Subir las penas, evidentemente, no es la solución. Estas semanas hemos estado viviendo un periodo apremiante, debido al paro de transportistas. Una situación que refleja la ineficiencia del gobierno en combatir la inseguridad ciudadana, la cual desborda en las calles de la capital, así como en otras regiones del país, como en La Libertad.
La muerte cada vez se ve más próxima en el Perú, como si su guadaña estuviese apuntando hacia nosotros, vistos los innumerables casos de sicariato, homicidios y demás. El pueblo exige acción al Estado, el cual se encuentra en letargo desde hace años, demostrando su incompetencia para enfrentar al crimen. Y hasta ahora, nadie hace nada.
Esto conlleva que, en algunos ocasiones, sea el mismo ciudadano, como si fuese un vigilante, el que tome acción. Lo hemos visto en diversas oportunidades en el año, cuando en ciudades como Trujillo, son los vecinos quienes se vuelven juez, parte y verdugo, y capturan ellos mismos a los criminales, a quienes en muchos casos, terminan matando (recordemos cuando en junio le prendieron fuego a uno).
El pueblo pide justicia, y para muchos ello significa la muerte.
Mientras tanto, como nuestros funcionarios no tienen ni la menor idea de como frenar la delincuencia, optan por la ilusa idea de incrementar las penas, como solución a la criminalidad. Más de cinco alcaldes en La Libertad han solicitado que se aplique la pena de muerte, la pena máxima, para combatir la delincuencia. En su momento, el mismo alcalde de Lima, Rafael López Aliaga, manifestó que se debería implementar esta medida para frenar el crimen, y recientemente, exmiembros de su bancada, ahora en “Honor y Democracia” la promueven en contra del “terrorismo urbano”.
Ya he señalado, que para el jurista español Santiago Mir Puig, especialista en derecho penal, no tiene sentido que la pena de muerte se aplique para cualquier delito. Y que, en sentidos de la proporcionalidad de la pena, la única opción para que la pena de muerte se aplique sería en caso de homicidio, dado que la pena más grave debe relacionarse con el daño más grave, que sería acabar con una vida.
Asimismo, hasta el día de hoy no hay una evidencia concreta de que la pena de muerte reduzca proporcionalmente el crimen. Hay países donde ha funcionado, como Singapur, y otros, como Canadá, donde tras su abolición, el crimen bajó.
Sin embargo, no existe gran evidencia de la correlación entre ambas. Bien lo explica el jurista alemán Claus Roxin, una de las mentes más brillantes que ha tenido el derecho penal. Según él, la implementación de la pena de muerte no genera un factor de disuasión para el criminal. No es que haya una racionalidad del delincuente a la hora de cometer el delito. Este no va a reflexionar sobre las implicaciones legales y la condena que recibiría.
Sería un absurdo pensar que el sicario o el asesino común van a dejar de cometer un asesinato solamente por el miedo a la pena, cuando además (más aún en el Perú), usualmente ellos consideran que no van a ser atrapados. Siendo, según Roxin, el miedo a ser capturado, superior al de la condena. Por lo que la percepción de impunidad puede influir más en la conducta del autor del delito.
La solución al crimen, entonces, no se encuentra en aumentar el castigo, porque este no es influyente en la decisión del criminal. Por lo que debemos decir basta a seguir proponiendo la pena máxima o la mayor severidad de las condenas para reducir el crimen. La solución no está ahí. Aumentar las penas o modificarlas debe ser un debate, pero no para este problema. Hoy lo que necesitamos es acción en las calles, algunos incluso con los militares. En su momento, el congresista Fernando Rospigliosi, en una entrevista para El Reporte, me indicó que no existe ni la logística ni la preparación para que las Fuerzas Armadas sean quienes combatan el crimen. Sin embargo, lo que estamos demostrando es que no hay logística ni con las FF.AA., ni con la PNP, ni con la Fiscalía, ni mucho menos con el gobierno, y estamos en una bomba de tiempo, hasta que explote. Y capaz, si no existe esa opción, habría que buscar crearla.