Resulta increíble que, a estas alturas, Martín “El Lagarto” Vizcarra siga demostrando que la justicia peruana tiene favoritos. Mientras ciudadanos comunes y corrientes enfrentan la justicia sin escapatoria, Vizcarra parece tener una protección invisible. Su habilidad para esquivar las consecuencias es digna de un mal guión cinematográfico, donde los “buenos amigos” en el Poder Judicial aparecen siempre para salvarle el pellejo, cual deux es machina en el teatro griego.
¿Hasta cuándo vamos a tolerar esta inmunidad selectiva? Vizcarra está en pleno proceso judicial por el caso Lomas de Ilo, donde se le acusa de manejos oscuros cuando era gobernador de Moquegua (ya era paloma desde que era caimán). Pero aquí el ex presidente ha encontrado otra “estrategia dilatoria” –como si fueran pocas– para estirar el proceso y evitar llegar al fondo de la cuestión. ¿Cuántas artimañas más usará para evitar lo inevitable? Para que vuelva a Canadá, pero ya no como embajador. Vizcarra parece manejar el sistema judicial como si fuera un tablero de ajedrez, donde cada movimiento es calculado, no para llegar a la verdad, sino para ganar tiempo, enfriar los ánimos, y mantener intacto su poder y presencia pública.
Y es que la impunidad de Vizcarra no se limita a los tribunales. La clase política se enfrenta a la vergonzosa realidad de que este señor no entiende de límites, ni mucho menos de respeto a las instituciones. A pesar de dos inhabilitaciones dictadas por el Congreso que le prohíben ejercer cargos públicos y hacer proselitismo político, Vizcarra sigue adelante como si nada. No solo desafía abiertamente la prohibición, sino que se ha vuelto la cara visible de “Perú Primero”, haciéndose pasar prácticamente por el candidato no oficial para las elecciones del 2026. Se niega a soltar el poder, incluso cuando se le ha ordenado lo contrario, evidenciando una actitud de quien cree estar por encima de la ley y las instituciones del país.
Esta aparente inmunidad es un insulto para los peruanos que siguen esperando ver consecuencias para sus acciones. Su último acto de burla fue la autorización para que pasara las fiestas de Navidad y Año Nuevo en Moquegua, celebrando la temporada y, al parecer, su impunidad garantizada por el Poder Judicial. Es una muestra de cómo este país ha permitido que personajes como Vizcarra manipulen a su antojo la justicia, usando tecnicismos y “amistades” en altos lugares para asegurarse de que las consecuencias nunca lleguen a tocarlo realmente.
Es momento de que la ciudadanía y los poderes del Estado pongan fin a este juego. Cada vez que Vizcarra desafía sus inhabilitaciones, no solo está burlándose del Congreso, sino que está mostrando a todos los peruanos que aquí las reglas están hechas para algunos, pero no para todos. Si este es el ejemplo de justicia que vamos a seguir tolerando, el país está condenado a repetir el mismo círculo de impunidad y corrupción.
Los peruanos de a pie enfrentan las consecuencias de sus actos, enfrentan sanciones y cumplen la ley, mientras el ex presidente se pasea libremente, como si las reglas fueran sugerencias y no mandatos. La justicia peruana tiene una deuda con el pueblo, y el caso Vizcarra es un símbolo de esa deuda. No es solo una cuestión de castigar a un ex presidente; es una cuestión de principios, de dignidad y de respeto a la democracia.
Vizcarra debería recordar que el poder en democracia no es eterno, y que tarde o temprano sus acciones deben rendir cuentas. Mientras él sigue desafiando las leyes y creyéndose intocable, los peruanos recordamos que los líderes pasan, pero el daño a la institucionalidad y la confianza ciudadana perduran. El Perú no puede permitir que personajes como “El Lagarto” destruyan las bases de una justicia que debe ser imparcial, firme y, sobre todo, para todos.