OpiniónSábado, 15 de junio de 2024
La paternidad a cocachos, por Alfredo Gildemeister

Si la maternidad de la mujer es un don, debemos reconocer que la paternidad en el hombre no es un don, sino que se aprende literalmente a cocachos. A los padres nadie nos instruyó ni nos preparó para ser padre, esto es, para ser papás. En el caso de la mujer, ellas tienen un don natural -por no decir divino- mediante el cual Dios les permite participar de la creación de una nueva vida, de un nuevo ser humano. En el caso del hombre, un buen día su esposa le dio la gran noticia que sería padre, se puso muy feliz y simplemente se limitó a esperar que su esposa diera a luz, mientras continuaba con su vida normal y rutinaria en el trabajo. Llegado el feliz día del nacimiento de su primer hijo, el esposo recién comienza a tomar conciencia de que esa pequeña criatura, que lo mira con toda inocencia, es su hijo y que ya es papá. El nuevo padre procede a cargar por primera vez a su hijo con cierta inseguridad y temor, como quien carga un paquete que se le puede caer de repente. En cambio, la madre carga al hijo de otra manera, con ternura y cerca al calor de su corazón.

En mi caso, mi primer hijo nació estando a mitad de mis estudios doctorales en la Universidad de Navarra, en Pamplona, España. Mi esposa había conseguido un trabajo en las oficinas de la universidad hasta las tres de la tarde, mientras que yo me quedaba solo en el piso (departamento) toda la mañana y parte de la tarde, avanzando mi tesis doctoral en la computadora, rodeado de libros, apuntes, cuadernos, cientos de fotocopias y, adicionalmente, un bebe de meses durmiendo plácidamente en su cuna. A media mañana, el bebe se despertaba y coincidía con mi break. Procedía a sacarlo de la cuna y sentarlo en una sillita especial para bebés, en una mesita al costado de mi mesa de trabajo. En cuestión de minutos le preparaba un biberón con leche en polvo y se lo daba. En segundos se terminaba la leche. Luego lo sentaba en su sillita y yo continuaba con mi trabajo. La computadora le fascinaba, el brillo de la pantalla y los textos por alguna extraña razón lo distraía con lo cual se quedaba tranquilo hasta la una de la tarde en que terminaba de trabajar y comenzaba a prepararle la papilla que mi esposa me había dejado para licuar en la cocina. No teníamos licuadora por lo que lo hacía con una “manita” -como le llamaban en España- a una licuadora manual, un largo tubo con una pequeña hélice en un extremo. El reto consistía en darle de comer al enano sin que me hiciera pataletas. La solución que encontré fue muy sencilla: con un pañal de tela lo amarraba literalmente a su sillita, lo ponía frente al televisor y le ponía a esa hora la serie “Los Magníficos”. ¡Le encantaba la serie! Se divertía con las ocurrencias del loco Murdoch. Se concentraba mirando la TV mientras que yo aprovechaba de darle la papilla. Se lo terminaba en un santiamén. Luego ambos terminábamos de ver la serie en la TV de lo más tranquilos. Si en algún momento algo olía mal en el ambiente, procedía a esperar los avisos comerciales para luego tomar al bebe y en un abrir y cerrar de ojos, proceder a limpiarlo y cambiarle el pañal. ¡Me había vuelto un experto de campeonato! Luego retornábamos a terminar de ver nuestro programa favorito. Mi esposa llegaba alrededor de las tres de la tarde y yo me marchaba a la universidad a dictar mi clase de Derecho Tributario a la Facultad de Económicas y Empresariales (el ser catedrático en Lima en la PUCP y en la Universidad del Pacífico, me permitió dictar un par de cursos y ganarme algunas pesetas de aquél entonces).

Así transcurrieron las mañanas de mis primeros meses de improvisado padre de familia. No faltaron situaciones digamos que un poco complicadas por estar solo con mi hijo de meses. Una delicada situación ocurrió una mañana, cuando tenía que subir al último piso del edificio donde se encontraban los depósitos de cada departamento. Tenía que guardar varias cosas, por lo que mientras dormía mi enano, decidí subir rápidamente al trastero, guardar las cosas y volver. Sin embargo, al ingresar al pasillo donde estaban todos los depósitos en fila, guardé mis cosas y al caminar hacia la puerta de salida, esta simplemente se cerró. ¡Y la llave la había dejado prendida al otro lado! Terminé encerrado en el trastero, sin llave y sin luz, pues esta se apagaba automáticamente y solo se prendía desde afuera, y ¡el ascensor del edificio no llegaba hasta ese último piso! Eran cerca del mediodía. Solo pensaba en el bebe solo en el departamento, mi esposa llegando de su trabajo y su cara al encontrarse absolutamente solo al enano. En mi bolsillo tenía mi cuchilla Victorinox que me había comprado en mi viaje a Ginebra. Me acordé de la serie de “Mac Gyver” que todo lo resolvía con su cuchilla. Probé, pero no funcionó. ¡Maldije a Mac Gyver! Finalmente, pasada una media hora, escuché que una señora subía a su departamento en el piso inmediato a los trasteros, la llamé a gritos y me rescató abriéndome la puerta. Al entrar en mi departamento, corrí a ver al enano, el cual me miraba de lo más pancho, con mirada de reproche. Al poco rato llegó mi esposa preguntándome, como siempre, si había alguna novedad, si estaba todo bien. Obviamente la respuesta fue “sin novedad, como cualquier otra mañana”.

Así fue como a cocachos aprendí, el fino arte de ser padre: entre pañales, papillas y llantos nocturnos que no faltaron. También tendría que agregar los paseos en su coche cubierto con un poderoso plástico, en medio de lluvias torrenciales, granizos, nevadas y tormentas, pues cuando estás solo en el extranjero y tienes que ir a comprar comida o medicinas o lo que sea, no hay con quien dejar al bebe, por lo que lo llevas contigo a donde vayas, sin importar el clima, la hora o la gente.

Debo finalmente mencionar que, literalmente no teníamos nada antes del nacimiento del nene, pero Dios provee y con creces. El coche, por ejemplo, fue obsequio de mis amigos españoles. Nunca nos faltó nada, ni sobró tampoco. Estoy seguro que si el bebe hubiera nacido en Lima, nunca le hubiera cambiado un solo pañal, ante la ayuda de mi madre, suegra y niñera incluida. Así fueron pues mis primeros meses de paternidad: aprendiendo cada día a cocachos. Sin embargo, y para terminar, debo afirmar que la paternidad no tiene fecha de graduación. Uno sigue aprendiendo a ser papá hasta cuando tu hijo/hija ya es adulto, usa barba, fuma tabaco, bebe whisky, tiene esposa e hijos, o cuando tu hija ya es toda una mujer, e inclusive madre de familia felizmente casada. Siempre uno seguirá aprendiendo a ser padre a cocachos. A los padres no nos queda otra. ¡Feliz día del padre para todos los papás!

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