OpiniónDomingo, 15 de septiembre de 2024
Alberto, por Víctor Andrés Belaunde Gutiérrez


La semana pasada escribía sobre algunas de las múltiples efemérides que pueblan el mes de setiembre. La muerte de Fujimori agrega una más a la lista y me lleva a intentar unas líneas sobre su vida e impacto en la historia del Perú. Al hacerlo intento alejarme de los mezquinos sentimientos de sus odiadores, muchos de los cuales, en su momento, fueron áulicos o mudos beneficiarios de consultorías estatales, pagadas por la cooperación internacional, libre de impuestos.

Lo primero que debemos recordar es que el golpe de Estado del 5 de abril de 1992 no fue el producto de una conjura de Fujimori, Montesinos y algunos generales. Tampoco fue un golpe preventivo ante un inminente zarpazo del Congreso. La historia verdadera es más interesante y compleja.

Conforme avanzaban los años ochenta y se profundizaba la catástrofe que desencadenó el primer gobierno de Alan García, surgió al interior del ejército un consenso que habían equivocado profundamente el rumbo en los años setenta y que era menester corregir el error ,tomando nuevamente el poder. Esta convicción se fortaleció por el evidente fracaso del comunismo y del éxito económico de Pinochet.

Sin embargo, la aparición de Mario Vargas Llosa como alternativa política, mandó este plan a los estantes. Los generales de la época juzgaron que sería mejor que las reformas se ejecuten democráticamente y que no sean las Fuerzas Armadas las que carguen con el alto costo político de ordenar al país.

Pero la candidatura de MVLL, como todos sabemos, fracasó, y, de la nada, salió Fujimori, en un verdadero salto al vacío del electorado. Ante este escenario, los planes golpistas fueron desempolvados. Fujimori como presidente electo se mudó al Círculo Militar “por su seguridad” y en esa época se empezó a tejer la telaraña que dos años después condujeron a la disolución del Congreso.

En paralelo, uno de los asesores que se habían agrupado de manera precipitada alrededor de la campaña Fujimori era el sociólogo Francisco Loayza. Para solucionar los entuertos legales de Fujimori, que eran varios, Loayza le presentó a Montesinos, que ya era un discreto, pero conocido operador político-judicial

Montesinos traicionó a Loayza y rápidamente forjó una relación simbiótica con Fujimori. A Montesinos, Fujimori le habría las puertas del poder y, a Fujimori, Montesinos le servía como un operador, capitán defenestrado del ejército, pero con amplios vínculos en este, que le permitiría ser él quien los controle y no viceversa. Fujimori no quería ser un mero instrumento en un plan golpista ajeno.

A continuación, Fujimori jugó sus cartas con destreza. Integró un gabinete ministerial competente que adoptó las primeras y durísimas decisiones necesarias para frenar la inflación. También consiguió facultades delegadas del Congreso para llevar a cabo la primera gran limpieza vía Decretos Legislativos del exceso regulatorio en el que nos habíamos sumergido.

Mientras esto sucedía, la izquierda del Congreso se comportó con enorme irresponsabilidad. Todavía recuerdo el griterío irrespetuoso que armaron mientras Fujimori leía su primer discurso del 28 de julio y a Ricardo Letts haciendo pintas en el hemiciclo de la Cámara de Diputados. ¿Qué raro, no?

En este contexto, Fujimori proyectó a la opinión pública seriedad y firmeza. Estaba sentando las bases para llevar a cabo el plan golpista que comentamos.

En paralelo, la lucha contra Sendero Luminoso estaba llegando a su clímax. Un aspecto poco

explicado de la tragedia de los años ochenta es el enorme desconcierto que despertó Sendero Luminoso. En 1980, cuando colgaban perros en los postes con anuncios alusivos a Deng Xiao Pin, nadie entendía qué demonios estaba pasando. Como movimiento terrorista se apartaba totalmente de los grupos guerrilleros que pululaban en América Latina, a los que acusaba de revisionistas. Nuestra izquierda urbana, con su distintiva miopía genética, los tildaba de experimentos de la CIA o incongruencias parecidas.

Pero poco a poco se comprendió cómo enfrentar al grupo genocida. Para 1989 se había formado un consenso al respecto: debía priorizarse el trabajo de inteligencia, colaborar con las rondas campesinas, expulsar a las huestes senderistas del campo y una vez que estén concentradas en las ciudades, eliminarlas. Eso fue lo que a grandes rasgos ocurrió. El trabajo de inteligencia lo hizo la DIRCOTE con apoyo de la CIA, iniciándose la cacería que condujo a la captura de Abimael Guzmán un inolvidable 12 de setiembre de 1992. Fujimori, como Jefe de Estado, le correspondió encabezar este proceso, brindando el respaldo político requerido para que se lleve a cabo exitosamente.

El hecho concreto es que Sendero fue casi completamente descabezado, sus remanentes empujados al VRAEM y para 1993 el Perú había una nueva sensación de paz y seguridad, después de años se podía viajar por las carreteras de los Andes, sin temor a ser asesinado por terroristas.

El proceso de estabilización económica iniciado en agosto de 1990 también dio frutos, a lo que se sumó la privatización de las principales empresas públicas, abriendo el Perú a la inversión extranjera. El contexto internacional ayudó mucho, estábamos justo después de la caída del Muro de Berlín y la izquierda estaba desmoralizada y sin discurso. En 1995 Fujimori navegó cómodamente a la reelección.

Luego en diciembre de 1996 se produjo el secuestro de la Embajada de Japón. En una decisión valiente y difícil, Fujimori ordenó una arriesgada operación de rescate que se llevó a cabo en abril de 1997, que permitió extraer vivos a todos los rehenes excepto uno. De igual manera, en 1998, se logró un acuerdo que puso fin a los conflictos permanentes con Ecuador, permitiendo una reconciliación entre ambas naciones. Para ello el Perú dio una concesión simbólica, el famoso Tiwinza, que provocó la ira de algunos termocéfalos, pero que ayudó a sellar una paz definitiva entre ambas naciones.

El problema para Fujimori y el juicio de la historia es que luego de logros tan espectaculares, pretendió hacer de su presidencia una vitalicia. Ya en 1997 empezaron a forzar las cosas con absurdas interpretaciones auténticas de la Constitución. Montesinos se puso a trabajar a toda máquina, comprando las líneas editoriales de la prensa escrita, radial y televisiva, filmando a sus cómplices en el acto.

Fujimori logró su ansiada re-reelección, pero el precio fue altísimo. Se había deslegitimado. Como siempre ocurre, las pruebas de las fechorías se filtraron y al hacerse público un video de Montesinos comprando a un Congresista, el régimen ya no se pudo sostener y Fujimori aprovechó un viaje para renunciar, vía fax, desde Japón.

El ansia de poder vitalicio sumado a la destrucción del sistema de partidos políticos son, en mi opinión, los grandes deméritos de Fujimori. Un país no se sostiene, en el largo plazo, sin partidos sólidos. Al proyecto golpista de 1992 estos le eran un estorbo, pero en el largo plazo son fundamentales, como penosamente vemos ahora.

Años después, con Fujimori ya extraditado al Perú, recibió múltiples condenas. La más controversial por los hechos de La Cantuta y Barrios Altos, donde se lo encontró responsable bajo una nebulosa teoría de autoría mediata. En resumen, de acuerdo a esta teoría, Fujimori, al tomar conocimiento de estos crímenes sin iniciar los procesos legales para que sean castigados, evidenció su responsabilidad personal por ordenar tácitamente su ejecución. Una tesis alambicada.

He procurado que este largo escrito sea objetivo. Fujimori le dio importantísimos servicios al país, pero cometió dos terribles errores: atacar el sistema de partidos (pecado que ahora también comete la izquierda caviar progre) y pretender perennizarse en el poder. Su mayor mérito: frenar el proceso de disolución en el que el Perú estaba inmerso en 1990, que entonces parecía casi irreversible.

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