OpiniónDomingo, 2 de junio de 2024
Amanece en Arica, por Alfredo Gildemeister

El próximo viernes 7 de junio se rememorarán los 144 años de la batalla de Arica. En las próximas semanas se publicará mi primera novela cuyo título es “Amanece en Arica” y trata sobre lo sucedido días antes de la batalla hasta el día mismo de la batalla de Arica. A continuación, y en homenaje a ese puñado de hombres valientes que, al lado de Bolognesi, ofrendaron su vida por el Perú, adelanto unas líneas de la referida novela, en donde el personaje principal narra los momentos finales de la batalla:

“Al ver nuestra última línea de defensa, la masa de soldados chilenos que se nos venía se detuvo por unos segundos. Los de adelante, unos treinta o cuarenta hombres aproximadamente, se arrodillaron y se prestaron a disparar una descarga, al igual que los que venían detrás. Apunté mi revólver contra ellos y en ese momento escuché como un estruendo. Fue la descarga cerrada que nos dispararon. Un ligero golpe y terrible ardor sentí en mi hombro izquierdo. Cuando la humareda despejó un poco, me percaté que varios a mi lado habían caído y otros estaban heridos. Volvió la sensación de un terrible dolor en el hombro izquierdo y rápidamente me lo palpé. Sintiendo una herida, me percaté de que una bala lo había atravesado, pues tenía un agujero sangrante de entrada y otro de salida. A un par de metros de mi puesto, pude ver al coronel Bolognesi herido y tendido en el suelo. A su lado yacía muerto el capitán de la tristemente defenestrada fragata Independencia, don Guillermo Moore. De seguro recuperó su honor luego de la tragedia acaecida a su buque en Iquique. A Bolognesi, el pecho le sangraba por una herida de bala. Apoyado en su codo izquierdo, con el brazo derecho extendido, apuntó y comenzó a dispararle al enemigo que se lanzó a la carga contra nosotros. No hubo tiempo para nada, ni para curar heridas ni para pensar. Los chilenos se nos vinieron con todo. Era la hora final.”

“La pelea fue cruenta y sin cuartel. La herida que tenía en el hombro me sangraba bastante, pero como si no existiera. Disparé mis últimos seis cartuchos, como ya no contaba con municiones les arrojé el revólver y tomé el fusil de un soldado chileno muerto a mis pies. No paraba de dar bayonetazos a todo chileno que se me acercaba y a la vez esquivaba sus temibles bayonetas y corvos. A mi lado un soldado peruano, luchando salvajemente, ensartó increíblemente con su bayoneta a dos enemigos a la vez, hasta que, ante la arremetida de cuatro chilenos, cayó atravesado por sus armas dando vivas al Perú.”

“Unos pasos más allá, el teniente coronel del Tarapacá, Benigno Cornejo, luchaba contra dos soldados chilenos empuñando una bayoneta hasta que cayó herido. Luego los dos soldados lo atravesaron con sus bayonetas. Yo estaba prácticamente rodeado de enemigos, a los cuales mantenía a raya con el fusil y la bayoneta, atravesando a todo el que se me viniera encima. Dios, ¿hasta cuándo aguantaré? ¡Dame fuerzas! Los brazos me pesaban cada vez más y empezaban a dolerme, especialmente el izquierdo por la herida en el hombro y la pérdida de sangre… Todo esto se me vino a la cabeza en ese momento cuando veía caer a mis hombres y oficiales cocidos a bayonetazos ante el gran número de tropas enemigas.”

“Un grupo de nuestros hombres se agrupó alrededor de la asta con nuestra bandera aun flameando, al lado del sargento mayor de los Artesanos de Tacna, Armando Blondel, el cual venía luchando a bayoneta limpia, metro a metro, desde las baterías del este y no dejaba que ningún soldado chileno se acercara a la asta. Un soldado chileno se acercó con el objetivo de liquidar a Blondel y arriar nuestra bandera. Blondel se lo impidió clavándole la bayoneta en el pecho. Pero mientras lo hacía, una bala enemiga lo alcanzó matándolo en el acto. Cayó muerto al pie de la asta mirando el pabellón nacional aun flameando en la cima del morro… Pude distinguir a Roque rodeado de chilenos y dando sablazos por doquier. Divisé que su sable estaba medio doblado, mellado por todos lados, por la cantidad de sablazos dados. La herida de su brazo sangraba abundantemente. Cayó al suelo, clavando su sable en la arena del morro, dispuesto a entregar su vida…”.

“Fue en aquellos instantes que vi acercándose a lo lejos, entre la humareda y el polvo de la batalla, una bandera peruana flameando al viento, sostenida por alguien que se acercaba cabalgando a cierta velocidad, abriéndose paso entre la soldadesca chilena, al mismo tiempo que esta lo miraba con cierto asombro y sin atinar a dispararle. Era Alfonso a pleno galope, con nuestra bandera en su mano derecha, con el brazo en alto, el hombre, el amigo que me acogiera en Arica y me ayudara en tantas ocasiones. Pasó a mi lado, abriéndose paso con todo, montando parado en los estribos de su caballo blanco, Marengo, que —tal como me lo contara alguna vez— su madre le obsequiara en su último cumpleaños que estuvo con ella. Al pasar, me miró cariñosamente por unos segundos, esbozando una leve sonrisa. Fue su despedida. Cabalgó derecho hacia el abismo, directo hacia el mar, desapareciendo en el vacío. Así era Alfonso, firme hasta el final, salvando el pabellón nacional de la soldadesca chilena…”.

“Entonces vi nuevamente al coronel Bolognesi caído en tierra que, lentamente, tiro a tiro, continuaba disparando su revólver, herido, pero aún con vida. Utilizando el fusil a modo de lanza, se lo lancé a un soldado enemigo que se me venía encima, ensartándolo en el pecho. Desenvainé mi sable y empecé a dar sablazos a diestra y siniestra, mientras retrocedía hacia las baterías. El coronel Bolognesi, pese a su avanzada edad y a la herida que lo desangraba, peleaba como el que más, disparando aun su revólver. Nunca olvidaré esos terribles momentos, pues caído en el suelo volteó por un instante y me miró. Tenía la mirada de un león caído, firme y con el ceño fruncido. Sin embargo, percibí a la vez cierta ternura en su mirada hacía mí, como la de un padre que se despide de su hijo. Fueron unos segundos. Entonces, disparó su último tiro, su último cartucho, a un soldado enemigo que se le aproximaba para rematarlo con la bayoneta. En aquel instante, un chileno a su espalda le pegó fuertemente con la culata de su fusil en la cabeza, destrozándole el cráneo. Mientras luchaba con un sargento que trataba de atravesarme con su arma, no pude dejar de mirar el cadáver de nuestro viejo y querido coronel, el hombre al que había llegado a querer como a un padre, tirado en medio de la soldadesca chilena, muerto, con el cráneo destrozado y sus sesos desparramados… Nuestro querido y viejo coronel había muerto luchando hasta disparar el último cartucho, cumpliendo con sus deberes sagrados ante Dios y la patria.”

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