Hace apenas unos días, el Gobierno anunció con bombos y platillos una nueva oleada de nombramientos para el personal asistencial del Ministerio de Salud. Bajo la bandera de "mejorar la calidad de los servicios de salud", esta política parece, a primera vista, una respuesta coherente y necesaria para un sistema que ha sido históricamente precario. Sin embargo, esta narrativa esconde una pregunta crucial: ¿Nombrar más personal garantiza una mejora real en la calidad del servicio, o es simplemente una cortina de humo que enmascara la verdadera raíz del problema?
En el fondo, este tipo de medidas parece más un parche que una solución de fondo. Nombrar a un trabajador no necesariamente lo convierte en mejor profesional, ni garantiza que el sistema funcione de manera más eficiente. De hecho, lo que estamos presenciando es la perpetuación de un sistema obsoleto que premia la antigüedad sobre la competencia, y la estabilidad laboral sobre el mérito. El Estado, en su afán por ofrecer una sensación de progreso, simplemente expande su burocracia sin cuestionar la estructura misma que está fallando.
Lo preocupante de esta política de nombramientos es que refuerza una falsa idea: que el tamaño y estabilidad del aparato estatal es sinónimo de mejor servicio. Nada más alejado de la realidad. Pensemos por un momento en cómo se distribuyen los recursos en el sector público: mientras más crece el Estado, más se desdibujan los incentivos para la mejora continua. ¿Qué incentivo tiene un trabajador que ya ha asegurado su puesto de por vida? La meritocracia, uno de los pilares de cualquier sistema que aspire a ser eficiente, se diluye en un océano de papeleo, reglas arbitrarias y, claro, favores políticos.
Basta recordar las palabras de Friedrich Hayek, cuando advertía sobre los peligros de un Estado que pretende centralizar y dirigir todo: “La curiosidad y el esfuerzo humano se sofocan cuando el individuo ya no es responsable de su éxito o fracaso” (Camino de servidumbre, 1944). En este contexto, los nombramientos perpetúan una cultura donde la responsabilidad individual se disipa y la mediocridad puede pasar desapercibida. ¿Cómo podemos entonces hablar de mejorar la calidad de la salud pública, si ni siquiera se promueve una cultura de excelencia en la administración de la misma?
El gobierno de Dina Boluarte parece estar más interesado en alimentar la narrativa de progreso a través de números y cifras que en abordar los problemas estructurales. Por supuesto, es fácil vender la idea de que nombrar a más trabajadores mejora el sistema, pero la realidad es mucho más cruda. Los hospitales siguen sin insumos, los pacientes continúan esperando horas, incluso días, para recibir atención, y la corrupción —esa enfermedad crónica del sistema— sigue carcomiendo las bases de las instituciones. Como advirtió Milton Friedman, “una de las grandes equivocaciones es juzgar las políticas y programas por sus intenciones, en lugar de sus resultados” (Capitalismo y libertad, 1962).
Quizá sea momento de preguntarnos si la verdadera solución no pasa por nombrar más personal, sino por replantear el sistema desde sus cimientos. Adam Smith ya advertía en "La Riqueza de las Naciones" (1776) que la eficiencia proviene del incentivo a la mejora continua, algo que solo puede lograrse en un entorno competitivo y basado en méritos. ¿Por qué no exigir una evaluación continua de los trabajadores de salud, promoviendo el ascenso basado en resultados, no en antigüedad? Y, más allá de eso, ¿por qué no permitir una mayor participación de actores privados en la gestión de la salud, garantizando así que la competencia estimule la eficiencia?
Al final, el problema de la salud pública en el Perú no es solo de recursos, sino de gestión. Y hasta que no miremos de frente esta realidad, seguiremos atrapados en un ciclo de políticas superficiales, que, lejos de resolver la crisis, la profundizan. Como diría Ludwig von Mises, “el gobierno es el problema, no la solución” (Burocracia, 1944).
El nombramiento puede ser un paso, pero es solo eso: un paso. Lo que necesitamos es un cambio de rumbo, una reforma que realmente ponga al ciudadano en el centro y no a la burocracia. Porque, al final, nombrar no es sinónimo de mejorar. Y eso, el Perú lo sabe bien.