El sexo ha siempre un tabú. Su razón de ser radica en los peligros que entraña su práctica. Ligados a esta tenemos posibles embarazos no deseados, enfermedades venéreas, etc. Muchos creen que la tabuización del sexo se debe principalmente a motivos religiosos. Si bien la religión haya podido tener un lugar en este hecho, es de lejos la mayor influyente.
Casarse y tener hijos es un hecho que involucra no solo reproducción, sino la unión patrimonial de dos familias y sus consecuencias. De ahí, que se hable de un “buen partido” o una “persona equivocada” para casarse. El matrimonio no es únicamente un ritual que une dos individuos, sino dos familias. A mayor poder y patrimonio tenga una familia, más tenderá esta a proteger y vigilar con quién se casan los miembros de su familia. Este es un tema recurrente en las novelas europeas del siglo XIX, entre otras las de Honoré Balzac o León Tolstoi. Un mal matrimonio podría llevar a la ruina a una familia de prestigio.
La historia de la humanidad está dominada por una ética férrea respecto de lo sexual. Si existía gente abiertamente licenciosa, esta siempre perteneció a la élite, es decir, podían pagar el costo tener sexo de manera despreocupada: aristócratas normalmente. Lo normal ha sido que el sexo ha estado siempre cubierto por un velo prohibitivo y acusador.
La idea que quiero avanzar en este artículo es que la ética sexual que ha predominado hasta hoy está quebrada y desactualizada por un motivo, a mi parecer evidente. La revolución sexual de los años sesenta tuvo como base tecnológica la aparición de productos contraceptivos. Por primera vez, tener sexo deja de ser algo costoso y pasa a ser, progresivamente, un bien de consumo. Sobre esto ya habló harto el psicólogo canadiense Jordan Peterson.
Lo que quiero dar a entender es que gran parte de la moral sexual tenía su fundamento en los peligros inherentes al sexo. Apartados estos por los contraceptivos, cambia completamente el panorama. A esto hay que agregar los avances de la medicina que ha reducido la mortalidad de las mujeres gestantes dramáticamente. Todo esto ha ocurrido hace menos de cien años. Hay que darse cuenta de que recién estamos entendiendo el sexo de una manera que antes era imposible hacerlo.
La alta tasa de divorcios, de familias descompuestas, familias monoparentales, la crisis de soledad y las luchas culturales entre sexos nos está enseñando una cara de la sexualidad que no entendíamos antes, puesto que estos son hechos que se están dando masivamente ahora, cuando no se daban en el pasado. Me refiero a una actitud que ve el sexo como un bien de consumo, como lo dije antes. Pero, lo más importante, estamos conociendo un rostro del sexo nunca previamente conocido, unas consecuencias que tienen que ver con esta nueva manera de consumir la sexualidad.
El punto central de este texto consiste en apuntar a la necesidad de repensar la ética de la sexualidad teniendo en cuenta el mundo en el que vivimos actualmente. Esto no quiere decir que se deba ahora aceptar entender el sexo como un bien de consumo, sino que tenemos la oportunidad de dar sentido a qué significa tener relaciones sexuales con una profundidad que antes no era posible por la realidad social, familiar y médica en la que se vivía. Al estar la sexualidad desprotegida de sus peligros ancestrales, podemos observar su dinámica y efectos de manera más precisa.
La sexualidad es un fenómeno que obsesiona al mundo en este momento. Las películas y los medios de comunicación no dejan de bombardearnos con contenido sexual. Es ahora cuando podemos apuntar sin miedo los problemas que acarrea una visión consumista del sexo, dado que llevamos más de cincuenta años de revolución cultural y sexual. Los filósofos e intelectuales sociales pueden ahora iniciar una reflexión ética que se centre no es tabuizar el sexo, sino en entenderlo cabalmente en sus dimensiones filosóficas, antropológicas y espirituales.