Aprovechando la celebración de un aniversario más de la proclamación de nuestra independencia es oportuno reflexionar sobre lo que nos distingue de otras naciones, haciéndonos excepcionales, en el mejor sentido de la palabra.
Mi primera reflexión es que el Perú es cuna de una de las civilizaciones ancestrales de la historia. Aislada del resto pero no por ello menos original. Nuestra historia es pues no sólo fecunda, sino también larga.
Pero el Perú no sólo es el resultado de una civilización ancestral que, de alguna manera, perduró hasta la actualidad. El Perú es un centro de uno de los más nobles emprendimientos de la humanidad en el que se fusionó la Civilización Andina con la Hispanidad Católica.
No podemos entender al Perú sólo como un ente andino o uno europeo. Es un experimento único en el mundo (excepto por Méjico) y en la historia (pues el de Estados Unidos, aunque fascinante, es diferente de manera fundamental).
Esta verdad básica nos fue por mucho tiempo elusiva. Recién en la generación del novecientos, en particular con Victor Andrés Belaunde Diez Canseco, se enuncia con diáfana claridad. En su obra culminante, apropiadamente llamada PERUANIDAD, define al Perú como una “síntesis comenzada pero no concluida” siendo nuestro destino “continuar realizando esa síntesis”, dando a nuestra historia un “sentido primaveral”.
Es un mensaje lleno de optimismo pues reconoce a la historia de nuestra patria un genuino sentido de nuevo comienzo, fundacional, de juvenil energía. Se supone que la primavera es la estación de los nuevos amaneceres, del calor que desplaza al frío.
Nuestro territorio no fue escenario de una mera invasión de colonos que desplazaron a los nativos, empujándolos cada vez más lejos. La historia de los Estados Unidos tiene esa partida de nacimiento cruel que determina su identidad. Acá los vencedores, que si los hubieron, no se dedicaron a someter a un pueblo convirtiéndolo en vasallo, a la usanza rusa o asiática.
Por el contrario, ¡aquí se casaron!
Salvador de Madariaga en su bella novela épica “Corazón de Piedra Verde” describe este proceso, aunque ambientándolo en la conquista de Méjico.
En esta novela, un joven de la aristocracia hispana se ve arrojado por las circunstancias a unirse a los conquistadores y acaba enlazado con una princesa azteca, a punto de ser sacrificada. Ambos encuentran la salvación no sólo en el otro sino en la parte de la historia del mundo que están viviendo. Y de esa semilla surge un nuevo país (en ese caso Méjico pero algo muy parecido podría novelarse sobre lo que ocurrió en el Perú).
Esta visión además de integradora tiene la virtud de ser verdadera.
El marxismo, por el contrario, ante la ausencia de un proletariado urbano, anclándose en un indigenismo deshonesto, pretende desconocer la mitad de nuestra síntesis. En esa visión falsa, hay peruanos que no lo son.
La visión peruanista no sólo se enfrentó al marxismo sino también a un europeísmo que desconocía nuestra historia. Su manifestación contemporánea podría ser el tecnocratismo, esa idea que la tarea de gobernar es una suma de desafíos técnicos para lo que hay que traer a los mejores profesionales y libre mercado. Nada más.
Esta visión es, en el mejor de los casos, paticorta y coja, beneficiando enormemente a la izquierda, pues regala el campo de las ideas e ignora las aspiraciones emocionales y espirituales de los peruanos. Así lo único que se logra es facilitar la infiltración ponzoñosa de comunismos solapados.
Ya es hora que los peruanos nos reconozcamos como compañeros de un viaje único en la historia. Somos ajenos a la revancha y a la venganza. También al racismo y la segregación que tan triste y trágicamente marcaron a Estados Unidos y otras naciones.
Por último, no olvidemos que un ingrediente fundamental e irremplazable de la realización de nuestra síntesis fue el catolicismo y la cristiandad. No habría Perú sin Iglesia Católica.
Hoy que la cultura contemporánea se esfuerza por mofarse tanto de los valores cristianos – en lo visto este fin de semana en la inauguración de las Olimpiadas de París podemos constatar el esfuerzo destructivo y corrosivo del mal.
No dejemos pues que los marxistas culturales destruyan lo que hemos construido en nuestra historia ni la promesa del futuro por venir.