Aunque los últimos años en algunos espacios de trabajo se estén dando nuevas formas de liderazgo caracterizadas por cierto espíritu democrático, donde las decisiones y el rumbo se toma según el sentir de la mayoría, parece ser que los liderazgos “tradicionales”, por lo menos desde una mirada externa, no dejan de estar presentes en lugares de poder muy relevantes a nivel mundial. Este tipo de liderazgo más “a la antigua” está presente en el variopinto panorama ideológico de nuestras sociedades. Véase el caso de Argentina, Italia, Hungría, Estados Unidos, así como Venezuela, España, Colombia o México, por mencionar algunos ejemplos de liderazgos políticos. Lo mismo se podría decir de espacios empresariales y de otro tipo de organizaciones sociales, religiosas y deportivas que tienen importancia en el devenir de nuestros pueblos.
Ante este hecho vale preguntarse: ¿qué tipo de liderazgo genera instituciones o sociedades saludables? Con cierta temeridad paso a nombrar tres elementos, entre otros seguramente, que a mi entender son imprescindibles para un líder, ya sea de un gobierno, de una importante empresa o de una pequeña organización.
La búsqueda de la virtud personal suele ser la garantía para que una persona que ocupa un puesto de poder mantenga el rumbo. Una de las mayores tentaciones del poder es la soberbia, y con la soberbia el ser preso de un enjambre seudo narcisista, donde importa más el reconocimiento personal que la salud de aquellos que uno tiene bajo su responsabilidad. Cuando un líder se guía por la búsqueda del reconocimiento personal como primer fin, el rumbo se desvía y las posibilidades de caer en actos dañinos para la sociedad y para él mismo son muy altas. Lo hemos visto tantas veces en nuestras instituciones políticas, sociales, religiosas y empresariales. Corrupción, abuso de poder, violencia, injusticias, perversiones personales, son algunas manifestaciones evidentes para todos. Un líder que no se empeña por cultivar la virtud, es decir, la integridad personal en todos los ámbitos de su vida, es muy difícil que ejerza un liderazgo saludable.
Ocupando un puesto de poder suele ser connatural que, haciendo un esfuerzo por vivir la virtud personal, el líder plantee los objetivos de su quehacer en vistas a la búsqueda del bien común, que incluye el suyo. El bien común a veces suele ser entendido como algo que da gusto a la mayoría. Es riesgoso entender que el bien para todos se sostiene en lo que la mayoría desee, piense o sienta. Un parámetro que puede dar luces sobre este concepto es aproximarnos primero a la noción de Bien. Desde una mirada realista, el Bien es aquello que actualiza la potencialidad del ser según su naturaleza. Es decir, responde al desarrollo de lo natural en la persona. Por tanto, le es saludable en su dimensión psíquica, espiritual y física. Tomando esta aproximación al Bien, podemos decir que el bien común consiste en aquello que puede beneficiar a todas las personas que forman la sociedad y a lo que ellas pueden tender de modo natural. Es aquel bien supremo que ordena una sociedad de acuerdo con el desarrollo de lo que es natural en sus integrantes. Por tanto, es responsabilidad del líder reconocer lo que es lo natural y compartido en las personas que gobierna y de acuerdo con ello guiarlas. Entiéndase por lo anterior la propia realidad ontológica del ser humano, así como las tradiciones, valores y costumbres que se siguen de ella. Esto en no pocas ocasiones dista mucho de lo que la mayoría piense o sienta, o de los que pequeños grupos de poder quieren imponer siguiendo su propia conveniencia.
El tercer elemento es una consecuencia casi necesaria de los dos primeros. La motivación que sostiene un liderazgo bien orientado tiene que ver con volver constantemente a la máxima de servir al otro y, todos juntos, buscar el bien común. Ciertamente el que ocupa un puesto jerárquico tiene personas bajo su mando, pero esto no debería implicar que trabajen para él, sino para una causa superior. El servir al otro no implica no mandar, no dar órdenes o no orientar acciones. Hacerlo es, justamente, una de las principales misiones del líder. Junto con ello, el servicio es también saber escuchar, aceptar las críticas y corregir decisiones si el bien común así lo exige. Servir implica empatía con la realidad del otro, sin perder la objetividad que da al líder la claridad para las buenas decisiones. E implica también tener siempre presente que la persona es siempre un fin en sí mismo y, por tanto, nunca puede ser objeto de instrumentalización.
Es bueno mencionar que muchas veces lo perfecto en la raza humana es enemigo de lo posible. Evaluar si un líder es bueno en tanto cuanto cumpla a plenitud estos tres elementos sería ingenuo. Pero pueden ser una ayuda para que quienes ocupan cargos jerárquicos gestionen el poder con motivaciones saludables. Aportan también en el discernimiento de a quién le damos la responsabilidad de dirigirnos, sobre todo ahora que en nuestras realidades culturales y políticas brotan liderazgos atractivos y confusos a la vez.