sociedad. Democracia no es sinónimo de debilidad ni de ingenuidad ni mucho menos de cobardía ni blandura.
La tolerancia deja de ser racional cuando las toleradas minorías discrepantes por razones políticas, religiosas o afectivas se apalancan en esta tolerancia para trabajar en la destrucción o proscripción de los valores de la mayoría. Lo mismo ocurre cuando la tolerancia es aplicada a comportamientos propios de estadíos culturales (erróneamente calificados de culturas) cuyo abandono por nuestros ancestros siglos atrás, permitió la evolución de valores y libertades en la sociedad de la que hoy gozamos.
La inclusión de quien migra o emerge es deseable, pero la inclusión pierde racionalidad y sostenibilidad, cuando el emergente o migrante se niega a abandonar las prácticas nocivas del estadío cultural del que huyen buscando ser aceptados e incluídos sin cambiar un ápice, insistiendo se respete su “derecho” a prácticas y costumbres, cuyos efectos nocivos lo hicieron huir de su lugar de origen. Entonces deja de merecer la calificación de migrante para convertirse en invasor o más que un emergente pasa a ser “sumergente” de la sociedad que gentilmente lo acoge.
Una sociedad tiene no solo absoluto derecho, sino obligación de defenderse de todo intento de imponer prácticas y costumbre abandonadas por sus antepasados para evolucionar. Cuando una sociedad no lo hace, toda ella cae indefectiblemente en el infierno del que precisamente huyó aquel que hoy acoge.
El tema aquí tratado requiere sin duda un desarrollo más extenso, citando data, el cual prometo hacer en otro formato más adecuado que los límites de un artículo, pero aún así he querido llamar la atención sobre el mismo para invitar a la reflexión y la decisión.