Mucho tiempo me he preguntado el porqué de la virulenta reacción que Trump ocasiona en las élites de su país. Finalmente, él es uno de sus integrantes, quizá no el más refinado, pero eso importa poco en EE.UU. En los Estados Unidos se valora, supuestamente, el éxito y no tanto el pedigree familiar.
La fortuna de Trump proviene de los bienes raíces, negocio que en NY es particularmente chavetero. Pero para tal caso, la fortuna de la familia Kennedy, lo más cercano que tienen los gringos a una familia real, son bastante oscuros. Siempre se vinculó al patriarca Kennedy, Joe, con la mafia, especulándose que la ayuda de estos fue instrumental para ganar la elección por un estrecho margen en el Estado de Illinois. Incluso cayó en desgracia por ser funcionalmente pro nazi antes de la guerra. Entonces, el motivo tiene que ser otro.
En estas cosas pensaba cuando, hace un año, tuve la oportunidad de participar en un seminario en la Escuela de Relaciones Internacionales de la Universidad de Georgetown. Sus catedráticos están todos estrechamente vinculados al Departamento de Estado (el equivalente gringo a la Cancillería) y por ende conforman el grupo de profesionales que trabajan directamente con quienes toman las decisiones en materia de relaciones exteriores y seguridad en Washington. Son quienes han acompañado a Secretarios y Presidentes en las cumbres. Son, pues, personas no solo informadas, sino también íntimamente ligadas a las esferas más altas del poder.
Todos tenían que mencionar a Trump, pero nunca precisaban cuál era el pecado mortal cometido, simplemente se referían a él como una figura casi luciferina, sin lograr imputar un error, fracaso o irresponsabilidad específica y concreta. Trump = malo.
Esto me hizo seguir pensando y cuando leí las noticias del editorial del Economist llamando a votar por Kamala Harris pude aterrizar el motivo. El apoyo es sorprendente pues la señora Harris plantea políticas que son lo opuesto a lo que dicha publicación defiende. Sin embargo, llaman a votar por el Partido Demócrata supuestamente para preservar la estabilidad.
Pues bien, el argumento político central de Trump y del grupo de personas que lo respaldan es que los Estados Unidos han sido muy mal gobernados desde comienzos de siglo, republicanos y demócratas, erráticos por igual. Se refieren a una casta (prestando el vocablo preferido de Milei), el “uniparty”, designando así a un amplio grupo de personajes que lo único que han hecho es cosechar fracasos y desaciertos, guerras irresponsables sin fin, catástrofes financieras, pérdida de empleos, debilitamiento del país y rivales internacionales cada vez más agresivos y envalentonados. Estoy seguro de que, nuestros amigos lectores, pueden identificar muchos ejemplos de lo que describo.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos vivieron una edad de oro, cuyo máximo momento fue la década de los noventa, luego del colapso de la Unión Soviética y el derribamiento del Muro de Berlín.
Durante todo ese tiempo los gringos tuvieron buenos presidentes y una burocracia en general atinada, al menos en los grandes temas (LATAM nunca fue prioridad para ellos, pero eso es otra historia). En esa época, la casta, funcionaba, por así decirlo. El último representante de este periodo fue Bush padre. Él empezó su carrera enlistándose apenas ocurrió el ataque de Pearl Harbor, antes que su padre moviera influencias para que tuviera un destino menos peligroso, y además, se distinguió en combate.
Después vino Clinton, al que le tocaron circunstancias envidiables, en todos los campos: La URSS se había desintegrado, China emergía, pero recién lo hacía, y se comportaba con enorme prudencia. Vendían la idea que la integración económica suavizaría el régimen, democratizándolo. Vana ilusión. Tampoco se evidenciaba aún en toda su magnitud la enorme violencia del extremismo islámico. Por último, la popularización de la internet, inicialmente restringida al ámbito de la defensa, transformó la economía, posibilitando unos saltos de productividad espectaculares, casi inimaginables.
A continuación, Bush hijo embarcó imprudentemente a su país en la guerra de Iraq, pensando que sería un picnic. Grave error pensar que una guerra podía ser fácil y predecible (Liz, la hija de su Vicepresidente Cheney, el gran autor intelectual del fiasco iraquí, es la tránsfuga más visible de los republicanos). Luego le estalló la crisis financiera del año 2008, cuyo origen remoto fue una serie de relajamientos regulatorios que gestionó y obtuvo la gran banca en la era Clinton (los progres siempre hacen guiños a las grandes empresas, con fatales resultados generalmente). Obama, a pesar de su carisma e innato talento político, de concitar enormes esperanzas, no utilizó sus dones para cicatrizar heridas. En vez de invocar el espíritu de Martin Luther King y Nelson Mandela, siguió comportándose como un activista de Chicago, un progre de ONG, contribuyendo a que su partido se desplace a la izquierda.
Trump representa una reacción contra todo esto y, además, explicita su deseo de sacar del poder a la nueva generación de la casta, pues la anterior fue indudablemente exitosa. En su primer gobierno Trump se valió de muchos de ellos, esta vez promete no cometer el mismo error.
Entonces, lo que está detrás del pánico que provoca Trump, no son sus iniquidades, las reales y las imaginarias. El verdadero motivo es que él promete apartar a la casta gringa de los resortes ocultos del poder. Los periodistas de la vieja prensa ya no tendrán acceso a las primicias y filtraciones. Los burócratas profesionales tendrán que someterse a nuevos jefes que les subrayarán los fracasos de los últimos 24 años.
Ese es el verdadero motivo. Esa es la razón del odio descontrolado. Es la certeza de quedar fuera y que toda la parafernalia del poder y de los adulones del poder, en un segundo gobierno de Trump, tendría otros beneficiarios. Lucharán con uñas y dientes para impedirlo.
En unos días, veremos el desenlace.