OpiniónDomingo, 14 de julio de 2024
Un peruano en San Fermín, por Alfredo Gildemeister

En estos días, se viene celebrando en la ciudad de Pamplona (Navarra - España), la llamada fiesta de San Fermín o Sanfermines, como se le suele llamar allá. Esta fiesta es un homenaje a San Fermín, mártir y patrono de la ciudad. La fiesta se inicia todos los años con el célebre “chupinazo” al medio día del 6 de julio y termina a la medianoche del día 14 de julio, en donde todos los pamplonicas cantan el “Pobre de mí, se acabó la fiesta de San Fermín”. Uno de los acontecimientos que mas atracción tiene en estas fiestas son los denominados “encierros” de toros en donde los mozos corren por un cierto tramo de la ciudad, delante de los astados, hasta llegar a la plaza de toros. Durante los tres años que estudié mi doctorado en Derecho en la Universidad de Navarra, en Pamplona, tuve diversas ocasiones de vivir esta hermosa e impresionante fiesta.

La fiesta se origina en la plaza del Ayuntamiento de la ciudad en donde se reúne la gente debidamente ataviada (pantalón blanco, camisa blanca, faja roja y pañuelo rojo). Antes del inicio de la fiesta, los asistentes en la plaza tienen el pañuelo rojo estirado entre los dos brazos en alto. A esto hay que agregar que la gente viene bien surtida de botellas de champagne y vino para “alegrar” la fiesta. A las doce del mediodía del 6 de julio, el alcalde de la ciudad prende el cohetón que, despegando del balcón del Ayuntamiento, sale disparado y estalla a cierta altura, dando inicio a ocho días de bailes, música, toros, procesiones, etc. en donde prácticamente todo vale o está permitido. Las botellas vuelan por los aires y pobre a quien le caiga. Es la tradición. Una vez iniciada la fiesta, se colocan el pañuelo al cuello y prácticamente se olvidan de todo menos de festejar a San Fermín.

El primer año que estuve en unos sanfermines, me dejé contagiar por la alegría de la fiesta al mejor estilo de Hemingway, acudiendo a todas las celebraciones como, por ejemplo, la hermosa procesión en honor a San Fermín, los bailes de jotas y música navarra en la Plaza del Castillo (especie de plaza de armas de Pamplona), los desfiles de gigantes y cabezudos, de los denominados “kilikis”, etc. Dicho sea de paso, que como para ponerme en “ambiente”, acabé leyéndome la novela “Fiesta” de Hemingway, obra en donde el mencionado autor cuenta su experiencia en los sanfermines, fiesta que le encantaba. Pero lo que más me atraía y a la vez respetaba, era el encierro con los toros. Un viejo amigo mío, compañero de la Facultad de Derecho de la Católica, me dijo una vez en Lima que unos de los sueños que tenía en la vida, era el de participar en un encierro en Sanfermines. Sin embargo, la oportunidad de participar en un encierro se me presentó a mí y no a iba a dejarla pasar. Al fin y al cabo, solo se vive una vez. Es así que, a pesar de las protestas de mi esposa -pues éramos recién casados ya que nos casamos en Lima y a los tres días estábamos viajando a España para hacer mi doctorado- quedé con un compañero del doctorado, de encontrarnos al amanecer del día siguiente temprano, en la Plaza del Castillo, para de allí dirigirnos a la calle de Estafeta y a la cuesta de Santo Domingo, para participar con la gente en un encierro con los toros.

El momento previo al inicio del encierro es uno de los momentos más emocionantes que recuerdo de los años que viví en Pamplona. Existe cierto aire de suspenso, emoción, seriedad y respeto hacia los cuatro minutos y medio próximos, que es el tiempo aproximado que dura un encierro. Unos minutos antes de la ocho de la mañana, hora en que se inicia el encierro, todos los corredores le cantan varias veces a una pequeña estatua de San Fermín ubicada en una pequeña urna ubicada en una de las paredes de la calle, una canción pidiéndole que les proteja durante el encierro (“A San Fermín venimos / por ser nuestro patrón / nos guíe en el encierro / dándonos su bendición”). Es un momento de mucha emoción. La multitud de corredores, pues se trata de una multitud, se prepara con total concentración. A modo de paréntesis, es pertinente indicar que el pamplonica, verdadero corredor en estos encierros -y no me refiero al turista medio ebrio- se ha acostado el día anterior a una hora temprana, sin haber bebido nada de licor, es decir, se cuida bien para poder correr en condiciones óptimas, el tramo de la ruta que ha escogido. Me refiero a un “tramo” porque ningún corredor es capaz de correr el recorrido completo de casi un kilómetro de largo que realizan los toros. De allí que, por lo general, se escoge un tramo de la ruta. Es imposible correr todo el recorrido. Los toros te alcanzaran de todas maneras. De allí que nadie lo hace. Dicha ruta se inicia en la cuesta de Santo Domingo (calle en subida), pasando por la plaza del Ayuntamiento y la calle de Estafeta, terminando dentro de la Plaza de Toros.

Eso fue lo que hicimos mi amigo y yo debidamente ataviados para la fiesta de blanco y rojo. Nos ubicamos a pocos metros de la cuesta de Santo Domingo, relativamente cerca del corral de donde salen los toros. Mientras un grupo de corredores “calentaba” cerca a nosotros otro grupo le cantaba a la estatua de San Fermín. El suspenso es impresionante. Ese día el encierro lo protagonizarían seis toros de la ganadería de Miura, los cuales serían lidiados por la tarde. A las ocho de la mañana en punto se lanzó y estalló el cohetón que anunciaba el inicio del encierro, saliendo los seis toros del corral, acompañados de algunos cabestros, los cuales guiarían a la manada por las calles del recorrido. La multitud de corredores, a medida que se acercaban los toros, empezó a movilizarse poco a poco, para luego comenzar a correr casi desesperadamente. Cada corredor, como es tradicional, llevaba en la mano un ejemplar del “Diario de Navarra” para azuzar a los toros. Esa es la costumbre. La verdad sea dicha que cuando uno ve que se le viene encima una manada de toros de Miura, de más de quinientos kilos de peso cada uno, corriendo a toda velocidad, sin contar que la gente está desesperada porque el toro no le alcance, en esos momentos es que uno tiene que decidirse a correr y encomendarse, o pegarse a la barrera y dejar que pasen los astados. Luego de correr unos metros como locos, eso último fue lo que decidimos hacer mi amigo y yo. Nos pegamos a la barrera y dejamos que pasara la manada de toros con sus enormes cuernos a solo unos centímetros de nuestros pechos. No faltó algún corredor que fue enganchada su camisa en uno de los cuernos del toro y fue arrastrado unos metros por el enorme animal. Cosas que pasan. Es hermoso ver a un animal como el toro de lidia correr libremente y tan cerca de uno. Son momentos que no se pueden describir. Una vez pasada la manada, corrimos con todos los demás corredores hasta ingresar a la plaza de toros. Al salir corriendo del callejón de entrada e ingresando al ruedo, uno estira ambos brazos y de la tribuna superior te cogen de los brazos y te alzan, cayendo literalmente sentado en la tribuna. Allí nos ubicamos para ver a los novillos que se sueltan para que el púbico los toree, una vez que los toros son guardados en los corrales de la plaza. Estalla un cohetón luego, dando por terminado el encierro. Han sido los cuatro minutos y medio más intensos que uno pueda vivir, especialmente para este humilde servidor que no tiene la costumbre de participar en esta clase de faenas.

Posteriormente y de acuerdo con la costumbre, mi amigo y yo nos dirigimos a la Plaza del Castillo, como también lo hiciera Hemingway, al famoso “Café – Bar Iruña”, para tomar una buena raza de chocolate caliente acompañada de los correspondientes churros. Finalmente, debo confesar que al año siguiente fui invitado por unos amigos a apreciar el encierro, cómodamente sentado en un hermoso balcón en la calle de la Estafeta, con un buen vaso de Rioja en la mano, con un poquillo más de tranquilidad y seguridad, pues, luego de la experiencia vivida, a los hermosos toros de lidia… es mejor apreciarlos a cierta distancia. Uno nunca sabe.

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