Romano Guardini, pensador y teólogo católico alemán, toma el concepto de existencia (existencialismo es una corriente filosófica donde el hombre se determina así mismo en cada decisión) referido al ser y al desarrollo del hombre. Al vivir una existencia consciente, libre y perfectible, uno se autodetermina en el mundo. La existencia, se entiende, como una forma relacional y activa del ser. El hombre al “entrar” al mundo y ponerse frente a realidades existentes, para acceder a estas debe de encontrarse con ellas. Es una postura relacional. La existencia es una puesta en escena. El hombre actúa en relación a ella, decide, empatiza, crea; se crea así mismo.
Visto de esta forma, la vida parece ser una aventura. Un ir descubriéndose. Una existencia que cambia, situaciones que se anteponen y nos exigen decisión, responsabilidad. Parece ser que la vida ha sido diseñada para el constante movimiento, el cambio y la reflexión.
-Símbolo existencial-
En las escrituras hay una historia primigenia sobre este asunto. Es un símbolo existencial. El llamado a decidir. A decidirse. Abram, el bien nombrado padre de la fe, recibirá la más inaudita de las invitaciones. Quien lo invita es Dios. Dios, la fuerza creadora, acto puro y existente, como dirá Santo Tomás de Aquino, abre el telón de la historia y se presenta sin más: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré”, Génesis 12:12.
¿Qué clase de mensaje es este? ¿Cómo se decodifica? ¿Debo de creer? ¿Por qué? El Dios silencioso incomoda. El Dios que se pronuncia, también. Abram tenía dos opciones: creerle a aquella voz. Aceptar la aventura. O, dejar pasar ese evento. No es poca cosa que lo que Dios propone en Abram es extremo, le pide abandonar todo lo que para el hombre antiguo importaba más: patria, familia y pertenencias. Lo que hasta el momento apoya la existencia de Abram, lo conocido, aquello con lo que ha generado vínculo, debe de morir. Morir a lo conocido y abrazar la incertidumbre. Es asumir la libertad y el riesgo de volver a resignificar la vida. Osada propuesta de Dios. Abram acepta.
Se sumerge en la premisa de una vida de confianza en Dios, en el Logos, la lógica. Ha comprometido su razón, su actuar, su ética, su identidad al mayor bien posible. Ha sobrepasado su racionalidad, ha hecho un salto de fe. No es irracional, sino metarracional: más allá de la razón. Ha integrado sus deseos a los de Dios. No tiene idea de cómo será su futuro, qué problemas tendrá que asumir, pero encuentra significado y recompensa en el camino que está por emprender.
La vida deja de ser una existencia. Se transforma en vida al definirle un significado. Así, uno encara la vida, dándose una razón para vivir y para soportar el sufrimiento.
Uno llega al mundo a existir. Hay que decidir vivir.