OpiniónDomingo, 8 de septiembre de 2024
Septiembre, por Víctor Andrés Belaunde Gutiérrez

Mes cargado de efemérides. Aquí comentamos dos de ellas.

UNO: En septiembre de 1939 y 1945 empezó y terminó respectivamente la Segunda Guerra Mundial. Al amanecer del 01/09/1939 las hordas nazis, cuales orcos del Señor de los Anillos, cruzaron la frontera polaca atacándola desde el oeste y el sur (para entonces Alemania ocupaba toda Checoslovaquia).

El mundo fue testigo de la primera Blitzkrieg (Guerra Relámpago), donde, en contraste a los enfrentamientos estáticos de la Primera Guerra Mundial, primaba la rapidez, movilidad y el uso coordinado de la aviación con blindados e infantería mecanizada. Los polacos se defendieron con gallardía, pero frente a los blindados sólo tenían caballería.

El 3 de septiembre vinieron las declaraciones de guerra británica y francesa. Arrastraban los pies. En Londres, el gobierno de Chamberlain buscaba cómo evadir la realidad. Ante la dilación, la bancada conservadora en la Cámara de los Comunes enfureció, obligando a que se declare la guerra. Los franceses lo hicieron pocas horas después, como quien no quiere la cosa. En mayo del año siguiente, la timidez de Chamberlain llevó a que lo reemplace Churchill, pero para entonces todo estaba casi perdido.

En Berlín, Hitler no esperaba una guerra con Inglaterra. Su Ministro de Exteriores, von Ribbentrop, se lo había asegurado. El testimonio del traductor de Hitler relata cómo este lo miró con furia cuando el embajador inglés entregó la declaración de guerra. Pero ya no había nada que hacer, la Segunda Guerra Mundial había comenzado.

Seis años y decenas de millones de muertos después, el 2 de setiembre de 1945, Japón firmó su rendición incondicional ante los representantes de las potencias aliadas y la URSS, a bordo del Acorazado Missouri, anclado en la Bahía de Tokio.

Para ese momento prácticamente todas las ciudades japonesas habían sido arrasadas por bombardeos masivos con explosivos incendiarios, pero, sin el lanzamiento de las dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, hubiese sido necesario invadir Japón. Incluso después de las bombas atómicas, facciones del ejército y marina no querían rendirse ni acatar las disposiciones del Emperador Hirohito, intentando un golpe de Estado para evitar la capitulación.

DOS: El martes 11 de setiembre de 2001 el mundo amaneció a una realidad que no quería ver: El crecimiento de un terrorismo islamista apocalíptico, dispuesto a destruir a toda la humanidad y retornarnos a la época del profeta.

El gobierno de EE.UU. esperaba un ataque de grandes dimensiones, pero sin saber cuándo ni dónde (de la misma forma que en diciembre de 1941 se esperaba un ataque japonés, pero sin saber su modalidad).

La reacción de Washington fue un increíble despliegue de poder y capacidades. Organizaron una operación combinada de las fuerzas armadas, comandos, operadores de inteligencia y opositores a los Talibanes en Afganistán, defenestrando a estos y al grupo terrorista Al Qaeda, instalando en el gobierno a Hamid Karzai.

Dos años después, el gobierno de Bush, mal guiado por su vicepresidente Cheney y el Secretario de Defensa Rumsfeld, se lanzó a una aventura mal concebida: Invadir Iraq. La tesis central para invadir era que Iraq tenía un programa activo de armas de destrucción masiva y que evadía las sanciones y controles de la ONU por la corrupción e ineptitud de esta.

En realidad, Saddam Hussein, como estrategia de supervivencia, se empeñó en convencer a todo el mundo que su programa nuclear y de armas químicas y biológicas seguía en marcha. La mayoría de los países, con el recuerdo fresco del 11/09/2001, no querían arriesgarse.

Francia se opuso vocalmente, pero lo hicieron de una manera que parecía más pose que convicción, no como un amigo que advierte de un error. Chirac, presidente francés de entonces, hizo gala de una arrogancia comparable a la de Cheney que lo único que generó fue antipatía.

Por el contrario, Israel advirtió a EE.UU. que invadiendo Iraq empoderarían a Irán, señalándolo como la principal amenaza para la región. Iraq es un país de mayoría chiita y liberados de la dictadura de Hussein (sunita) alguien llenaría el vacío de poder.

Cierto es también que el régimen de Saddam Hussein era sádico, incluso para los estándares de la zona. Dicen los entendidos que el terror respirado en Bagdad no se sentía en ningún otro lado, ni siquiera en Damasco. En Bagdad nadie estaba seguro, si alguna mujer bonita era observada por los hijos del tirano, esta se convertía en blanco y la familia tenía que acceder o sumergirse en las mazmorras de tortura del régimen, las cuáles además eran aplicadas de manera casi aleatoria a la población.

EE.UU. se lanzó a una guerra sin entender una verdad elemental: Nadie sabe cómo estas terminan. Quienes están seguros sobre el desenlace son, en el mejor de los casos, tontos. Además, el plan de Cheney y Rumsfeld era más una declaración política que un plan que considere todas las contingencias. Querían una guerra relámpago, entrar y salir con rapidez. No se anticiparon los distintos escenarios que podían ocurrir después de la caída de Hussein.

Lo que vino después fue una insurrección de todos los grupos extremistas sunitas suprimidos por Saddam y las venganzas de la mayoría chiita, apoyadas desde Teherán. Rumsfeld y Cheney fueron tercos, no querían reconocer su error. Rumsfeld tuvo que ser destituido y Cheney (relativamente) marginado para cambiar la estrategia de Iraq.

Esta nueva estrategia empezó a tener éxito, pero para entonces ya estábamos en el 2008, los gringos estaban cansados, estalló la crisis financiera y Obama ganó las elecciones. Este último, una vez en el poder, cortó las pérdidas y culpó a Bush del desastre, generándose el vacío que después llenaron el Estado Islámico e Irán (tal como advirtió Israel).

Es curioso que Liz, la hija de Cheney, sea una furiosa detractora de Trump. Trump, a su vez, fulmina contra la ligereza con la que EE.UU. se embarcó en guerras como la de Iraq. Cheney padre era la bestia negra de los demócratas, le endilgaron todos tipo de epítetos y acusaciones. Sin embargo, su hija se une a los perseguidores deL padre. Vaya transfuguismo.

Pienso que a Trump no le falta razón. Washington se lanzó a una aventura bélica sin el más mínimo planteamiento y sin pensar los escenarios que podían venir. Arrogancia de poder pura. En inglés le dicen hubris.

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