PortadaDomingo, 15 de septiembre de 2024
Nuestra deuda con Fujimori

La muerte de Alberto Fujimori marca, como muchos señalan, el cierre de una era. Un periodo en la historia nacional definido por sus decisiones estrictamente personales desde la Presidencia de la República. Fujimori es uno de esos casos excepcionales en los que, para bien o para mal, las decisiones de un solo hombre transformaron radicalmente el destino de un país.

De un candidato desconocido, impulsado al poder por la izquierda para oponerse a Mario Vargas Llosa, Fujimori pronto rompió con sus aliados iniciales. Eligió emprender, de manera unilateral, un programa de ajuste fiscal y liberalización del mercado. Los resultados, es necesario subrayarlo, fueron extremadamente positivos. El país, que atravesaba una crisis económica desesperada, no solo se recuperó, sino que también se sentaron las bases de un modelo de desarrollo.

Además, Fujimori implementó una estrategia contraterrorista mucho más radical y eficaz. Aunque algunos logros de Alan García en este ámbito son innegables, lo que sus dos predecesores no lograron en una década, Fujimori lo consiguió en apenas dos años. Sin embargo, el enfoque adoptado fue objeto de duras críticas, especialmente por parte de aquellos que fueron sus aliados al inicio. Esto refuerza la idea de que sus decisiones fueron fundamentalmente personales. A la luz de los resultados, Fujimori acertó, mientras que la izquierda que lo apoyó originalmente no.

Hoy, los herederos de aquella izquierda peruano-soviética, modernizada bajo pobres interpretaciones posmodernas, han tomado el control del Estado, la historiografía, la prensa tradicional y el espacio digital desde la caída de Fujimori en 2000. Desde este poder comunicacional, han transformado la imagen reformista de Fujimori en la de un autócrata asesino, completamente indiferente a su pueblo. Esta caracterización, por supuesto, es falsa.

Para construir este "demonio", la izquierda ha recurrido a casos aislados y ha magnificado los errores y negligencias de su gobierno, ignorando o negando sus logros. Esto, como peruanos, no podemos permitirlo. Cuando Fujimori ganó las elecciones de 1990, el Perú enfrentaba al mayor grupo terrorista originado en América y la mayor inflación de la historia sin estar en guerra externa. Esa situación no era trivial; era apocalíptica. Y sus decisiones, estrictamente personales, lograron desatar ese nudo gordiano de involución, subdesarrollo y violencia política.

No obstante, no queremos caer en una visión maniquea de la historia. Durante los gobiernos de Fujimori se cometieron errores graves, negligencias profundas e incluso delitos. Sin embargo, planteamos unas interrogantes: ¿acaso los padres fundadores de los Estados Unidos no dejaron prevalecer el esclavismo o Gandhi no apoyó la permanencia del sistema de castas en la India? ¿acaso un líder como Nelson Mandela no cometió violaciones a los derechos humanos, debidamente documentadas por la Comisión de la Verdad en Sudáfrica, más graves que las que se imputan a Fujimori? ¿No fueron los demócratas estadounidenses quienes lanzaron dos bombas atómicas, destruyendo dos ciudades en cuestión de minutos?

Entonces, ¿por qué se demoniza de tal forma a Fujimori mientras se exalta a figuras con un impacto exponencialmente negativo? Esa es la gran deuda que los peruanos tenemos con Fujimori. Sin dejar de analizar las negligencias, errores y delitos cometidos durante su mandato, debemos impulsar una visión más equilibrada de su legado. Pero debemos hacer de ello una especie de cruzada histórica nacional, ya que sus detractores no dejarán de malgastar ni una gota de tinta en denostarlo. Debemos reescribir la historia, en una que explique cómo las decisiones de un profesor universitario, convertido en Presidente de la República, lograron desactivar al mayor grupo terrorista y enfrentar la peor crisis económica en la historia no solo del Perú, sino de América Latina.


Desde El Reporte, dedicamos la presente edición a tal cometido. Los siguientes artículos y entrevistas reflejan a Fujimori desde un ámbito cabal, como la figura política que fue y no como el blanco de injurias, mentiras y exageraciones que sus primeros aliados pretenden retratar.

Lea la edición completa aquí.

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